Islas en el cielo (21 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

—Una tormenta tropical —dije a mi amigo—. ¿Tienen algo parecido en Marte?

—Sin lluvias, por supuesto. Pero a veces tenemos tormentas de arena muy fuertes en los desiertos, y una o dos veces he visto relámpagos.

—¿Sin nubes de lluvia? —exclamé.

—Sí; se electrifica la arena. No ocurre muy a menudo, pero suele suceder.

La tormenta había quedado muy atrás y el Atlántico presentóse ante nosotros bañado en el sol del atardecer. Empero, no pudimos seguir viéndolo mucho más, pues más adelante se extendía la noche. Nos aproximábamos al hemisferio nocturno del planeta, y a poco observé una franja de sombras que se acercaba al avanzar nosotros hacia oriente. Tuve una fugaz impresión de terror al ver que nos introducíamos con derechura en aquella cortina tenebrosa, pero me repuse en seguida. En mitad del Atlántico perdimos el sol y casi en el mismo momento alcanzamos a oír el leve susurro del aire al rozar el casco.

Era un sonido fantástico que me puso los pelos de punta, ya que luego del silencio reinante en el espacio cualquier ruido parecía fuera de lugar. Fué acrecentándose poco a poco a medida que transcurrían los minutos, y recorrió toda la escala sonora, desde algo similar a un susurro lejano, hasta un alarido penetrante. Todavía estábamos a más de ochenta kilómetros de altura; mas, a la velocidad que llevábamos, hasta la atmósfera extraordinariamente tenue de aquellas regiones protestaba contra la intrusión de la nave.

Además, oponía no poca resistencia, obligándole a aminorar la marcha, mientras que los pasajeros notamos que nos echábamos algo hacia adelante, pues la deceleración nos sacaba de nuestros asientos. Aquello era lo mismo que estar sentado en un automóvil cuando se aplican los frenos con lentitud. Claro que en este caso la frenada se prolongaría durante dos horas, y daríamos una vuelta más al mundo antes de detenernos por completo.

Ya no estábamos en un navío sideral, sino en un avión. Como no había luna cruzamos África y el Océano Indico en la más completa oscuridad. La protesta del aire superior habíase convertido en un fiel acompañante de nuestro vuelo y no cambió de tono hasta que no aminoramos por completo la marcha.

Estaba mirando hacia la oscuridad exterior cuando vi debajo de mí un leve resplandor rojo. Como no tenía sentido de la perspectiva o la distancia, me pareció al principio que se hallaba a gran profundidad, y no pude imaginar qué podría ser. Tal vez se trataba de un incendio de grandes proporciones, pero deseché esta idea al hacerme cargo de que estábamos de nuevo sobre el mar. Luego di un tremendo respingo al darme cuenta de que el impresionante resplandor rojizo provenía del ala de la nave. El calor producido por el paso a través de la atmósfera la estaba tornando de un vivo color rojo.

Observé el turbador espectáculo durante varios segundos antes de convencerme de que todo marchaba bien. La tremenda energía producida por nuestro desplazamiento se convertía en calor, aunque hasta entonces jamás había imaginado que fuera tal la temperatura producida. En efecto, el resplandor acrecentábase cada vez más. Cuando acerqué la cara al vidrio, pude ver parte del borde del ala y noté que en algunos puntos tenía un tono amarillo vivo. Me pregunté si lo habrían notado los otros pasajeros o si los librillos, que yo no me molestara en leer, habíanles indicado que no debían preocuparse por el detalle.

Me alegré cuando salimos una vez más a la luz del día, encontrándonos con el amanecer sobre el Pacífico. El resplandor de las alas no era ya visible, de modo que dejó de preocuparme. Además, el esplendor del amanecer hacia el que avanzábamos a casi quince mil kilómetros por hora, me hizo olvidar todas mis otras impresiones. Desde la Estación Interior había observado el nacimiento de muchos días; pero allá arriba me hallaba alejado y no formaba parte integrante de la escena. Ahora me encontraba una vez más dentro de la atmósfera y aquellos maravillosos colores me rodeaban por completo.

Acabábamos de dar una vuelta completa a la Tierra, perdiendo más de la mitad de nuestra celeridad. Esta vez tardamos mucho más en avistar las selvas brasileñas, las que ahora pasaron por debajo con lentitud mucho mayor. Sobre la desembocadura del Amazonas continuaba descargándose la tormenta, ahora a poca distancia de nosotros, y la dejamos atrás al iniciar el último cruce del Atlántico Sur.

Después volvió a caer la noche y de nuevo vi relucir el ala incandescente en la oscuridad que circundaba la nave. Ahora parecía mucho más caliente, pero ya me había acostumbrado a aquel detalle, pues el espectáculo no me preocupó como antes. Nos hallábamos al fin en la última etapa del viaje. Ya para entonces habíamos perdido tanta velocidad que seguramente no avanzábamos con más rapidez que cualquier avión normal.

Un grupo de luces a lo largo de la costa africana nos indicó que otra vez íbamos a pasar por sobre el Océano índico. Me hubiera gustado estar en la cabina de mandos, contemplando los preparativos para el descenso al aeropuerto. El piloto habría captado ya las ondas hertzianas de guía y bajaría siguiéndolas. Cuando llegáramos a Nueva Guinea habríamos aminorado por completo la marcha y la nave no sería otra cosa que un enorme planeador que volaría por el cielo nocturno con los últimos restos de su impulso inicial.

El aviso proveniente de los altavoces interrumpió mis meditaciones.

—Piloto a pasajeros. Desembarcaremos dentro de veinte minutos.

Aun sin esta advertencia me di cuenta de que el viaje tocaba a su fin. El aullar del viento contra el casco había aminorado mucho y se notó un cambio muy perceptible de dirección al inclinarse la nave hacia abajo. Además, el resplandor rojizo del ala se apagaba rápidamente. A poco no quedaron más que unos manchones cerca del borde del ala y aun éstos desaparecieron al cabo de pocos minutos.

Todavía era de noche cuando pasamos sobre Sumatra y Borneo. De tanto en tanto pasaban de largo las luces de naves y ciudades, perdiéndose lentamente hacia el lado de proa. A intervalos frecuentes se anunciaba por el altavoz la velocidad y posición del navío. Viajábamos a menos de mil quinientos kilómetros por hora cuando pasamos por la línea oscura que era la costa de Nueva Guinea.

—¡Allí está! —susurré a John.

La nave habíase inclinado levemente, y debajo del ala vimos una gran constelación de luces muy brillantes. Con lentitud se alzó de tierra un cohete luminoso que describió un gran arco para estallar en una lluvia de chispas muy blancas. En el resplandor momentáneo alcancé a atisbar los blancos picos de las montañas que rodeaban el espaciopuerto, y me pregunté qué margen de altura nos quedaba. Sería irónico encontrar el desastre en los últimos kilómetros luego de haber viajado tanto.

Tan perfecto fué el aterrizaje que no me di cuenta del momento exacto en que tocamos tierra. En un momento dado estábamos todavía en el aire; el siguiente corrían a nuestros costados las luces de la pista. Al detenerse la nave me quedé inmóvil en mi asiento, esforzándome por hacerme a la idea de que me hallaba de nuevo en la Tierra. Después miré a mi amigo; a juzgar por su expresión, también a él le resultaba increíble la realidad.

El mozo se presentó entonces para ayudar a la gente a desprender las correas y para dar consejos de último momento. Al mirar a los atribulados pasajeros, no pude menos que experimentar cierta sensación de superioridad. Yo conocía la Tierra, pero para ellos sería todo muy extraño. Además, ya debían estar dándose cuenta de que estaban ahora en las garras de la atracción de la Tierra, que nada podrían hacer para liberarse hasta que volvieran a saltar hacia el espacio.

Como habíamos sido los primeros en entrar, fuimos ahora los últimos en salir. Ayudé a John a acarrear parte de su equipaje personal, pues le vi poco animado y deseoso de tener por lo menos una mano libre con la cual sostenerse si le fallaban las piernas.

—¡Anímate! —le dije—. Pronto andarás saltando tanto como lo hacías en Marte.

—Espero que así sea —respondió en tono melancólico—. Por el momento me siento como un inválido que ha perdido sus muletas.

Noté entonces que el señor y la señora Moore estaban muy serios al marchar cuidadosamente hacia la salida. Pero si deseaban estar de regreso en Marte, supieron ocultar muy bien sus sentimientos. Lo mismo podría decir de las chicas, las que, no sé por qué razón, parecían estar menos afectadas que nosotros.

Salimos bajo la sombra del ala, sintiendo el aire tenue de la montaña que nos daba en la cara. La temperatura era sorprendentemente elevada para ser de noche y estar a tal altitud. Después me di cuenta de que el ala seguía estando muy caliente aunque no era ya visible el resplandor.

Nos alejamos con lentitud hacia los vehículos que esperaban, y antes de entrar en el autobús que nos llevaría a los edificios del espaciopuerto, miré una vez más hacia el cielo estrellado que fuera mi hogar durante tan breve tiempo y el que, según decidí entonces, volvería a alojarme nuevamente. Allí arriba, a la sombra de la Tierra, gobernando el tránsito que iba de un mundo a otro, se hallaban el comandante Doyle, Tira Benton, Ronnie Jordan, Norman Powell y todos los otros amigos que ganara en mi visita a la Estación Interior. Recordé la promesa del comandante y me pregunté cuándo podría ir a recordársela…

John Moore esperaba pacientemente a mi lado, asido de la manija de la puerta del autobús. Al ver que contemplaba yo el cielo, siguió la dirección de mi mirada.

—No podrás ver la estación —le advertí—. Está en eclipse.

No me respondió, y vi entonces que miraba hacia el este, donde se esbozaba ya el alba en el horizonte. Muy alto entre aquellas estrellas del hemisferio sur se destacaba un lucero rojizo brillante que reconocí de inmediato.

—Mi patria —murmuró John.

Miré con fijeza aquella lucecilla roja y recordé las fotos que me mostrara John y las anécdotas que me contara. Allá arriba estaban los extensos desiertos coloreados, los antiguos lechos del mar en los que el hombre creaba nueva vida, los diminutos marcianos que quizá pertenecieran a una raza más antigua que la nuestra.

Supe entonces que no respondería a la invitación del comandante Doyle. Las estaciones espaciales se hallaban demasiado cerca de la Tierra para satisfacer mis anhelos. Aquel mundo rojo que lucía entre las estrellas había capturado por entero mi imaginación. Cuando volviera a saltar al espacio, la Estación Interior sería sólo el primer escalón de mi camino hacia los planetas.

ARTHUR C. CLARKE, (Arthur Charles Clarke; Minehead, Inglaterra 1917 - Colombo, Sri Lanka 2008). Escritor británico, autor de notables novelas y relatos de ciencia ficción en las que destaca la presencia de una cierta reflexión de talante filosófico. Interesado por la ciencia desde niño, no dispuso de recursos para seguir una carrera universitaria. Su participación en la Segunda Guerra Mundial, alistado en la Royal Air Force, le permitió sin embargo entrar en contacto con la nueva tecnología del radar.

Durante la contienda publicó sus primeros relatos sobre la conquista del espacio y, en un artículo aparecido en 1945 y acogido con escepticismo por los especialistas, predijo detalladamente el uso de un sistema de satélites para las telecomunicaciones. En estos primeros años como escritor usó el seudónimo de Charles Willis en tres ocasiones, y una vez el de E. G. OBrien. Es especialmente conocido por obras como
Claro de Tierra
(
Earthlight
, 1955),
Naufragio en el mar selenita
(
A Fall of Moondust
, 1961) y
Las fuentes del paraíso
(
The Fountains of Paradise
, 1979).

Sobre la base de uno de sus cuentos cortos,
El centinela
(
The Sentinel
, 1951), preparó junto con S. Kubrick el guión para el filme de este último
2001: una odisea del espacio
, que apareció también como libro en 1968 y del que luego publicó dos secuelas en 1983 y 1988. El relato de Clarke insistía en la aparición de unas mentes superiores que, desde fuera de nuestra galaxia, se hacían indirectamente presentes en la Historia humana.

A la vez que empezó a ser reconocido como autor de ciencia ficción, desarrolló un considerable interés por la exploración submarina en Ceilán (la actual Sri Lanka), y relató sus experiencias en este campo en una serie de libros de los que el primero fue
La costa de coral
(
The Coast of Coral
, 1956). En 1980 ganó el premio Hugo de novela por
Las fuentes del paraíso
. Poco después, una enfermedad degenerativa del sistema nervioso lo incapacitó para la escritura. Sin embargo, en 1989 publicó Días increíbles: una autobiografía de ciencia-ficción.

Clarke representa, como R. Bradbury, una corriente trascendentalista de la ciencia-ficción, en la que se expresa una visible nostalgia de la presencia divina en el cosmos. Otras obras del autor son
Odisea tres
,
Cánticos de la lejana Tierra
,
3001: odisea final
,
Cuentos del planeta Tierra
,
El león de Comarre
,
Tras la caída de la noche
y
Cita con Rama
.

Notas

[1]
El autor se refiere a la nave «
Skylark
», de E. E. ‘Doc’ Smith. Esta nave, que aparece en las cuatro novelas conocidas como la serie de «
La Alondra del Espacio
», es una especie de planetoide similar al «orbimotor» de Ignotus o el «
Valera
» de G. H. White.
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