Islas en el cielo (5 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Me llevó hacia uno de los ojos de buey y me encontré mirando hacia el espacio. Pendiente entre las estrellas, y tan cerca que parecía al alcance de la mano, vi lo que parecía ser una rueda gigantesca que giraba lentamente alrededor de su eje, dejando ver el resplandor del sol sobre sus ventanillas de observación. No pude menos que comparar su compacta solidez con la aparente fragilidad de la maraña de vigas y tubos que componían la estación en la que me hallaba. La gran rueda tenía un eje central parecido a un cilindro largo y estrecho que terminaba en una estructura muy curiosa. Cerca de ella maniobraba un navío sideral.

—Es la Estación Residencial —me dijo Benton en tono poco aprobador—. No es otra cosa que un hotel. Ya habrás visto que gira. Debido a eso tiene la misma gravedad de la Tierra en los bordes. Rara vez vamos a ella: una vez que se acostumbra uno a no tener peso, la gravedad resulta muy molesta. Pero todos los pasajeros de Marte y la Luna son trasbordados allí. No sería conveniente que fueran directamente a la Tierra luego de haber vivido en lugares donde hay una fuerza de gravedad mucho menor. En la Estación Residencial se aclimatan poco a poco. Entran en el centro, donde no hay gravedad, y se van trasladando poco a poco hacia los bordes, donde la fuerza centrífuga crea condiciones similares a las de la Tierra.

—¿Cómo consiguen entrar si está girando constantemente? —pregunté.

—¿Ves esa nave que está maniobrando allí cerca? Si miras bien verás que el eje de la estación no está girando; lo mueve un motor en dirección contraria a la de la rueda, de modo que en realidad se mantiene estático en el espacio. El navío se adhiere a él y trasborda los pasajeros por medio de un tubo de unión que lleva la misma velocidad que la rueda. Parece complicada la maniobra, pero da resultados perfectos.

—¿Tendré una oportunidad de ir allá? —inquirí.

—Supongo que se puede arreglar, aunque no sé qué ganarás con ello, ya que estarás igual que en la Tierra. Precisamente para eso la han instalado.

No insistí sobre el punto, y recién al finalizar mi visita pude ir hasta la Estación Residencial que flotaba a tres kilómetros de la nuestra.

Debe haber sido molesto tener que mostrarme la estación, pues era necesario empujarme o arrastrarme por todos lados hasta que logré acostumbrarme a mi nuevo estado. Una o dos veces me rescató Tim justo a tiempo cuando me había lanzado con demasiado vigor y estaba por irme de cabeza contra un obstáculo. Pero era muy paciente, y al fin logré dominar el nuevo medio de locomoción y pude moverme por mi propia cuenta.

Pasaron varios días antes de que supiera orientarme en el gran laberinto de corredores conectados entre sí y numerosas cámaras atmosféricas que componían la Estación Interior. En aquel primer viaje no hice más que echar un vistazo rápido a los talleres, instalaciones de radio, planta de fuerza motriz, aparatos de acondicionamiento de aire, dormitorios, depósitos y observatorios.

A veces resultaba difícil creer que todo aquello había sido llevado al espacio y armado allí a ochocientos kilómetros de la Tierra. Hasta el momento en que Tim lo mencionó en tono casual no supe que la mayor parte de los materiales de la estación provenían de la Luna. La gravedad mínima del satélite hacía más económico el traslado del equipo desde allí que desde el planeta, a pesar de que la Tierra estaba mucho más cerca.

Mi primera gira de inspección terminó dentro de una de las cámaras de compresión que sirven de entrada y salida. Nos paramos frente a la gran puerta circular que daba paso al vacío exterior. A nuestro alrededor había numerosos trajes espaciales sujetos a la pared por medio de perchas magnéticas, y los miré con profundo interés. Siempre había ambicionado ponerme uno de ellos y convertirme en un diminuto mundo individual aislado de todo.

—¿Te parece que me dejarán probar uno de ésos mientras estoy aquí? —pregunté.

Tim mostróse algo pensativo y miró luego su reloj.

—No entro de servicio hasta dentro de media hora y quiero ir a buscar algo que he dejado en el borde. Saldremos los dos.

—Pero… —balbucí, sintiendo que se apagaba mi entusiasmo de inmediato—. ¿No hay peligro? ¿No se necesita mucha preparación para usar estos trajes?

—Supongo que no tendrás miedo, ¿eh?

—Por supuesto que no.

—Bueno, vamos entonces.

Tim respondió a mi pregunta mientras me enseñaba cómo introducirme en el traje.

—Es verdad que se necesita mucha preparación para maniobrar uno de éstos, de modo que no te permitiré que lo intentes siquiera. Tendrás que quedarte quieto adentro y seguirme. Estarás tan seguro como aquí, siempre que no toques los gobiernos. Para asegurarme de ello, los pondré en cero.

Me resentí un poco, mas no dije nada; al fin y al cabo, él era el que mandaba.

Para la mayoría de la gente el término «traje espacial» significa algo así como un traje de buzo con el que el hombre puede caminar y emplear los brazos. Naturalmente, los trajes de este tipo se usan en lugares como la Luna; pero en una estación del espacio, donde no existe la gravedad, las piernas no son de gran utilidad, ya que en el exterior es necesario trasladarse por medio de disparos de cohetes pequeños.

Por esta razón, la parte inferior del traje no es más que un cilindro rígido. Cuando me introduje en él descubrí que podía usar los pies sólo para hacer funcionar algunos pedales de control, los que me cuidé de no tocar. Había dentro un asiento pequeño, y la bóveda transparente que cubría la parte superior del cilindro me permitía ver perfectamente. Descubrí luego que podía usar las manos y los brazos. Debajo de la barbilla tenía un pequeño tablero con algunas perillas y medidores. Si quería tocar algo fuera del traje, debía introducir las manos en unas mangas flexibles terminadas en guantes que, aunque parecían muy bastos, permitían efectuar trabajos realmente delicados.

Tim tocó algunas de las palancas que tenía el traje y me colocó la bóveda transparente sobre la cabeza. En seguida me sentí como si me hallara dentro de un ataúd dotado de una mirilla. Después eligió un traje para sí y lo unió al mío por medio de un delgado cordel de nylon. A nuestras espaldas cerróse la puerta interior de la cámara de compresión y a poco oí la vibración de las bombas que dirigían el aire hacia el interior de la estación. Las mangas de mi traje comenzaron a ponerse rígidas, mientras que Tim me dirigía la palabra y su voz me llegaba desfigurada luego de atravesar ambos cascos.

—Todavía no conectaré la radio, pues aun puedes oírme. Escucha. —Hizo una pausa y empleó la fórmula acostumbrada para las pruebas de radio—: Probando: Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

Al llegar al cinco empezó a apagarse su voz, y cuando estaba en el nueve ya no pude oírla más, aunque vi que seguía moviendo los labios. Ya no había suficiente aire para que se esparcieran las ondas de sonido. El silencio resultaba impresionante, y me sentí aliviado cuando entró en funcionamiento la radio de mi traje.

—Ahora voy a abrir la puerta exterior. No hagas ningún movimiento; yo me ocuparé de todo.

Se abrió con lentitud la gran puerta exterior y sentí un leve tirón al escaparse hacia afuera los últimos vestigios de aire. Frente a mí vi un círculo de estrellas y a un costado alcancé a atisbar el reborde nebuloso de la Tierra.

—¿Listo? —preguntó Tim.

—Listo —repuse, esperando que mi voz no traicionara mi nerviosidad.

El cordel de nylon se puso tenso al entrar en funcionamiento los cohetes de Tim, y poco después salimos volando por la abertura. Fué aquélla una sensación aterradora, empero no me la hubiera perdido por nada del mundo. Aunque las palabras «arriba» y «abajo» no tenían allí significado alguno, me pareció que salía flotando por un agujero practicado en una gran pared de metal y que la Tierra se hallaba abajo y a gran distancia. Me dijo mi razón que estaba perfectamente seguro, pero el instinto me gritaba: «Estás por caer ochocientos kilómetros hacia la Tierra».

En verdad, cuando la Tierra llenó la mitad del cielo, me resultó difícil no considerar que la tenía debajo. En ese momento nos hallábamos a la luz del sol, pasando sobre África, y pude ver el Lago Victoria y las grandes selvas del Congo. Me pregunté qué habrían pensado Livingstone y Stanley si hubieran sabido que un día volarían los hombres a través del Continente Negro a veinticinco mil kilómetros por hora. Y la época de aquellos dos exploradores estaba sólo a doscientos años de la nuestra. No se puede negar que aquellos dos últimos siglos vieron adelantar mucho a la especie humana…

Aunque resultaba fascinador mirar hacia la Tierra, descubrí que me mareaba un poco, de modo que me volví en mi traje para concentrarme en la estación. Tim me había remolcado ya a cierta distancia de ella, y nos hallábamos casi entre las naves que la rodeaban. Traté de olvidar la Tierra, y ahora que no la veía ya, me pareció muy natural considerar que era la estación la que tenía debajo.

Esto es algo que todos debemos aprender en el espacio. Se puede llegar a sufrir enorme confusión si no se halla algo a lo que pueda considerarse como punto de partida y base de las excursiones. Lo importante es elegir la dirección más conveniente, según sea lo que esté uno haciendo en el momento.

Llevábamos suficiente velocidad como para hacer el viaje en el tiempo razonable, de modo que Tim detuvo el funcionamiento de sus cohetes y fué mostrándome los alrededores mientras seguíamos avanzando impulsados por el primer envión. Aquella vista aérea de la estación completó la idea que me había hecho ya con mi visita al interior, y comencé a tener la idea de que ya la conocía.

El borde exterior no era más que una maraña de vigas y caños extendidos en el espacio. Aquí y allá había enormes cilindros, talleres dotados de atmósfera propia y lo bastante espaciosos como para contener a dos o tres hombres. En ellos se efectuaban los trabajos que era imposible hacer en el vacío.

Cerca de allí flotaba una nave espacial desarmada a medias y asegurada a la estación por un par de cuerdas que en la Tierra no habrían bastado para sostener el peso de un hombre. Varios mecánicos que vestían trajes como los nuestros trabajaban en el casco. Me hubiera gustado oír su conversación y averiguar lo que hacían, pero empleaban una longitud de onda diferente de la nuestra.

—Voy a dejarte aquí un minuto —me dijo Tim, soltando el cordel para atarlo a la viga más cercana—. No hagas nada hasta que regrese.

Me pareció una tontería eso de quedar allí flotando como un globo cautivo, y me alegré de que nadie se fijara en mí. Mientras aguardaba experimenté con los guantes de mi traje y traté en vano de hacer un nudo sencillo en el cordel de nylon. Tiempo después supe que era posible hacer esas cosas, pero que se requería mucha práctica. Por cierto que los operarios que trabajaban allí cerca parecían manejar sus herramientas sin la menor dificultad a pesar de sus guantes.

De pronto comenzó a oscurecer. Hasta ese momento, la estación y su cohorte de navíos siderales habían estado bañados en una luz tan cegadora que no me había atrevido yo a dirigir la vista hacia los lugares donde daba de lleno el Sol. Pero ahora pasaba el astro rey hacia detrás de la Tierra mientras entrábamos nosotros en la parte sombreada del planeta. Volví la cabeza y vi un espectáculo tan maravilloso que me quedé sin aliento. La Tierra era ahora un enorme disco negro que eclipsaba las estrellas, aunque a lo largo de uno de sus bordes veíase un glorioso arco de luz dorada que se iba empequeñeciendo a medida que lo miraba. Observé la línea del ocaso que se extendía por espacio de mil kilómetros a través de África. En su centro había un gran halo de luz cegadora, donde aun era visible una parte del Sol, el que se fué hundiendo rápidamente hasta desaparecer; sus últimos destellos se contrajeron en seguida a lo largo del horizonte y cedieron al fin su puesto a las sombras. Todo ello no duró más de dos minutos, y los que trabajaban a mi alrededor no le prestaron la menor atención. Al fin y al cabo, todos nos acostumbramos con el tiempo a los espectáculos más maravillosos, y la estación giraba alrededor de la Tierra con tal rapidez que esos ocasos se repetían cada cien minutos.

No reinaba una oscuridad completa, pues la Luna estaba en cuarto menguante y el cielo veíase cubierto de millones de estrellas, todas las que brillaban sin titilar en lo más mínimo. Debido a esto me pregunté cómo era posible que se hablara de la «negrura» del espacio.

Tan entretenido estaba buscando en vano otros planetas que no noté siquiera el regreso de Tim hasta que sentí un tirón del cordel. Lentamente regresamos hacia el centro de la estación, moviéndonos en medio de un silencio completo. Cerré los ojos durante unos segundos y al abrirlos no vi que hubiera cambiado la escena. Allí estaba el disco umbrío de la Tierra en la que vi relucir los océanos a la luz de la Luna. Aquella misma luz hacía brillar las vigas a mi alrededor como hilos plateados en una telaraña fantasmal salpicada de innumerables estrellas. En ese momento comprendí que al fin había llegado al espacio y que la vida no volvería ya a ser la misma para mí.

3. El «
Estrella Matutina
»

—¿Sabes cuál fué la dificultad mayor que tuvimos en la Estación Número Cuatro? —preguntó Norman Powell.

—No —contesté, como se esperaba de mí.

—Los ratones —declaró en tono solemne—. Lo creas o no, eran los ratones. Se escaparon algunos del laboratorio, y antes de que supiéramos qué pasaba, se habían multiplicado enormemente y estaban por todas partes.

—No creo una sola palabra —intervino Ronnie Jordan.

—Eran tan pequeños que se metían en todos los conductos de aire —continuó Norman sin prestarle atención—. Se los oía andar por todas partes cuando acercaba uno la oreja a las paredes. No necesitaban abrir agujeros, pues los había ya a montones, y ya imaginarán lo que pasó con la ventilación. Pero al fin acabamos con ellos. ¿Y saben cómo lo hicimos?

—Pidieron prestados un par de gatos.

Norman lanzó a Ronnie una mirada desdeñosa.

—Se probó eso, pero a los gatos no les gusta la falta de gravedad. No servían para nada y los ratones solían reírseles en los mostachos. No: usaban búhos. ¡Tendrían que haberlos visto volar! Naturalmente, las alas les fueron muy útiles, y solían hacer las cosas más fantásticas. En muy pocos meses terminaron con todos los ratones.

Hizo una pausa al tiempo que exhalaba un suspiro.

—Claro que después tuvimos el problema de librarnos de los búhos. Para ello…

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