Islas en el cielo (20 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Me dije entonces: «Espero saber un poco más sobre Marte de lo que saben ustedes respecto a la Tierra». Estaba por explicar que no hay tigres en nuestras ciudades cuando sorprendí a Ruby que hacía un guiño a su hermano, y caí en la cuenta de que me habían estado tomando el pelo desde el principio.

Después nos fuimos a almorzar todos juntos en el gran salón comedor, donde me sentí algo incómodo. Luego empeoré aún más las cosas olvidándome de la fuerza de gravedad y dejando caer un vaso de agua al suelo. Empero, se rieron todos con tal simpatía que en seguida me repuse del mal momento. El único fastidiado fué el mozo que tuvo que limpiar el piso.

Durante el resto de mi breve permanencia en la Estación Residencial pasé casi todo mi tiempo con los Moore. Por sorprendente que parezca, fué allí donde vi algo que pasara por alto en mis otros viajes. Aunque había visitado varias estaciones espaciales, no había tenido oportunidad de ver cómo se construían. Ahora pudimos presenciar esta operación, y sin molestarnos en vestir trajes espaciales. Estaban ampliando el hotel, y desde las ventanas del piso de «Dos tercios», pudimos observar todo el trabajo. Aquí teníamos algo que podría explicar a mis nuevos amigos. Eso sí, no les dije que, dos semanas atrás, el espectáculo habría sido tan extraño para mí como lo era ahora para ellos.

Al principio nos aturdió un poco el hecho de que diéramos una vuelta completa cada diez segundos, y las chicas se marearon un poco al ver las estrellas pasar con rapidez frente a los ventanales. Empero, la ausencia absoluta de vibraciones permitió hacer de cuenta —tal como ocurre en la Tierra— que éramos nosotros los que estábamos inmóviles y las estrellas las que giraban.

La futura ampliación era todavía una masa de vigas cubiertas parcialmente por las hojas de metal. Aun no la habían puesto a girar, pues esto habría dificultado muchísimo la construcción. En aquellos momentos flotaba a unos ochocientos metros de nosotros y había junto a la misma un par de naves-cohetes de carga. Cuando estuviera terminada, la acercarían a la estación y la harían girar sobre su eje por medio de pequeños motores de cohete. No bien concordaran con exactitud las dos velocidades giratorias, se unirían ambas partes y la Estación Residencial habría doblado su longitud.

Una cuadrilla de obreros especializados retiraba en ese momento una viga enorme de la bodega de un navío-cohete. La viga medía unos doce metros de largo, y aunque no pesaba nada allí en el espacio, su masa o inercia era la misma que sobre la tierra. Requería de un esfuerzo considerable ponerla en movimiento, y un esfuerzo similar el detenerla. Los obreros trabajaban dentro de lo que en realidad eran naves espaciales diminutas, cilindros delgados de tres metros de largo munidos de cohetes de baja potencia y escapes direccionales. Maniobraban con éstos de manera habilísima, avanzando o desplazándose y deteniéndose con la máxima exactitud. Los ingeniosos mecanismos de manejo y los brazos metálicos articulados de que estaban provistos les permitían efectuar sus tareas con tanta facilidad como si emplearan sus propias manos.

Dirigía el equipo un capataz instalado en una cabina atmosférica fijada a las vigas de la parte ya terminada. Al moverse de un lado a otro al conjuro de sus órdenes, manteniendo un ritmo perfecto, aquellos hombres me recordaron un cardumen de pececillos dorados en una pecera. En verdad, bajo los reflejos del sol y encerrados como estaban en sus cilindros, parecían extraños habitantes del fondo del mar.

La viga habíase alejado ya de la nave que la llevara desde la Luna, y dos de los obreros se apoderaron de ella para remolcarla con lentitud hacia la estación. Me pareció que aplicaron los frenos demasiado tarde; pero quedó un espacio libre de quince centímetros entre la viga y el armazón cuando hubieron completado la maniobra. Después regresó uno de ellos para ayudar a sus colegas con la descarga, mientras que el otro seguía empujando la viga hasta que tocó ésta el resto de la estructura. Después colocó los pernos y se puso a ajustarlos. Tan ágiles eran sus movimientos que de inmediato me di cuenta de la tremenda pericia que debían poseer aquellos hombres.

Antes de seguir viaje a la Tierra era necesario pasar un período de doce horas en el piso «Gravedad completa», o sea el cilindro exterior de la estación. Así, pues, una vez más descendí por una de aquellas raras escaleras, sintiendo que mi peso se acrecentaba con cada paso. Cuando hube llegado abajo, se me aflojaron por completo las piernas y me resultó difícil creer que era ésta la gravedad normal que soportara toda mi vida.

Los Moore me habían acompañado, y sintieron el cambio aún más que yo. La atracción era tres veces mayor que la de Marte, y dos veces tuve que sostener a John para que no cayera. La tercera vez no logré hacerlo y los dos fuimos a parar al suelo. Tan cariacontecidos nos quedamos que tras un minuto de silencio rompimos a reír al ver nuestras respectivas expresiones.

Durante un momento permanecimos sentados sobre el piso de goma, cobrando fuerzas para una nueva tentativa, con la que tuvimos mejor suerte. Para gran disgusto de John, el resto de su familia lo pasó mucho mejor que él.

No podíamos irnos del hotel sin ver uno de sus detalles más importantes. El piso «Gravedad completa» contaba con una piscina de natación cuya fama había cundido por todo el sistema solar.

Era famosa por no ser recta su superficie. Como he explicado, debido a que la «gravedad» de la estación era causada por su movimiento giratorio, la vertical de cualquier punto señalaba hacia el eje central. Por lo tanto, cualquier masa de agua libre tenía una superficie cóncava que imitaba la forma de un cilindro hueco.

No pudimos resistir a la tentación de meternos en la piscina, y no sólo porque al flotar soportaríamos mejor nuestro peso. Aunque me había acostumbrado a ver muchas cosas raras en el espacio, me resultó extraordinario estar con la cabeza sobre la superficie del agua y mirar a lo largo de la superficie. En una dirección, paralela al eje de la estación, la superficie era perfectamente recta; pero en la otra se curvaba hacia arriba en ambos lados. Más aun, al borde de la piscina, el nivel del agua estaba mas alto que mi cabeza, de modo que tuve la impresión de flotar dentro de una gran ola inmovilizada y temí que en cualquier momento descendiera el líquido al allanarse la superficie. Mas no sucedió así, pues la situación era normal en aquel extraño campo gravitacional.

No pudimos quedarnos en la piscina todo lo que hubiéramos querido, pues poco después comenzaron a llamarnos por los altavoces y me hice cargo de que llegaba el momento de partir. Se pedía a los pasajeros que prepararan su equipaje y se reunieran en el vestíbulo principal de la estación. Sabía yo que los colonizadores proyectaban una especie de fiesta de despedida, y aunque la misma no me concernía, me interesó el hecho lo bastante como para participar de la reunión. Luego de hablar con los Moore, había comenzado a tenerles mucho afecto y a comprender mejor sus puntos de vista.

Fué algo melancólica la reunión que se efectuó unos minutos después, y sus asistentes no eran ya los colonizadores arrojados que exploraran un nuevo mundo. Comprendían que muy pronto estarían divididos en un planeta extraño, entre millones de otros seres humanos que vivían de manera muy diferente a la de ellos. Toda su charla de «volver al hogar» parecía no tener objeto, y ahora sentían nostalgia por el planeta Marte.

Al escuchar sus despedidas y conversaciones, tuve que compadecerlos un poco…, y también me compadecí a mí mismo, pues en pocas horas me despediría yo también del espacio infinito.

12. La vuelta al hogar

Había viajado solo desde la Tierra, pero regresaba ahora muy bien acompañado, ya que eran casi cincuenta los pasajeros que esperaban la partida hacia el planeta. Tal era el pasaje del primer cohete: el resto de los colonizadores bajaría en los viajes siguientes.

Antes de salir del hotel nos entregaron una serie de librillos llenos de instrucciones y advertencias acerca de las condiciones imperantes en la Tierra. Supuse que no tendría necesidad de leer todo esto, pero me alegré de obtener otro recuerdo de mi visita. No hay duda de que era una buena idea aquello de entregar los librillos a esta altura del viaje, ya que los pasajeros se entretuvieron tanto leyendo que no pensaron en otra cosa hasta haber desembarcado.

La cámara de compresión no daba cabida más que a una docena de personas a la vez, de modo que tardamos bastante en pasar todos. A medida que cada grupo salía de la estación, se hacía girar la cámara en sentido contrario a su movimiento de rotación normal; después era necesario conectarla a la nave que aguardaba, desconectarla de nuevo cuando hubieran pasado los pasajeros y reanudar toda la operación por segunda vez.

El ferry de la Tierra era la nave sideral más espaciosa que había visitado. Tenía una gran cabina para los pasajeros y varias hileras de asientos en los que debíamos permanecer amarrados durante el viaje. Como tuve la suerte de ser uno de los primeros en subir a bordo, pude ocupar un asiento próximo a uno de los ojos de buey. La mayoría de mis compañeros no tenía otra cosa que mirar que las caras de sus vecinos y los librillos que les dieran para leer.

Aguardamos casi una hora hasta que se completó el pasaje y se hubieron ubicado los bultos. Después anunciaron los altavoces que partiríamos al cabo de cinco minutos. La nave habíase desconectado ya de la estación y se había apartado de ella un centenar de metros.

Siempre tuve la idea de que el regreso a la Tierra sería una desilusión luego de lo emocionante del primer viaje. Es verdad que la sensación fué diferente, mas no por ello menos atractiva. Hasta el momento habíamos estado, si no más allá de la atracción del planeta, por lo menos situados en una órbita tan veloz que la Tierra no podría capturarnos con sus garras invisibles. Pero ahora íbamos a perder aquella velocidad dentro de la que nos sentíamos tan seguros y descenderíamos hasta entrar de nuevo en la atmósfera para ir describiendo una larga espiral que terminaría sobre la superficie terráquea. Si bajábamos de manera demasiado empinada, la nave podría cruzar el cielo a la manera de un meteoro y hallar el mismo fin al arder con la fricción.

Miré a los rostros de mis compañeros. Quizá los colonizadores abrigaban los mismos pensamientos que yo. Tal vez se preguntaban qué encontrarían en el planeta que tan pocos de ellos habían visto. Esperé que ninguno se sintiera desilusionado.

Finalmente oímos tres notas musicales que advertían el momento de la partida. Cinco segundos más tarde comenzaron a funcionar los motores con suavidad, acrecentando su rugir hasta llegar al punto máximo. Vi a la Estación Residencial que se iba quedando atrás, destacándose su gigantesco cilindro sobre el fondo de las estrellas. Después se me formó un nudo en la garganta cuando vi el laberinto de vigas y cámaras atmosféricas en que se hallaban tantos de mis amigos. Aunque era inútil hacerlo, no pude menos que agitar la mano en señal de despedida. Al fin y al cabo, sabían que me hallaba a bordo de la nave y quizá me vieran a través de la ventanilla.

Ahora iban quedándose atrás los dos componentes de la Estación Interior y muy pronto quedaron fuera de la vista al pasar por debajo de la gran ala del ferry. Resultaba difícil comprender que en realidad éramos nosotros los que perdíamos velocidad, mientras que la estación continuaba su marcha invariable. A medida que nos fuéramos quedando atrás, empezaríamos a caer hacia Tierra en una larga curva que nos llevaría al otro lado del planeta antes de haber entrado en la atmósfera.

Luego de un período sorprendentemente breve se detuvieron de nuevo los motores. Ya nos habíamos librado de la velocidad necesaria; el resto lo haría la fuerza de gravedad. La mayor parte de los pasajeros estaban absortos en la lectura, pero yo decidí lanzar mi última mirada hacia las estrellas desprovistas del velo eterno de nuestra atmósfera.

La nave apuntaba ahora en dirección opuesta a la que llevaba la órbita y era necesario hacerla girar a fin de que entrara de proa en la atmósfera. Había tiempo de sobra para efectuar esta maniobra, y el piloto la realizó despaciosamente por medio de los cohetes direccionales colocados al extremo de las alas. Desde mi asiento pude ver las breves columnas de neblina que partían de los escapes, mientras que las estrellas giraban a nuestro alrededor con gran lentitud. Pasaron diez minutos antes de que nos detuviéramos de nuevo, ahora con la proa de la nave apuntando directamente hacia el este.

Todavía nos hallábamos a unos ochocientos kilómetros de altura sobre el Ecuador, avanzando a casi treinta mil kilómetros por hora, aunque ahora descendíamos lentamente hacia Tierra. Al cabo de treinta minutos habríamos entrado en la capa atmosférica.

Como John era mi vecino, tuve oportunidad de demostrar mis conocimientos de geografía.

—Allí abajo está el Océano Pacífico —le dije, y algo me impulsó a agregar con muy poco tacto—: Se podría meter en él a Marte sin tocar ninguna de las costas.

Empero, mi amigo estaba tan fascinado por la gran extensión de agua que no se acordó de ofenderse. Aquél debe haber sido un espectáculo impresionante para alguien que había pasado su vida en un planeta sin mares. En Marte no hay siquiera lagos, y sólo se cuenta con algunas lagunas de muy poca profundidad que se forman alrededor de los casquetes del polo durante el verano. Y ahora veía John un océano que se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista en los cuatro puntos cardinales.

—Mira allá —le dije—. Aquello que ves es la costa de Sud América. Es difícil que estemos a más de trescientos kilómetros de altura.

Siempre en el silencio más completo continuó la nave cayendo hacia Tierra y pasando por sobre el océano. Los que podían mirar por las ventanillas habían abandonado la lectura, y compadecí a los pasajeros situados en el centro de la cabina, desde donde no podían observar el paisaje de abajo.

En pocos segundos dejamos atrás la costa de Sud América y avistamos al frente las grandes selvas del Amazonas. Allí existía la vida en una escala que jamás pudo haber igualado el planeta Marte, ni siquiera en sus primeras épocas. Miles de kilómetros cuadrados de atestadas junglas, incontables arroyos y grandes ríos pasaban por debajo de nosotros con tal rapidez que se perdían de vista de inmediato.

Vimos ensancharse el caudaloso río al pasar sobre su curso. Nos acercábamos al Atlántico, que debía haber sido visible ya, pero que estaba oculto por una bruma espesa. Al pasar sobre la desembocadura del Amazonas noté la furiosa tormenta que se descargaba allá abajo. De vez en cuando brillaban relámpagos entre las nubes y era fascinador ver suceder todo aquello en el más completo silencio.

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