Islas en el cielo (7 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Ronnie era el más joven de los aprendices, y me llevaba unos dos años de ventaja. Era un australiano rubio y lleno de energía que había pasado casi toda su vida en Europa, como resultado de lo cual hablaba tres o cuatro idiomas y pasaba a veces de uno a otro sin darse cuenta de ello.

Bien humorado y alegre, daba la impresión de no haberse acostumbrado nunca a la ausencia de gravedad y de considerar esto como algo muy gracioso. Por esto estaba siempre haciendo experimentos nuevos como el de fabricar un par de alas y ver cómo volaba con ellas. No lo hacía muy bien, pero quizá debíase esto a que las alas no estaban bien confeccionadas. Debido a su exuberante vigor y espíritu travieso, estaba siempre buscando pendencia y peleando en broma con sus compañeros. Puedo asegurar de paso que una pelea en un lugar donde no existe la gravedad es algo fascinador.

El primer problema consiste en atrapar al oponente, lo cual no es fácil, pues si el otro se rehúsa a colaborar, puede escapar en cualquier dirección. Pero aunque decida entrar en el juego, hay otras dificultades. Es casi imposible pelear a puñetazos, ya que el primer golpe lo envía a uno volando por el espacio, razón por la cual la única forma práctica de combate es la lucha. Por lo general se inicia estando los dos contrincantes flotando en el aire, lo más lejos posible de objetos sólidos. Se toman luego de las muñecas, con los brazos extendidos…, y luego resulta muy difícil ver exactamente lo que sucede, ya que empiezan a batir el aire con los brazos y girar lentamente por todos lados. Según las reglas del juego, gana el que pueda retener a su oponente contra una pared mientras se cuenta hasta cinco. Esto es más difícil de lo que parece, pues el contrario no tiene más que dar un buen envión para salir volando con su apresador. Por otra parte, como no hay fuerza de gravedad, no puede uno sentarse sobre la víctima hasta cansarla con el peso de su cuerpo. Mi primer encuentro con Ronnie ocurrió a consecuencia de una discusión política. Tal vez parezca raro que en el espacio se tenga en cuenta la política de la Tierra. En cierto modo el asunto no interesa; por lo menos nadie se preocupa de que sea uno ciudadano de la Federación Atlántica, la Unión Panasiática o la Confederación del Pacífico; pero se suscitaban vivas discusiones respecto a cuál era el mejor país para vivir, y como la mayoría habíamos viajado mucho, cada uno tenía una idea diferente al respecto.

Cuando dije a Ronnie que estaba hablando tonterías, me respondió que lo había insultado, y antes de que me diera cuenta de lo que pasaba, me tenía apretado contra un rincón mientras Norman Powell contaba lentamente hasta diez para darme una oportunidad de defenderme. No pude escapar porque mi antagonista había afianzado bien las piernas contra las dos paredes que formaban el rincón de la cabina.

La vez siguiente me fué un poco mejor, aunque Ronnie volvió a ganar con facilidad. No sólo era más fuerte que yo: también poseía más habilidad que yo para aquellas cosas.

Empero, al fin logré ganarle una vez. Tuve que formular un cuidadoso plan de campaña y en ello me ayudó quizás el hecho de que Ronnie confió excesivamente en su pericia.

Comprendí que si le dejaba acorralarme estaría perdido, ya que me apretaría contra las paredes cuando nos encontráramos. Por otra parte, si me quedaba en el centro de la cabina, su superioridad física y su mayor habilidad me pondría en seguida en situación desfavorable. Por lo tanto era necesario apelar a alguna treta para equilibrar la ventaja.

Pensé mucho en el problema antes de hallarle solución, y luego practiqué bastante en los momentos en que me hallaba a solas, pues necesitaba calcular muy bien todos mis movimientos.

Al fin creí estar listo. Nos hallábamos sentados a una mesa fija a uno de los costados de la cabina del
Estrella Matutina
en lo que generalmente se consideraba como el piso. Ronnie estaba frente a mí y hacía un rato que discutíamos, por lo que adiviné que se produciría la pelea en cualquier momento. Cuando comenzó a desprenderse el cinturón de seguridad, comprendí que había llegado el momento de emprender vuelo.

Acababa de soltarse cuando le grité:

—¡Ven a atraparme!

Acto seguido me lancé hacia el «techo», que estaba a cinco metros de distancia. Esto era lo que había ensayado muy cuidadosamente. Una vez que hubo calculado mi rumbo, Ronnie se lanzó en mi seguimiento.

Donde no existe la gravedad, una vez que se ha lanzado uno por un curso definido, es imposible detenerse hasta que se golpea contra algo. Ronnie esperaba encontrarse conmigo en el techo; lo que no esperaba era que no llegara yo hasta allí. La verdad es que había tomado la precaución de enganchar un pie en un cordel que de antemano tenía asegurado al piso. No acababa de elevarme más que un par de metros cuando me detuve de pronto, volviendo a mi punto de partida. Ronnie no pudo hacer otra cosa que seguir viaje. Tanto le sorprendió verme volver que rodó sobre sí mismo mientras ascendía para enterarse de lo sucedido, y fué entonces cuando dió contra el techo con bastante fuerza. No se había recobrado de la sorpresa cuando volví a lanzarme hacia lo alto, y esta vez no estaba ya prendido del cordel. Ronnie estaba todavía medio atontado cuando llegué hasta él con la velocidad de un meteoro. No pudo apartarse a tiempo, de modo que le dejé sin aliento del primer golpe, tras de lo cual me resultó fácil retenerlo contra el techo mientras duró la cuenta. Es más, Norman llegó hasta diez antes de que mi contrincante diera señales de vida.

Tal vez no fué aquélla una gran victoria, y varios de los muchachos opinaron que había hecho trampa. No obstante, nada decían las reglas respecto al empleo de aquellas tretas.

Nuestros otros entretenimientos no eran tan bruscos. Jugábamos mucho al ajedrez, con piezas imantadas, pero como no tengo habilidad para ese juego, no solía practicarlo. El único en el que triunfaba a menudo era el de la «natación», no en el agua, por supuesto, sino en el aire.

Era esto tan agotador que no solíamos hacerlo con frecuencia. Se necesitaba un espacio bastante amplio, y los competidores empezaban flotando en hilera, bastante lejos de la pared más próxima. El juego consistía en llegar a la meta impulsándose uno con movimientos de brazos y piernas de manera muy semejante a lo que hacen los nadadores en e agua. No sé por qué, era yo más hábil en esto que los otros, cosa rara, ya que no soy un buen nadador.

Empero, no debo dar la impresión de que pasábamos todo nuestro tiempo en el
Estrella Matutina
. Hay trabajo de sobra para todos en una estación espacial, y quizá sea por esto que el personal aprovecha lo más posible su tiempo libre. Además, y este detalle curioso no es conocido por todos, teníamos más oportunidades de divertirnos porque necesitábamos muy poco descanso, cosa muy lógica en lugares donde no existe la gravedad. En todo el tiempo que pasé en el espacio, creo que no necesité más de cuatro horas de sueño continuo por día.

Una de mis preocupaciones principales era no perder ninguna de las conferencias del comandante Doyle, aun cuando había otras cosas que deseaba hacer. Tim me advirtió con mucho tacto, diciéndome que haría buena impresión si asistía siempre a ellas…, y, de todos modos, el comandante hablaba muy bien. Puedo asegurar que jamás olvidaré su charla sobre meteoros.

Al recordarla, esto me resulta curioso, ya que pensé que la clase sería muy aburrida. La iniciación fué bastante interesante, pero muy pronto pasó el orador a referirse a estadísticas y tablas demasiado complicadas para mí. Ya sabemos todos que los meteoros son partículas diminutas de materia que viajan por el espacio y se tornan incandescentes a causa de la fricción cuando llegan a la atmósfera terrestre. En su gran mayoría son mucho más pequeños que granos de arena; pero a veces llegan hasta la Tierra algunos que pesan varios kilos, y en ocasiones muy raras caen en el planeta meteoros gigantes, de no menos de mil toneladas, que causan daños considerables.

En los primeros días de la conquista del espacio había muchas personas a las que amedrentaban en extremo los meteoros. No se daban cuenta de lo grande que es el espacio y creían que al salir de la capa protectora de la atmósfera se expondrían a un continuo tiroteo. Actualmente estamos mejor enterados; aunque los meteoros no son un peligro serio, ocasionalmente llegan algunos pequeños que atraviesan las estaciones o las naves, y es necesario tomar las precauciones del caso.

Me distraje por completo mientras el comandante hablaba de huestes enormes de meteoros y cubría el pizarrón con rápidos cálculos en los que demostraba el porcentaje mínimo de materia sólida existente entre los planetas. Me interesé más cuando comenzó a explicar lo que sucedería si llegábamos a recibir el impacto de un meteoro.

—Deben recordar que, debido a su velocidad, los meteoros no se parecen en absoluto a objetos tan lentos como las balas de un arma de fuego que avanzan apenas a mil seiscientos metros por segundo. Si un meteoro pequeño da contra un objeto sólido, aunque sea éste un trozo de papel, se transforma de inmediato en una nube de vapor incandescente. Ésa es una de las razones por las cuales tiene esta estación un casco doble; la capa exterior nos da una protección casi completa contra los meteoros que podrían llegar basta aquí.

»Pero existe una posibilidad remota de que uno de los grandes atraviese ambas paredes y produzca un orificio de dimensiones regulares. Sin embargo, no hay gran peligro. Naturalmente, comenzaría a escapar el aire; pero todos los compartimientos que dan al exterior tienen uno de estos discos.

Levantó la mano para mostrar un disco que se asemejaba mucho a la cubierta de una olla y el que estaba provisto de una guarnición de goma. A menudo había visto aquellos discos amarillos adosados a las paredes de la estación, aunque en ningún momento les di mayor importancia.

—Con esto se pueden obstruir agujeros de hasta quince centímetros de diámetro. No hay más que colocarlos contra la pared, cerca del orificio, y hacerlo correr hasta que lo cubra por completo. No intenten nunca ponerlo directamente sobre el agujero. Una vez que está en su lugar, la presión del aire lo mantendrá sujeto allí hasta que pueda efectuarse la reparación necesaria.

Así diciendo, arrojó el disco hacia los alumnos.

—Estúdienlo y vayan pasándolo —dijo—. ¿Quieren hacer alguna pregunta?

Hubiera querido inquirir qué pasaría si el agujero tenía más de quince centímetros de diámetro, pero temí que consideraran la pregunta como una broma de mal gusto. Al mirar a los otros para ver si alguno se disponía a romper el silencio, noté la ausencia de Tim Benton. Era raro que faltara a una de las clases, y me pregunté qué le habría pasado. Tal vez estaba prestando ayuda a algún otro en un trabajo urgente.

No tuve más tiempo para pensar en la ausencia de Tim, pues en ese preciso momento hubo una súbita explosión que nos ensordeció a todos en la reducida cabina. Siguió a ella el aterrador zumbido del aire que escapaba por un agujero que había aparecido como por arte de encanto en una de las paredes.

4. Piratas del espacio

Por un momento, mientras la fuerte corriente de aire nos agitaba las ropas y nos atraía hacia la pared, no pudimos hacer otra cosa que mirar con horror el orificio aparecido en la pared. Ocurrió todo con tal rapidez que no tuve tiempo para sentirme asustado. Nuestra parálisis duró un par de segundos y luego nos movimos todos a la vez. El disco estaba sobre el pupitre de Norman Powell y todos se dirigieron hacia allí. Hubo un momento de caos, tras del cual gritó Norman que le dejaran el paso libre. Después cruzó la cabina de una zancada y la corriente de aire le aprisionó de inmediato, arrojándolo contra la pared. Fascinado le observé mientras se esforzaba por evitar ser apretado contra el agujero y casi en seguida cesó el zumbido aterrador del viento. Norman había logrado deslizar la tapa sobre el orificio.

Por primera vez me volví para ver qué hacía el comandante Doyle durante la crisis. Para mi gran asombro, lo vi sentado todavía en su escritorio y, lo que es más, sonreía plácidamente mientras miraba su cronómetro. Me acudió a la mente una sospecha terrible que casi en seguida se convirtió en certeza. Los otros también lo estaban mirando en medio de un silencio muy poco agradable. Después tosió Norman y palpóse ostentosamente el codo que se golpeara contra la pared, impulsándose luego hacia su pupitre. Al llegar allí, dio rienda suelta a sus sentimientos tomando la banda elástica que sostenía sus papeles sobre el tablero y soltándola con gran fuerza. El comandante continuaba sonriendo.

—Lamento si te hiciste daño, Norman —dijo—. En realidad debo felicitarte por la prontitud con que obraste. Sólo tardaste cinco segundos en llegar al agujero, lo cual no está mal si se considera que todos se te ponían al paso.

—Gracias, señor —replicó Norman con sequedad—. ¿Pero no es un poco peligrosa la broma que nos ha gastado?

—En absoluto. Si es que quieren saber todos los detalles, les diré que al otro lado del agujero hay un caño de ocho centímetros de diámetro dotado de un cierre especial al otro extremo. Tim está allí fuera con su traje espacial, y si no hubiéramos detenido la pérdida en diez segundos, él habría cerrado el caño por el exterior.

—¿Cómo hicieron el agujero? —preguntó uno.

—Por medio de una pequeña carga explosiva —explicó el comandante.

Habíase borrado la sonrisa de sus barbados labios y le vi ponerse serio.

—No lo hice sólo por divertirme. Un día pueden verse en un apuro así, y la prueba que han pasado les servirá de lección práctica. Como han visto, un orificio de ese tamaño puede provocar una corriente de aire terrible y vaciar el aire de una cabina en menos de medio minuto. Pero es fácil de remediar si obran con rapidez y no se dejan dominar por el pánico.

Volvióse entonces hacia Karl Hasse, el que, como era uno de los mejores estudiantes, sentábase siempre en primera fila.

—Karl, ya me fijé en que fuiste tú el único que no te moviste. ¿Por qué?

Karl le respondió sin vacilar:

—Hice una deducción muy simple. La posibilidad de que nos golpeara un meteoro grande es, como explicó usted, casi inadmisible. La posibilidad de que ocurriera esto en el momento mismo en que terminaba usted de hablar del asunto me pareció absolutamente fuera de lugar. Por eso comprendí que no había peligro y que estaba usted haciendo algún experimento. Por lo tanto, me quedé aquí sentado, esperando a ver qué pasaba.

Todos lo miramos un poco avergonzados. Supongo que tenía razón, como siempre, y ese detalle no contribuía en mucho a hacerlo popular entre nosotros.

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