Islas en el cielo (19 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Así fué cómo pasé mi primera noche en la Estación Residencial. A mi alrededor se hallaban los viajeros que regresaban de mundos lejanos y podían relatarme extrañas aventuras, pero todo ello esperaría hasta mañana. Por el momento aprovecharía una de las satisfacciones que sólo era posible obtener donde existiera la gravedad; me introduciría en una gran masa de agua que no intentaría volar para convertirse en una gigantesca gota de lluvia errabunda.

11. El motel de las estrellas

Estaba ya avanzada la «tarde» cuando llegué a la Estación Residencial. Allí habían ajustado el tiempo al ciclo de noches y días existente en nuestro planeta, de modo que cada veinticuatro horas se amenguaban las luces, descendía el silencio y todos los huéspedes íbanse a la cama. En las paredes exteriores de la estación podría estar brillando el sol o quizás se hallara eclipsado por la tierra; todo ello no importaba aquí en este mundo de amplios corredores curvados, gruesas alfombras, luces suaves y voces murmurantes. Allí reinaba nuestro tiempo particular y nadie prestaba atención al Sol.

No dormí bien aquella primera noche en que experimenté de nuevo la fuerza de gravedad, aunque sólo tenía una tercera parte del peso al que estuviera acostumbrado toda mi vida. Resultábame difícil respirar y tuve sueños desagradables. Una y otra vez me pareció trepar una empinada colina con un gran peso sobre mis espaldas. Me dolían las piernas, mis pulmones parecían a punto de estallar y la colina no terminaba nunca. Por más que me esforzara, jamás llegaba a la cumbre.

Empero, al fin logré dormirme del todo y no recordé nada más hasta que me despertó uno de los mozos con el desayuno, el que comí sobre una bandeja colocada encima de la cama. Aunque estaba ansioso por visitar el hotel, me tomé un tiempo para desayunar con tranquilidad, ya que era aquélla una experiencia nueva que deseaba saborear en toda su extensión. Eso de tomar el desayuno en la cama era ya de por sí bastante lujo, y tomarlo por añadidura en una estación espacial colmaba la medida de todas mis esperanzas.

Cuando me hube vestido salí a explorar mi nuevo alojamiento. Lo primero a lo que me tuve que acostumbrar fué ver todos los pisos curvados. Naturalmente, también debía habituarme a la idea de que
eran
pisos, luego de haberme pasado sin ellos durante tanto tiempo. La razón de esto es muy sencilla; ahora encontrábame viviendo dentro de un gigantesco cilindro que giraba lentamente alrededor de su eje. La fuerza centrífuga, la misma que sostenía a la estación en el espacio, obraba nuevamente, adhiriéndome al costado del tambor giratorio. Si caminaba uno directamente hacia adelante, podía recorrer toda la circunferencia de la estación y volver al punto de partida. En cualquier punto, la parte de «arriba» sería hacia el eje central del cilindro, lo cual significaba que alguien que se hallara a unos metros de distancia, en un punto algo alejado de la curva de la estación, parecería estar ligeramente inclinado hacia uno. Sin embargo, para el otro sería todo perfectamente normal y uno mismo sería el que estaría inclinado. Al principio resultaba esto muy extraño; pero, como ocurre con todo, al final terminaba uno por acostumbrarse. Los proyectistas de la estación habían apelado a muchos ardides de decoración a fin de ocultar estos detalles, y en las habitaciones más pequeñas la curva del piso era demasiado leve para que se notara.

La estación no estaba compuesta de un solo cilindro, sino de tres, uno dentro del otro. La sensación de peso iba aumentando a medida que se alejaba uno del centro. El cilindro interior era el piso correspondiente a «Un tercio de la gravedad terrestre», y debido a que era el más próximo a las cámaras de entrada en el eje de la estación, estaba destinado principalmente al tránsito de pasajeros y su equipaje. Decíase que si se quedaba uno el tiempo suficiente junto al pupitre de recepción, podría ver a todas las personas importantes de los cuatro planetas conocidos.

Alrededor de este cilindro central estaba el piso más espacioso correspondiente a «Dos tercios de la gravedad terrestre». Se pasaba de un piso a otro por los ascensores o por escaleras curiosamente curvadas, y resultaba algo muy curioso descender por una de aquellas escaleras. Al principio descubrí que se requería mucha fuerza de voluntad para hacerlo, pues aun no me había acostumbrado ni siquiera a la tercera parte de mi peso terrestre. Al descender con lentitud por los escalones, tomándome de la barandilla con gran firmeza, me pareció que me tornaba cada vez más pesado. Al llegar al piso eran mis movimientos tan lentos y pesados que creí que me miraría todo el mundo. Empero, pronto me acostumbré a aquello; así tenía que ser si alguna vez habría de regresar a la Tierra.

La mayor parte de los pasajeros se hallaban en el piso de los «Dos tercios». Casi todos ellos provenían de Marte, y aunque habían estado experimentando el peso normal de la Tierra durante las últimas semanas de su viaje —debido al movimiento rotatorio de la nave— era evidente que todavía no les agradaba aquello. Caminaban con gran cuidado y en todo momento hallaban excusas para «subir» al piso superior, donde la gravedad era igual a la de Marte.

Hasta entonces no había conocido colonizadores marcianos, y al verlos me resultaron fascinadores. Sus ropas, su manera de hablar y todo en ellos me eran muy extraños, aunque a menudo resultaba difícil saber en qué residía su rareza. Todos parecían conocerse muy bien y se llamaban por sus nombres de pila. Tal vez esto no era sorprendente luego de su largo viaje, pero después descubrí que así era siempre en Marte. Las aldeas eran todavía lo bastante pequeñas como para que se conocieran todos.

Me sentí algo solitario entre todos aquellos desconocidos, y pasó un tiempo antes de que trabara amistad con alguien. En aquel piso había algunas tiendas donde podía uno adquirir artículos de tocador y recuerdos, y estaba visitándolas cuando entraron en una de ellas tres de los colonizadores. El mayor era un muchacho de más o menos mi edad; las dos jóvenes que lo acompañaban debían ser sus hermanas.

—Hola —me saludó el joven—. Tú no estabas en el navío.

—No —repuse—. Acabo de llegar de la otra estación.

—¿Cómo te llamas?

En la tierra habría parecido algo brusca aquella pregunta tan directa, pero ya para entonces sabía yo que los colonizadores eran todos muy francos y sinceros y poco amigos de malgastar palabras. Decidí entonces conducirme de la misma manera que ellos.

—Soy Roy Malcom. ¿Y tú?

—¡Oh! —exclamó una de las jóvenes—. Leímos algo respecto a ti en el diario de la nave. Has andado volando alrededor de la Luna y corriendo otras aventuras.

Me sentí muy halagado al descubrir que me conocían, pero no hice más que encogerme de hombros, como si el detalle no tuviera importancia. De cualquier modo, no quise pasar por vanidoso ante personas que habían viajado mucho más que yo.

—Soy John Moore —se presentó el muchacho—. Y mis hermanas se llaman Ruby y May. Es la primera vez que vamos a la Tierra.

—¿Quieres decir que nacieron en Marte?

—Eso es. Vamos a casa para asistir a la universidad.

Me resultó extraño oír decir «vamos a casa» a una persona que jamás había posado los pies en la Tierra. A punto estuve de preguntar si no era posible estudiar en Marte, pero por suerte me contuve a tiempo. Los colonizadores recibían con desagrado la crítica que se hiciera de su planeta, aun cuando el responsable las formulara sin ánimo de ofender. También sé resentían cuando les llamaban «colonizadores», y uno debía evitar el empleo del término en presencia de ellos. Sin embargo, no era posible llamarlos «marcianos», pues el adjetivo correspondía sólo a los habitantes originales del planeta rojo.

—Andamos buscando algunos recuerdos para llevarnos —manifestó Ruby—. ¿No te parece que ese mapa astronómico de plástico es muy bonito?

—A mí me gustó más el meteoro cincelado —repuse—. Pero cuesta demasiado.

—¿Cuánto tienes? —preguntó John.

Volví hacia afuera mis bolsillos e hice un rápido cálculo. Para mi gran asombro dijo John:

—Yo puedo prestarte lo que te falta y me lo devolverás cuando lleguemos a la Tierra.

Fué aquél mi primer contacto con la extraordinaria generosidad que era perfectamente natural en Marte. Claro que no podía aceptar el ofrecimiento, aunque no deseaba ofender a John. Por suerte tenía una buena excusa.

—Te lo agradezco mucho —le dije—, pero acabo de recordar que he llegado ya al límite del peso que puedo llevar. No me será posible agregar nada más a mi equipaje.

Esperé ansioso durante un momento, por si uno de ellos se ofrecía a cederme parte de su cuota de espacio disponible; pero, afortunadamente, no ocurrió así, ya que también ellos debían tener completo ya su equipaje.

Después de esto fué inevitable que me llevaran a presentarme a sus padres, a los que hallamos en el salón principal, leyendo los diarios de la Tierra. No bien me hubo visto, exclamó la señora Moore:

—¿Qué le ha pasado a sus ropas?

Por primera vez me di cuenta de que mi estada en la Estación Interior había arruinado mi único traje. Antes de darme cuenta de lo que sucedía, me hicieron poner uno de John que era muy llamativo. Me sentaba bien, aunque el corte resultaba muy raro, por lo menos según las normas imperantes en la Tierra, aunque por cierto que en el hotel no llamaba en absoluto la atención.

Tuvimos tanto de qué hablar que las horas de espera pasaron con gran rapidez. La vida en Marte era para mí tan novedosa como la de la Tierra lo era para los Moore. John poseía una magnífica colección de fotografías tomadas por él mismo y en las que se veían las grandes ciudades construidas por bóvedas dotadas de atmósfera propia. El muchacho había viajado bastante y me mostró numerosas fotos de panoramas marcianos. Tan buenas eran que le sugerí las vendiera a alguna revista, y me respondió con cierta sequedad:

—Ya lo he hecho.

La fotografía que más me interesó fué una vista de una de las grandes áreas de vegetación: el Syrtis Major, según me dijo John. Habíala tomado desde una altura considerable, sobre la ladera de un ancho valle. Millones de años atrás, los efímeros mares marcianos habían cubierto aquella tierra, y en las rocas seguían aún incrustados los huesos de extraños animales marinos. Ahora volvía a reinar una nueva vida en el planeta. En el valle funcionaban grandes máquinas que removían el suelo rojizo para abrir paso a los colonizadores de la Tierra. A la distancia vi grandes extensiones plantadas con la «Hierba del Aire». Al ir creciendo, esta extraña planta rompía los minerales del terreno y dejaba en libertad el oxígeno, de modo que algún día podrían vivir allí los hombres sin usar sus máscaras respiratorias.

En primer plano se hallaba el señor Moore con un diminuto marciano a cada lado. Aquellos seres asían sus dedos con manos pequeñas similares a garras y miraban la cámara con sus grandes ojos casi desprovistos de color. La escena resultaba emocionante, pues parecía indicar el contacto amistoso de las dos razas.

—¡Ea! —exclamé de pronto—. ¡Tu padre no tiene puesta la máscara respiratoria!

John rompió a reír.

—Estaba esperando que te dieras cuenta. Pasará mucho tiempo antes de que haya en la atmósfera oxígeno suficiente para nosotros; pero algunos podemos arreglarnos sin la máscara por unos minutos…, siempre que no estemos realizando ningún esfuerzo.

—¿Cómo se llevan con los marcianos? —inquirí—. ¿Te parece que alguna vez estuvieron civilizados?

—De eso no sé nada. Cada tanto se comenta que se han hallado ruinas de ciudades en los desiertos, pero siempre resulta ser una mentira o alguna broma. No hay evidencia de que los marcianos hayan sido nunca diferentes de lo que son hoy. No son amistosos, salvo cuando muy jóvenes, pero no nos dan ningún trabajo. Los adultos nos ignoran si no nos interponemos en su camino. Tienen muy poca curiosidad.

—He leído en alguna parte que se conducen de manera muy similar a los caballos inteligentes que tenemos en la Tierra —comenté.

—No sabría decirlo —repuso John—. Nunca he visto un caballo.

Esto me hizo dar un respingo. Después comprendí que John no podía haber visto muchos animales de la Tierra.

—¿Qué piensan hacer cuando lleguen a la Tierra? —le pregunté entonces—. Es decir, aparte de estudiar.

—Al principio viajaremos un poco para conocer el planeta. Hemos visto muchas películas, de modo que tenemos una idea aproximada de lo que es.

Hice todo lo posible por no sonreír. Aunque había vivido en muchos países, no había visto gran parte del planeta, y me pregunté si los Moore sabrían realmente lo grande que era la Tierra. Marte es un planeta pequeño, en el que sólo hay regiones limitadas donde es posible la vida. Todas las áreas plantadas unidas en un solo sector no cubrirían un país mediano de la Tierra. Y, naturalmente, los espacios cubiertos por las bóvedas atmosféricas de las escasas ciudades eran aún más reducidos.

Decidí entonces averiguar qué era lo que sabían realmente mis nuevos amigos.

—Pero debe haber algunos lugares que desean visitar con preferencia —manifesté.

—¡Oh, sí! —dijo Ruby—. Yo quiero ver algunas selvas. En Marte no hay árboles como los de aquí. Debe ser maravilloso caminar debajo de sus ramas y ver volar los pájaros.

—Tampoco tenemos pájaros —terció May con cierta pena—. La atmósfera es demasiado tenue para ellos.

—Y yo quiero ver el océano —dijo John—. Me gustaría salir a navegar y pescar. ¿Es verdad que se puede internar uno tanto en el mar que no se sabe dónde está la tierra?

—Por cierto que sí —contesté.

Ruby se estremeció ligeramente.

—¡Tanta agua! Me parece que se perdería uno en ella…, y he leído que no son pocos los que se marean al viajar en barcos.

—Uno se acostumbra a ello —declaré con suficiencia—. Claro que ahora no hay muchas embarcaciones, salvo las que se usan para deporte y paseos. Hace unos centenares de años casi todo el comercio de la tierra se efectuaba por mar. Después se comenzó a emplear aviones y se abandonaron las rutas marinas. Ahora se pueden alquilar embarcaciones en las ciudades costeras, pero sólo para pasear.

—¿Pero no es peligroso? —insistió Ruby—. He leído que los mares están llenos de monstruos horribles, que suelen salir a la superficie y tragarse a los viajeros.

Esta vez no pude contener una sonrisa.

—No hay por qué afligirse —le dije—. Rara vez ocurre eso en esta época.

—¿Y los animales terrestres? —inquirió May—. Hay algunos muy grandes, ¿verdad? He leído mucho respecto a los tigres y leones, y sé que son peligrosos. No me gustaría encontrarme con uno de ellos.

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