¿O al inventar los tumores?
En vez de preguntar, tomé otro sorbo de té-café y bajé la mirada hacia el césped, que verdaderamente estaba cortado con mucha meticulosidad.
—Hacía más de dos mil años que no hablaba con una persona —comentó Emma/Dios.
No pude evitar que eso colmara mi ego. Levanté la vista y pregunté:
—¿También invitaste a Moisés a tomar un té?
—No, después de tantos años en el desierto, lo único que quería era una buena hogaza de pan recién hecho —contestó Emma/Dios, y bebió a sorbos de su taza. Luego, finalmente, abordó el tema por el que me había llevado allí—: Apartas a mi hijo de su misión.
—Sí… —admití, ¿cómo iba a negarlo?
—¿Le amas?
—Sí —tampoco podía negarlo.
—¿Como no deberías amarlo?
—Hmm… —mascullé, dando evasivas. Naturalmente, yo sabía que mis sentimientos por Joshua no se atenían a la norma, pero eran sinceros. Entonces, ¿cómo podían ser malos?
—Déjalo tranquilo, por favor —pidió suavemente Emma/Dios, y tomó otro sorbo de té.
—No, no lo haré —se me escapó.
Emma/Dios dejó la taza de té y me miró con una leve expresión de sorpresa. Con todo, más sorprendida estaba yo de haberme atrevido a replicar a Dios. Seguro que eso no le había hecho ningún bien a nadie.
—¿No vas a renunciar a él? —preguntó.
—No.
Ya era demasiado tarde para salir por la tangente.
—¿Dudas de mi plan divino? —Emma/Dios había dejado de sonreír.
—Sí… —contesté con voz trémula.
Puesto que me había metido de cuatro patas, podía seguir cabalgando hacia delante. Simplemente, no comprendía por qué tenía que existir el estanque de fuego o por qué existió el diluvio universal (de pequeña, me imaginaba que tres amigos pingüinos, los llamaba Pingui, Pongo y Manfred, se acercaban con sus andares de pato al arca y, una vez allí, Noé les decía que sólo cabían dos. Pingui y Pongo subían más deprisa a la nave, y Manfred tenía que quedarse, decepcionado con sus amigos para el resto de su vida. Aunque el resto de la vida del pequeño pingüino no duró demasiado, puesto que enseguida empezó a llover).
—¿Dudas de mi bondad? —quiso saber Emma/Dios.
—A veces cuesta reconocer si eres el Dios del amor o el del castigo —contesté con arrojo.
—Soy el Dios del amor —fue su contundente respuesta.
No me convenció, yo sólo pensaba: explícaselo a Manfred, el pingüino.
—Pero —prosiguió Emma/Dios— también soy el Dios del castigo.
No comprendía esa lógica divina, ni muchas otras lógicas divinas, y seguramente se me notó.
—Los seres humanos sois mis hijos y como tales crecéis y cambiáis permanentemente —explicó—. Ya no sois como erais en el paraíso. O cuando el diluvio universal. Y hay que educaros como a los hijos, de manera distinta a medida que os hacéis mayores.
—Ah, ya…
Poco a poco, iba ligando cabos. En el paraíso, con Adán y Eva, la humanidad era un bebé inocente; luego, en Sodoma y Gomorra, un adolescente en plena edad del pavo. Pero Dios siempre era el progenitor amoroso que a veces era amable y a veces también severo, siguiendo el lema de «Como vuelvas a armar jaleo, te quedas sin ver la tele».
Jesús lo había dicho literalmente: las normas de conducta en la casa de Dios estaban en la Biblia para que todos pudieran leerlas; por lo tanto, Dios era una madre (o un padre o lo que fuera) consecuente que presentaba las normas claras.
Si te detenías a pensarlo bien, incluso era un progenitor bastante paciente. Al fin y al cabo, sólo daba un manotazo en la mesa una vez cada dos o tres mil años y dejaba mucha libertad a sus hijos para que evolucionaran, cometieran errores, los corrigieran y volvieran a cometer nuevos errores. Así pues, si se puede dar crédito a los manuales de educación, era el tipo de madre ideal.
Sin embargo, aunque todo cobraba más sentido, pensé: ¿Tenía que educar necesariamente con amenazas de castigo? Sí, claro, había mucha gente que no seguía sus impulsos egoístas por temor al castigo en el más allá; visto así, era efectivo. Pero ¿tenía que ser directamente un infierno eterno, no bastaba con la prohibición universal de no ver la tele?
Además, aún había algo que no entendía.
—¿Tenía que ser lo de la cruz?
—¿Cómo dices? —preguntó Emma/Dios con sorpresa.
—La crucifixión es una forma muy dolorosa de morir, ¿no habría bastado con un bebedizo? —Desde que conocía a Joshua, su sufrimiento me conmovía mucho más que pocos días antes en la iglesia—. ¿Hace eso un padre amoroso…, una madre amorosa…? —pregunté con la voz plagada de reproches.
—No fui yo quien lo llevó a la cruz, sino los hombres —me corrigió Emma/Dios en tono suave.
—Pero ¿por qué lo permitiste? —insistí.
—Porque os había dado libre albedrío.
Ya volvíamos a estar con la pregunta del millón que ya me había planteado a los trece años al tener mis primeras penas de amor: ¿por qué Dios nos había dado libre albedrío si con él podíamos hacer cosas tan terribles?
—Porque… —empezó a decir Emma/Dios, que, al parecer, me había leído el pensamiento o, al menos, lo había adivinado—, porque os quiero.
La miré a los ojos y me pareció que decía la verdad.
—¿O te gustaría vivir sin libre albedrío, Marie?
Ante esa pregunta, me vinieron a la cabeza imágenes de Corea del Norte, de miembros de la Cienciología como Tom Cruise y de otros zombis sin voluntad.
—No… —contesté.
—Lo ves —dijo Emma/Dios, sonriendo cariñosamente.
Al parecer, amaba realmente a las personas. Quizás había creado a la humanidad porque echaba de menos a alguien a quien amar. Sí, quizás Dios se sentía solo en el universo perfecto, cuando todavía no estaba poblado por el hombre y, por lo tanto, aún no estaba patas arriba. Igual que una pareja que vive en una casa increíblemente grande, con una habitación para los niños todavía sin habitar, y que desea ardientemente tener hijos que llenen la casa de risas, gritos y chicles pegados en el suelo. Por un breve instante, me compadecí de Dios, que había estado completamente solo en el universo y tuvo que sentirse tremendamente solo.
—Eres la primera persona que se compadece de mí —comentó sonriendo con afabilidad, me cogió la mano (tenía un tacto cálido y humano) y concluyó—: Igual que te has compadecido de mi hijo.
Me dio la impresión de que era la primera suegra potencial que me gustaba.
—Pero… —Emma/Dios volvió a tomar la palabra—… si te quedas con él, mi hijo no será feliz.
—¿Por… por qué? —pregunté, y temí la respuesta.
—Porque tendrá que apartarse de mí —dijo Emma/Dios, y removió pensativa su té. La idea parecía entristecerla. Amaba a esa persona más que a todas las demás, y no quería perderla de ningún modo—. Y si se aparta de mí…
—… eso le dolerá muchísimo a Joshua y le romperá el corazón —terminé de pronunciar sus tristes pensamientos.
—Eres una criatura inteligente —me dijo con voz seria.
—O sea que me ordenas que me mantenga lejos de él.
—No, no lo hago.
—¿No? —pregunté.
—Tienes libre albedrío, tú decides.
* * *
En ese instante desapareció todo lo que me rodeaba, el jardín, la casa de campo, la vajilla de porcelana y, sobre todo, desapareció Emma Thompson, y yo me encontré de nuevo vestida con mi propia ropa en el paseo del lago, delante de la zarza que ya no ardía y parecía intacta.
Medité la decisión a la que me enfrentaba: si me quedaba con Joshua, él se hundiría por haber contravenido a Dios. Si me separaba de él, acabaría mi absurdo sueño infantil de amar a Joshua.
Así pues, sólo tenía que escoger entre dos males bastante malos. ¡Qué maravilla de libre albedrío!
Me quedé plantificada y frustrada delante de la zarza de aspecto inocente y la maldije:
—¡No es justo por tu parte!
—¿Estás hablando con un matorral, Marie? —preguntó Joshua sorprendido detrás de mí, y me quedé de piedra. Al no volverme hacia él, Joshua me rodeó, observó mi rostro petrificado y dijo—: Pensaba que te habías ido a casa.
¿Qué tenía que hacer? ¿Contarle que había tomado el té a solas con Dios? Decidí ganar tiempo diciendo algo que no decía nada:
—No, no me he ido a casa.
Joshua asintió, eso ya lo veía.
Estuvimos callados un momento y, de repente, se me ocurrió que a lo mejor Dios también había invitado a su hijo a tomar el té para tratar la problemática de nuestra relación. Él/ella/ello, o lo que fuera, seguramente era capaz de mantener dos reuniones al mismo tiempo.
—Y tú…, ¿has hablado con Dios? —pregunté entonces con cautela.
—Sí, he hablado con él —replicó Joshua, y mi corazón estuvo a punto de pararse por el nerviosismo; quizás ya sabía que yo tenía que decidirme y quizás asumiría él la decisión. Aunque luego preferí que no lo hiciera, no soportaría que Joshua cortara conmigo.
—¿Qué… qué te ha dicho? —pregunté nerviosísima.
—Nada —contestó Joshua un poco decepcionado. Por lo visto, esperaba algo más.
—¿¿¿Nada??? —No me lo podía creer.
—Dios habla en contadas ocasiones con las personas —explicó Joshua.
—¡Maldito cobarde! —solté.
—¿Qué? —A Joshua le sorprendió un poco la maldición que había soltado porque, aparentemente, Dios parecía haber dejado en mis manos y en las de mi libre albedrío romperle el corazón a Joshua.
—Ejem…, no me… refería a ti —me apresuré a aclarar.
Joshua miró a su alrededor, pero no se veía a nadie en ninguna parte, ni en el camino ni en la maleza ni tampoco en los árboles.
—Entonces, ¿a quién te refieres? —preguntó desconcertado.
—Ejem…, al… al… ¡al árbol! —balbuceé, puesto que no quería decirle que maldecía a Dios y, menos aún, por qué lo hacía.
—¿Al árbol? —Joshua no entendía nada de nada.
Era una de aquellas conversaciones en las que apretarías con gusto el botón de rebobinar.
—El árbol es…, ejem…, un cobarde, porque no ofrece sus frutos a Dios —expliqué, un poco aliviada por haber conseguido salirme por la tangente con un argumento que sonaba medio aceptable y también bíblico.
—Pero si es un abeto… —dijo Joshua asombrado—, nunca da frutos.
—¡Pues por eso! —insistí, a falta de mejor escapatoria.
Quizás habría seguido avergonzándome de las idioteces que estaba farfullando, si no hubiera vuelto a ganar la partida mi enfado con Dios, que era quien me había puesto en aquella situación. Una cosa estaba clara, la próxima vez que aquella mujer me invitara a un té
macchiato
, ¡no pensaba aceptar!
—¿Por qué pones cara de enfadada? —preguntó Joshua.
Si le decía la verdad, pensé, probablemente él también se enfurecería con Dios por primera vez en su vida. Pero si Joshua le guardaba rencor a Dios, sufriría y… y… y… la sola idea de ver sufrir a Joshua hizo que mi enfado se desvaneciera y que me pusiera triste.
—Marie, ¿qué te pasa…? —Joshua estaba desconcertado, y no era de extrañar, puesto que mi estado de ánimo variaba más que el de una mujer en plena menopausia.
La cuestión era: ¿Qué le haría más daño a Joshua? ¿Un conflicto con Dios? ¿O renunciar a mí? De hecho, no era una pregunta difícil de contestar. Joshua nunca podría renunciar a Dios, ser su hijo era lo que daba sentido a su vida, su destino. En cambio, renunciar a mí, sí, seguro que podría renunciar tranquilamente…, como muchos hombres habían hecho antes.
Por duro que fuera para mí —y quizás también para él—, mi libre albedrío había tomado en ese instante la única decisión posible: sería la primera mujer que cortaría con Jesús.
—Yo… yo creo que no está bien que me quede contigo —dije, tanteando insegura las palabras adecuadas.
Joshua me miró perplejo.
—Tú tienes que seguir tu camino y yo el mío —proseguí.
—¿No… no quieres quedarte conmigo? —preguntó Jesús incrédulo.
—No…
Joshua no acababa de entender adónde quería ir a parar. No era extraño, puesto que no tenía tanta experiencia como yo en que lo mandaran a paseo.
—Lo nuestro no… no puede ser —dije, ateniéndome a la verdad y soltando una de las frases más trilladas para dar fin a una relación.
—¿Por qué no? —preguntó Joshua.
Era un poco duro de mollera. Eso lo hacía todavía más entrañable. Y también que todo aquel asunto fuera más duro para mí.
¿Le ponía como pretexto la diferencia de edad? Yo tenía treinta y cuatro, y él también pasaba físicamente de los treinta, pero tenía de facto más de dos mil años. ¿O le ponía como pretexto que yo no merecía estar con él porque, al fin y al cabo, él podía convertir el agua en vino y, en cambio, mi habilidad más destacable era que no tenía ninguna habilidad destacable?
—No…, no es por ti…, es por mí… —dije, ahorrándome los detalles, y me di cuenta de que acababa de soltar otro topicazo. Si continuaba así, aún acabaría diciendo «Pero podemos ser amigos».
—Yo… yo… no lo entiendo —contestó Joshua.
—Mira —intenté argumentarlo sin hablarle de Dios, puesto que no quería que se enfadara con él—, aunque prescindas del Juicio Final y recorras el mundo para convertir a la gente, viviríamos de una manera tan platónica como cuando estabas con María Magdalena y, sinceramente, eso no va conmigo.
Lo de que «Platón era un perfecto idiota», como siempre decía Kata, preferí guardármelo.
—No será lo mismo que con María Magdalena —objetó Joshua.
—¿Ah, no? —Me quedé pasmadísima.
—Por una vez, me gustaría vivir un amor.
Tardé un buen rato en procesar a medias esa frase. Joshua hablaba en serio. Eso… era… increíble… Sentí calor. Sentí frío. Sentí calor de nuevo. Ya me daban hasta los sofocos típicos de una mujer en plena menopausia.
—Creo —comentó Joshua— que merezco vivir con alguien como una persona normal.
Mi beso había liberado deseos largamente ocultos, que se habían acumulado a través de tantas y tantas privaciones. Las barreras protectoras que había levantado como Mesías se habían derrumbado, y sus sentimientos salieron a la luz. En aquel momento, sólo era un ser humano.
Y si alguien se merecía el amor, ése era él, después de todo lo que había sufrido.
Bueno, quizás el amor no tenía que ser necesariamente conmigo…
—No soy digna de tu amor… —dije.
—Todos…
—Haz el favor de no volver a compararme con el Papa —lo interrumpí.
—Todos los que albergan un amor como el tuyo son especiales.