—Pues claro que sí.
¡Oh, Dios mío!
—Eran gente normal, pescadores, un recaudador de impuestos…
¿También había sido amante de un recaudador de impuestos? Qué variopinto es el mundo. Tragué saliva y jugué la última carta:
—Pero… entonces, ¿quién era María?
Joshua se dio cuenta de mi desconcierto y preguntó:
—¿Crees que me unía a esos hombres una forma de amor carnal?
—No, no, no, no… —repetí como un loro, pero era imposible mentir mucho rato a aquel hombre—. No, no, no… Sí —admití con timidez.
Joshua soltó una carcajada. Tembló todo el desván. Esa vez, su risa no me pareció tan maravillosa.
De repente oímos el grito de una criatura abajo. Joshua dejó de reír y escuchamos atentamente.
—Tenemos que tender a la niña en el suelo —oímos decir a Swetlana por el hueco de la escalera.
En su voz se percibía claramente la preocupación. Joshua y yo bajamos a toda prisa y vimos a Swetlana en el pasillo, sujetando con ayuda de mi padre a su hija de ocho años, que se agitaba en el suelo. La niña, rubia y delicada, sufría un ataque de epilepsia. Tenía fuertes convulsiones y espuma en la boca.
—¿Le duele mucho? —preguntó mi padre preocupado.
—No grita de dolor, es porque le cuesta respirar —explicó Swetlana, que intentaba permanecer tan tranquila como era posible—. Los ataques suelen durar dos minutos —añadió.
Mi padre asintió, sujetando con ella a la niña para que no se golpeara y no se hiciera daño. Joshua se acercó y se inclinó sobre la pequeña temblorosa.
—¿Qué pretende? —le preguntó Swetlana con agresividad. Se notaba que aquella madre participaría incluso en un campeonato de kung-fu por su hija. Y probablemente lo ganaría.
Joshua no contestó. Se limitó a tocar a la niña. La pequeña dejó de temblar al instante. Abrió los ojos y sonrió contenta, como si no hubiera pasado nada.
—La niña está curada.
Swetlana y mi padre miraban asombrados a la niña. Y yo, aún más asombrada, a Joshua.
Aquel instante fue definitivamente un momento «de la hostia», entendiendo que «la hostia» era en este caso un taco no apto para menores.
Mi padre, Swetlana y yo estábamos atónitos; la única que no lo estaba era la niña. Se limpió la espuma de la boca con la manga, se acercó a Joshua y, sonriendo, le preguntó algo en bielorruso, si es que existe ese idioma, tampoco existe el belga, o sea que seguramente era ruso. Joshua le contestó en el mismo idioma, de sonidos duros. Charlaron hasta que Joshua se echó a reír y subió las escaleras.
Me dirigí a Swetlana, por primera vez sin ningún retintín en la voz, y le pregunté de qué habían estado hablando.
—Primero, Lilliana le ha preguntado qué le había pasado —explicó Swetlana, que también estaba demasiado perpleja para pensar en retintines—. Luego ese hombre ha dicho que Dios la había curado; entonces, Lilliana ha preguntado si Dios lo podía todo y el hombre ha asegurado que Dios lo puede realmente todo. Luego Lilliana le ha pedido a Dios una PlayStation portátil. Y que yo encuentre a un hombre mucho más joven.
En la cara que puso mi padre se reflejó cierta indignación. En aquel momento costaba imaginar que algún día pudiera llegar a querer a la pequeña.
—¿Y qué ha contestado Joshua? —insistí alterada.
—Se ha reído y ha dicho que Lilliana todavía tiene que aprender muchas cosas sobre Dios.
Le pregunté a Swetlana si alguna vez había presenciado una recuperación tan rápida de su hija, y contestó que nunca. Y con «nunca» quería decir «nunca dentro de la investigación médica conocida de la epilepsia». Una cosa así no encajaba en absoluto en el cuadro clínico de la enfermedad.
No quise saber nada más. Corrí detrás de Joshua, lo alcancé en mi cuarto, a punto de subir al desván, y le pregunté:
—¿Sa… sabes ruso?
También podría haberle preguntado sin más «¿Puedes sanar a las personas?», pero como aún no estaba segura de lo que acababa de presenciar, lo dejé correr. Además, me daba mucho miedo la respuesta.
—Era bielorruso —corrigió Joshua.
—¡Me importa un pito! —berreé—. ¡Contesta la puñetera pregunta!
—Hablo todas las lenguas de la humanidad.
Estaba claro que era incapaz de contestar a una pregunta sin parecer aún más loco.
—Demuéstralo —le espeté.
—Como quieras.
Sonrió y empezó un pequeño discurso que comenzó con «Yo confío en Dios» y luego prosiguió en distintas lenguas. Algunas me eran desconocidas, otras me sonaron a inglés, a francés o a lo que mascullaban los camareros libaneses de la pizzería italiana de la esquina. Otras lenguas eran como un canto monótono y una sonó como si alguien tuviera problemas de laringe, probablemente era holandés.
Me sentí como si estuviera en un programa cultural infantil, pero nadie decía: «Eso era turco», «eso era alemán suizo» o «eso era swahili».
Si se trataba de un truco, era buenísimo y lo tenía muy bien preparado. Después de aquella breve alocución, ya no me atreví a preguntarle a Joshua por la curación milagrosa. El miedo a la respuesta había aumentado.
—¿Te apetece que trabajemos juntos ahora? —se ofreció: realmente quería pasar el día echando clavos conmigo en el desván.
—Yo… no sirvo de mucha ayuda —me escaqueé y lo dejé plantado. Todo aquello me inquietaba demasiado.
* * *
Un poco más tarde irrumpí en la casa parroquial; quería que Gabriel me diera de una vez explicaciones y no monsergas crípticas que me llevaran de nuevo a situaciones penosas como «Glups, te había tomado por homo».
Pero Gabriel no estaba. Salí precipitadamente de la casa parroquial y entré en la iglesia. Allí disfruté por un momento de un frescor agradable. Afuera hacía un calor sofocante de finales de verano. Volví a ver a Jesús en la cruz y pensé: si Joshua pasó de verdad por todo eso, tenía un carácter altruista asombroso…
Me interrumpí: ¡Dios, empezaba a creerme todos los chismes sobre el Redentor!
Entonces oí la voz de Gabriel en la cripta. Primero no entendí lo que decía, me acerqué a la entrada y oí:
—Haz de mí lo que quieras…
Oh, no, ¿se lo estaba montando con mi madre en la cripta?
—… con infinita confianza porque Tú eres mi Padre…
Uf, era una plegaria.
Hice acopio de valor, bajé las escaleras hacia la gruta de techo bajo y con olor a moho, en la que un jugador de baloncesto no habría cabido de pie, y vi a Gabriel rezando de rodillas. Reparó en mí, pero siguió con sus oraciones. ¿Esperaba que me arrodillara junto a él? ¿Y luego qué? No me sabía ninguna plegaria oficial, sólo mis propias versiones improvisadas de «Por favor, Dios mío, haz que…».
Decidí mantenerme en silencio hasta que Gabriel acabara. El gesto de arrodillarse para rezar siempre me había parecido curioso. ¿Por qué exigía Dios que lo hiciéramos? ¿Por qué teníamos que arrodillarnos ante Él? ¿Por qué teníamos que someternos tanto? ¿Lo necesitaba el Todopoderoso para afianzar la seguridad en sí mismo?
Bueno, de ahí saldría una conversación interesante con un terapeuta: «Querido Dios, túmbate en el diván… y explícame por qué quieres que todos se arrodillen ante ti».
Mientras imaginaba al terapeuta intentando interrogar a Dios sobre su niñez (era una pregunta interesante: ¿quién había creado a Dios? ¿Él mismo? ¿Cómo fue?), Gabriel levantó la vista y me preguntó:
—¿Por qué no te has arrodillado?
Le expliqué que no me sabía la letra de las oraciones.
—Todo el mundo puede hablar con Dios si quiere —contestó Gabriel.
Le expliqué también mis reflexiones en cuanto a lo de arrodillarse.
—A Dios le interesan más otras cosas que la cuestión de cómo lo veneran o incluso de si lo hacen.
—¿Y qué cosas? —pregunté, no sin curiosidad.
—Puede que algún día lo averigües —contestó Gabriel, pero en el tono de su voz se notaba que lo consideraba bastante improbable.
Por eso preferí zanjar el tema y le hablé alterada de Joshua, de sus conocimientos de idiomas y de la curación milagrosa.
—¿Qué lío es ése? —pregunté, exigiendo una explicación.
Gabriel calló unos instantes y luego me contestó con otra pregunta:
—¿Qué dirías si te contestara que el carpintero es realmente Jesús?
—Diría que me está tomando el pelo.
—Bien —Gabriel sonrió—, entonces te diré que el carpintero es realmente Jesús.
Torcí el gesto.
—Has recibido suficientes señales —prosiguió Gabriel—. Joshua habla todas las lenguas y ha obrado una curación milagrosa. Lo único que habla en contra es…
—¿El sentido común? —completé.
—No, tu falta de fe.
—No me fastidie, hombre, que eso lo sé hacer yo sola —refunfuñé.
—Ya lo vi el día de tu boda —replicó Gabriel secamente.
Su sentido del humor me tocaba cada vez más las narices.
—Te daré un consejo —dijo Gabriel.
—¿Cuál? —Mi interés por sus consejos era mínimo a más no poder.
—Encuentra la fe —dijo con mucho, pero que mucho énfasis, como si se tratara de una advertencia—. Y hazlo pronto.
* * *
—Fe, puntapié —renegué mientras paseaba por el lago de Malente en un patín de agua.
No quería volver a casa porque allí estaba Joshua, además de Swetlana y su hija, que encontraba demasiado viejo a mi padre. Tampoco podía ir a ver a Michi porque, a media tarde, el videoclub siempre estaba lleno de clientes que se llevaban vídeos no aptos para menores y te miraban de un modo muy extraño. Tampoco conseguí localizar a Kata en el móvil (¿qué ocurría?) y por eso paseaba en un bote a pedales, cosa que no había hecho desde que era una adolescente. En aquella época, siempre salía a pedalear por el lago cuando me sentía fatal. O sea, día sí, día no.
Tenía todo el lago para mí sola, las vacaciones casi habían acabado y los adolescentes deprimidos de la época hacían cosas distintas a pasear en bote, por ejemplo, buscar instrucciones en Internet para fabricar bombas. Además, hacía un bochorno insoportable y en el aire flotaba un ambiente de tormenta que no noté, absorta como estaba pensando «¿De quién me he enamorado?». Ni siquiera cuando me cayeron encima las primeras gotas de lluvia. Joshua y la conversación con Gabriel me tenían muy confundida. El primer trueno me sobresaltó. Miré al cielo, en el que se estaban formando nubarrones a la velocidad del rayo. Un viento helado me azotó la cara. Volví la vista inmediatamente hacia la orilla: uf, ya podría caer más cerca.
Me puse a pedalear, no tenía que estar en el lago cuando cayeran los relámpagos. Los truenos se acercaban cada vez más, al contrario que la orilla, que tardaría un buen rato en alcanzar. Ya podría haberme dado cuenta antes de que se avecinaba una tormenta. ¡Mierda de amor, que sólo te confunde!
De repente empezó a llover a cántaros. La lluvia me golpeaba la cara. Al cabo de unos segundos, estaba completamente empapada. De tanto pedalear, cada vez me costaba más respirar, me dolían los pulmones y también las piernas, pero, por mucho que me esforzara, no avanzaba: el bote era arrastrado por las olas que provocaba la tormenta. El siguiente trueno fue ensordecedor y me entró el canguelo. Comprendí que no llegaría a la orilla. ¡Ojalá no cayera un rayo en el lago!
Muerta de miedo, quise rezar a Dios. Durante un segundo, incluso pensé si no debería arrodillarme, ya que tan feliz lo hacía. Pero no era nada fácil arrodillarse en un patín de agua. Así pues, lo dejé correr y decidí limitarme a juntar las manos. Antes de que pudiera empezar la plegaria, cayó un rayo en la otra punta del lago. El estruendo fue enorme. Quedé cegada. La sacudida del impacto volcó el bote. Caí al agua. Me arrastró a las profundidades.
El pánico y el miedo a morir me invadieron. Pero intenté tranquilizarme: sabía nadar, aunque no muy bien (mi profesor de gimnasia en la escuela siempre comentaba mis resultados con un amable «Bueno, seguro que tienes talento para otras cosas», sin que ninguno de los dos tuviéramos la más remota idea de qué cosas podrían ser ésas), pero agitar los pies impulsándome hacia arriba funcionaría. Si llegaba a la superficie antes de quedarme sin aire y conseguía subir al bote, tendría una posibilidad de sobrevivir. Pataleé hacia arriba con todas mis fuerzas y ya estaba muy cerca de la superficie cuando me dio un calambre en la pierna. Solté un grito, lo cual no fue muy buena idea: los pulmones se me llenaron de agua y me ardieron tanto que pensé que se desgarrarían. Se me escapó el aire por la boca y las burbujas subieron a la superficie mientras yo me hundía en el lago sin poder hacer otra cosa que mirar aterrorizada las burbujas. Agité las piernas desesperadamente, pero no tenía suficiente fuerza para nadar hacia arriba con los pulmones ardiendo y una pierna fuera de combate por culpa de un calambre. De golpe y porrazo, fui consciente de ello: me iba a morir.
No conseguía defenderme de mi destino, dejé de luchar y seguí descendiendo. El dolor y el pánico continuaban atravesándome el cuerpo y el alma, pero sólo los percibía como un eco lejano.
Me pregunté si iría al cielo. O al infierno. En realidad, en toda mi vida no había hecho nada malo de verdad, excepto plantar a Sven en el altar. Claro que eso era muy malo. Me sentí terriblemente culpable por haberlo hecho. Pero ¿cuántas cosas buenas no había hecho en la vida?
Sí, ¿cuántas cosas buenas había hecho en la vida? No se me ocurrió nada impresionante, no había sido voluntaria en un país subdesarrollado ni médico sin fronteras, y nunca había sido especialmente generosa. No creía que san Pedro se regocijara en las puertas del cielo: «Bienvenida, Marie, tú que siempre has echado los céntimos que te daban de cambio en los platillos de los mendigos de la zona peatonal».
Entonces, de pronto, alguien me cogió de la mano.
Me subieron hasta la superficie. Jadeando, boqueé para coger aire. Los pulmones me ardieron mucho más que antes. El agua del lago encrespado me azotó la cara. Continuaba lloviendo. Oí tronar. Los rayos cruzaban el cielo y me cegaban. Y, en medio de aquel infierno, vi quién sostenía mi mano:
Era Joshua.
Estaba encima del agua.
Joshua me llevó por encima del lago.
Sí, me llevó de verdad por encima del lago. Y yo pensé, no muy desencaminada: «me lleva por encima del lago».
Sí, claro, en esa situación podría haber pensado muchas cosas más: «Joshua me ha sacado del fondo del lago. Me ha salvado la vida». Y, sobre todo: «¡Hostia santa, es realmente Jesús!».