Jesús me quiere (27 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Kata ya no pensaba en cómo engañar a Satanás, ella también estaba extasiada con sus nuevos poderes.

* * *

El único jinete que se comportaba como un señor y continuaba dando vueltas sobre Malente con mucha calma, como un buitre en el cielo, era la Muerte. Seguía teniendo la figura de Marie y esperaba que ella fuera la primera víctima mortal del Juicio Final.

Capítulo 53

Joshua se dirigió a toda prisa a la zona peatonal, sobre la cual se alzaban nubes de humo negro. Me costó horrores seguir el ritmo de sus pasos. Mierda de zapatos.

A pesar de los jinetes del Apocalipsis y de que el casco antiguo ardía en llamas, viendo a Joshua caminando tan decidido, sólo podía pensar en una cosa: en el beso perdido. Estaba muy triste porque aquel momento mágico se había interrumpido. Luego volví a sentirme feliz porque Joshua había querido besarme y, acto seguido, se me encogió el corazón porque temí que ya era demasiado tarde para nosotros dos, puesto que el Juicio Final había empezado antes de hora.

—¿Cómo puede ser que empiece a celebrarse el Juicio Final? —pregunté a Joshua mientras cogía aire—. Creía que teníamos tiempo hasta el martes de la semana que viene. Además, estamos en Malente y no en Jerusalén.

—Nunca subestimes el poder ni la astucia de Satanás —contestó Joshua, hablando muy en serio.

—Ejem… —se me ocurrió una idea inquietante—, ¿y qué pasará si gana la batalla final?

—Entonces —anunció Joshua—, el mal reinará eternamente.

Temblando de miedo, imaginé que los asesinos, los sádicos y los inversores financieros empuñaban definitivamente el cetro. Martirizarían, torturarían y explotarían a los buenos, y, como nadie moriría, sería así toda la eternidad. Comparado con eso, el estanque de fuego era un balneario.

El casco viejo parecía una de esas zonas de guerra que, cuando salen en el telediario, haces
zapping
enseguida para ver lo que preparan en el programa de cocina de otro canal. Había casas ardiendo, la multitud saqueaba con ansia las tiendas, la gente corría empapada de sangre por las calles y un turco perseguía a un
skinhead
con una sierra eléctrica… Sí, vale, esto no suele verse en los telediarios. Mientras aún pensaba si me habría gustado o no ver alguna vez en las noticias la historia del
skin
a punto de ser serrado, Jesús se acercó a un hombre herido que, sentado en el bordillo con una herida abierta debajo del ojo, no veía nada y no paraba de mascullar:

—Nunca me había dicho que era tan malo en la cama…

Joshua se sentó a su lado y el hombre se estremeció de miedo, como si fueran a arrearle otra vez.

—No temas —le dijo Joshua.

Luego escupió en la tierra, preparó una pasta con la saliva y se la frotó al hombre en el ojo herido. Después le echó unas gotas de agua de un frasco que guardaba en el bolsillo, le limpió la pasta y la herida desapareció; el hombre volvió a ver. Pero no sólo eso: la simple presencia de Joshua provocó que la gente que se encontraba a pocos metros de él se olvidara de la ira y de la codicia desenfrenada. Los sentimientos negativos dejaron paso a una paz interior. Los saqueos cesaron, igual que los actos violentos, y una mujer le devolvió el cochecito de bebé a una madre, que no pareció muy entusiasmada. En cambio, mi paz interior no mejoró mucho en aquel infierno perturbador, puesto que de pronto recordé que mis padres tenían pensado ir al centro a comer un helado con Gabriel, Swetlana y las niñas. Iba a pedirle a Joshua que me acompañara a buscarlos enseguida, pero estaba ocupado salvando a una mujer policía a la que los infractores de las normas de circulación habían obligado a tragarse enterito su bloc de multas, haciendo realidad con ello una fantasía muy extendida entre los conductores. Comprendí que Joshua no podía abandonar a aquellos necesitados para ir en busca de mi familia, que quizás se encontraba bien (con un poco de suerte, aún estarían en casa, digiriendo la comida indigesta de mi padre). Así pues, corrí sola hacia la heladería con los pies doloridos. Pasé junto a casas en llamas, hombres vestidos de mujer y criajos que zurraban a vendedores de móviles. La sirena de una ambulancia aulló y me alegré de que hubiera médicos para ayudar a Joshua. Pero, cuando vi el vehículo, me di cuenta de que iba haciendo eses y de que las eses se dirigían… ¡derechas a mí! Me quedé paralizada de miedo. El vehículo se acercaba y yo no podía moverme, aunque mi cerebro no dejaba de gritarles a las piernas: «Eh, vosotras, moles apisonadoras, ¡moveos!». El pánico había bloqueado las comunicaciones entre el cerebro y las moles.

* * *

—Scotty, ¿lo conseguiremos?

—La cosa está apretada.

—¿Cómo de apretada?

—¡Como las faldillas de Uhura!

—¡Eso es muy apretado!

* * *

Pude distinguir al conductor a través del cristal del parabrisas; tenía la cara inflamada y roja, y no paraba de rascarse, como si tuviera alergia por todo el cuerpo. ¿Existía algo así? ¿Y qué se la había provocado? ¿Quizás los plátanos que se metía a saco en la boca? ¿Podía verme con aquellos ojos tan hinchados? Y, si podía, ¿no estaba demasiado ocupado tragando? ¿Qué atrocidad lo había trastornado tanto?

En unos segundos, la ambulancia me atropellaría y no me consolaba lo más mínimo el hecho de que, al menos, ya estaría presente el servicio de asistencia sanitaria urgente.

Entonces oí el espantoso rechinar de los caballos del Apocalipsis, infernales y llameantes, sobre mí. Levanté la vista, vi que los jinetes se agrupaban en el cielo y pude lanzar una mirada furtiva a sus rostros. Por un momento, creí ver que… No, ¡no podía ser!

Pero la sola idea de que lo que había visto podría ser cierto envió tales ondas de choque a mi cuerpo que las conexiones entre el cerebro y las piernas volvieron a funcionar y estas últimas oyeron la orden del cerebro: «¡Saltad o la celulitis dejará de ser vuestro máximo problema!». Los músculos de las piernas se tensaron para dar un salto, el vehículo se encontraba a pocos metros de distancia y el conductor, en vez de frenar, se zampó una bolsa de cacahuetes y todavía se le infló más la cara. Salté tan lejos como pude, o sea, a menos de dos metros. El vehículo se descontroló y se estampó contra una farola, a menos de cuarenta centímetros de donde yo estaba.

Me levanté y sentí dolor: tenía las piernas llenas de rasguños. Sin haberme quitado del todo el susto de encima, eché un vistazo a la cabina del conductor. Había resultado ileso, al menos del accidente, porque, entre que estaba lleno de ronchas por culpa de la alergia y que no paraba de rascarse como un maníaco, presentaba tal aspecto que ni siquiera el hombre elefante habría querido dejarse ver en público con él.

Esperé por su bien que Joshua llegara pronto y me fui cojeando hacia la heladería. Tenía que saber si mi familia —y, sí, Swetlana y su hija ya formaban en cierto modo parte de ella— estaba en peligro. Esquivé a un chaval que intentaba fabricarse un cinturón con botellas de fertilizante, pero no sabía cómo hacerlo exactamente, y también a una mujer que no paraba de saltar sobre las partes nobles de su marido mientras gritaba: «¡Ya verás cómo te esterilizo yo!».

Me alegré de que las personas agresivas apenas se fijaran en mí, estaban demasiado ocupadas disputando sus propias luchas. Era un milagro que aún no hubiera muertos y seguramente sólo era cuestión de tiempo. De repente, un cincuentón se plantó delante de mí.

—Me gustan las veinteañeras… —dijo.

—Pues llega demasiado tarde —contesté, y me dispuse a irme, pero no me dejó pasar.

—… y no puedo atraparlas.

—¿Atraparlas?

—Y tú aún estás apetitosa —afirmó babeando.

—Pues no es tu caso —repliqué, y otra vez me dispuse a irme, pero él volvió a cortarme el paso.

—También me ponen las rellenitas —dijo, y me agarró.

No supe qué me cabreó más, que me agarrara o que me llamara «rellenita».

—¡Pues vete con aquella maruja de la serie, la madre Beimer!

Y le pegué una patada en la espinilla. Gritó y yo salí corriendo, tan deprisa como me permitieron mis pies maltrechos y mis piernas machacadas. Afortunadamente, aquel viejo decrépito tampoco era muy rápido. La persecución por la zona peatonal en llamas fue seguramente la más lenta en toda la historia de las zonas catastróficas. Al final, al hombre lo pararon dos testigos de Jehová que querían hablar de Dios con él y no aceptaban un «no» por respuesta.

Seguí corriendo hacia la heladería, donde las dos niñas estaban zurrándose, arañándose y pegándose mordiscos en el montón de arena que había junto a las mesas de fuera, porque Lilliana quería el brillo de labios de su amiga. A Swetlana le daba lo mismo: estaba demasiado ocupada empuñando el cuello roto de una botella de agua Pellegrino y abordando con ella a cuantos hombres pasaban, probablemente los veía a todos como clientes potenciales. Mientras tanto, mi padre estrangulaba a mi madre y ella gritaba: «¡Por tu culpa fui desgraciada durante veinte años!». Justo cuando iba a separarlos, vi a Gabriel en lo alto de un edificio de cuatro plantas. Extendía los brazos como si quisiera echarse a volar. Era un hombre, pero algo había desatado en él el ansia desbocada de volver a volar aunque no tuviera alas. No sabía a quién tenía que detener primero: a las niñas que se peleaban; a Swetlana, que había enloquecido; a mi padre estrangulador o a la futura mancha potencial de sebo en el suelo. Entonces llegó Joshua y me quitó la decisión de las manos. Con palabras afectuosas, persuadió a Gabriel para que se apartara del borde del tejado; con una imposición de manos, mitigó la ira de mi padre y de Swetlana y convenció a las dos niñas para que compartieran fraternalmente el brillo de labios:

—No atesoréis tesoros en la tierra, atesorad tesoros en el cielo, porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.

Al decirlo, sus ojos rebosaban amor por la humanidad. Y de pronto intuí qué le había dicho María Magdalena. Seguro que sus palabras fueron…

—¡Tardas mucho en llegar!

No, ésas no fueron sus palabras.

—¿Vas a convocar a tus ejércitos celestiales para que podamos acabar de una vez?

No, tampoco dijo eso, claro. Me volví y vi a una mujer negra sentada a una mesa; paladeaba un
espresso
y miraba burlonamente a Joshua. Se parecía a Alicia Keys, que siempre había pirrado a Kata. ¿Kata? Era la que estaba allí arriba… No, no podía… ¡No tenía que serlo!

—Hacía mucho que no nos veíamos, Jesús —dijo la diva del soul, que seguro que no tenía nada de diva del soul.

—La última vez que nos encontramos fue en el desierto de Judea, cuando quisiste tentarme —contestó Joshua a la mujer.

—Entonces fuiste un hueso duro de roer —dijo Alicia sonriendo burlona y, de golpe y porrazo, se transformó en una horrenda criatura roja, con cuernos y pezuñas, una figura que parecía sacada de un guiñol… diseñado por Stephen King.

* * *

—¿Scotty?

—¿Sí, capitán?

—Yo también dimito.

—¿Qué le parece si montamos una granja ecológica?

—Una idea excelente, Scotty, una idea excelente.

* * *

Me temblaba todo el cuerpo, la nariz se me llenó de un penetrante hedor a azufre y el humo me abrasó los ojos, pero Joshua ni siquiera parpadeó. Satanás lo invitó a sentarse a la mesa con un gesto. Joshua no se movió, sólo le hizo una ligera señal a Gabriel para indicarle que nos sacara de allí. Mi familia, Swetlana y las niñas siguieron apresuradamente al pastor, pero yo me quedé quieta. Gabriel se me acercó, me tocó del brazo y quiso alejarme de allí.

—No me moveré de su lado —le dije.

Gabriel sonrió entonces orgulloso:

—He sido injusto contigo.

Luego se llevó tan deprisa como pudo a los demás. Al Lucifer de color rojo sangre no le importó lo más mínimo, probablemente estaba seguro de que tarde o temprano los atraparía. Se volvió hacia Joshua y dijo:

—Ha llegado la hora de que luches. La guerra ha empezado.

Para ilustrar lo dicho, señaló el caos que reinaba en la zona peatonal de Malente mientras se llevaba complacido el
espresso
a la boca con su horrendo rabo.

—No —contestó Joshua suavemente, pero con determinación.

—¿No me harás otra vez el numerito de «pongo la otra mejilla»? —Satanás intentó mantener la calma, él esperaba una batalla y Joshua se la negaba.

—Yo lo llamaría de otra manera, pero, por lo que respecta al sentido, tu suposición es acertada —admitió Joshua.

Satanás estaba confundido; quizás, esperé agitada, eso lo desquicia tanto que deja correr el asunto… Si no hay enemigo, no se puede entablar una guerra, ¿no?

Satanás sonrió maliciosamente, como sólo un rey del infierno podía sonreír.

—Siendo así, mi querido Jesús, te destruiré ahora mismo sin encontrar resistencia.

Oh, oh, por lo visto, lo de «ofrecer la otra mejilla» nunca funcionaba.

* * *

—¡VENID A MÍ! —gritó Satanás a los cielos, y los cuatro jinetes descendieron raudos a lomos de sus caballos de fuego.

Durante el vuelo de aproximación, por fin distinguí sus caras… Uno de los jinetes, ¿era el nuevo pastor?

El siguiente era… ¿¿¿Sven???

Luego también estaba… ¿¿¿¿¿Kata?????

Y el cuarto jinete era clavadito a mí.

No me pregunté por qué. Se me habían acabado los signos de interrogación.

Los jinetes cabalgaban hacia la zona peatonal desde el cielo con una intención clara: destruir a Jesús.

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