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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (14 page)

—Con severidad. José me prohibió salir a la calle durante bastante tiempo.

—¿Qué habías hecho?

—Un sábado, cuando tenía cinco años, moldeé doce gorriones de barro.

—¿Y qué tenía eso de malo?

—Que no se puede hacer en sábado. Y que di vida a los gorriones.

Sí, seguro que a María y a José no les fue fácil explicarlo a los vecinos.

—Además, hice que el hijo de Anás se secara como la rama de un sauce.

—¿¡¿Qué?!? —grité estupefacta.

—Estábamos jugando en un arroyo. Con la fuerza de mi voluntad, había desviado el agua a unos pequeños pozos y él destrozó las balsas con una rama de sauce. Entonces lo maldije y se secó.

Uf…, que José lo castigara con arresto domiciliario fue bastante leve. Casi antiautoritario. Seguro que las madres de Nazaret se acostumbraron a decir a sus hijos: «Ese Jesús no pone un pie en mi cabaña».

—Pero a los seis años le salvé la vida a un niño. Mi amigo Zenón se cayó de la terraza y murió, y yo lo resucité al momento —sonriendo satisfecho, Jesús añadió—: Tenía miedo de que me echaran la culpa de su muerte.

Por lo visto, Jesús no desarrolló su altruismo hasta un poco más tarde.

—También tuve una discusión con un maestro —prosiguió; le había cogido la vena narrativa—. Aquel hombre no sabía enseñar. Se lo dije y me regañó…

—¿Hiciste que se secara? —pregunté atemorizada.

—No, claro que no.

Respiré con alivio.

—Lo dejé inconsciente.

¿Por qué no te explican esas historias en las clases de confirmación? Con ellas conseguirían despertar el interés de los adolescentes por Jesús.

Jesús contemplaba de nuevo la imagen de sus padres y señaló:

—José tenía el rostro mucho más curtido, por el sol…, las fatigas…

Contemplé a María y a José más detalladamente. De hecho, era la primera vez que miraba tan minuciosamente una pintura en una iglesia. Seguro que lo tuvieron difícil para educar a Jesús. Pero ¿y lo difícil que debió de ser para el niño? A los cinco años ya sabía que no era como los demás críos. Y seguro que algún día se enteró de que su padre de rostro curtido no era su verdadero padre.

Me dio pena, el pequeño Jesús.

Y el Jesús mayor lo notó enseguida.

—¿Te ocurre algo, Marie?

—No…, no… Es sólo que seguramente no lo tuviste fácil de niño. Solo. Sin amigos.

Jesús se sorprendió de que alguien lo compadeciera.

Normalmente era él quien mostraba compasión, incluso por personas que habían atracado tiendas de Telekom. Por eso mi observación lo confundió por unos momentos. Luego se repuso y dijo:

—Tenía a mis hermanos.

—Hermanos… ¡Yo creía que María era virgen! —solté.

—En vuestra sociedad, ¿no es también de mala educación hablar de la vida amorosa de vuestros mayores?

Yo pensaba que los mayores de nuestra sociedad (especialmente mi madre) hablaban demasiado de su vida amorosa, pero preferí guardármelo.

—Perdona —dije entonces tímidamente.

—Mis hermanos nacieron después de mí.

—O sea que, después, María… —pude frenarme justo antes de que las palabras «tuvo sexo» salieran de mi boca.

—Piensas con mucha lógica —dijo Jesús, y creí notar un deje de burla en su voz.

Luego me explicó que había tenido hermanos y hermanas. A uno de ellos, Jacobo, también le había salvado la vida. Le había picado una víbora. El pequeño Jesús acudió enseguida y sopló en la herida. Jacobo se levantó curado y la víbora reventó.

¡La víbora reventó! Seguro que Jesús fue el hermano mayor más enrollado del mundo.

—¿Por qué no se habla de tus hermanos en la Biblia? —pregunté.

—Se les menciona brevemente, pero… —Jesús se interrumpió.

—¿Pero…?

—No siguieron mi camino —explicó decepcionado.

O sea que Jesús había perdido a sus hermanos por cumplir su misión. Saltaba a la vista que aquello aún lo entristecía. Le habría cogido la mano para consolarlo. Pero habría quedado ridículo, claro. Era el Hijo de Dios y no necesitaba consuelo. Y menos aún de mí.

Capítulo 25

—¿Siempre que sales pasas el rato en la iglesia? —preguntó Jesús cuando consiguió reprimir un poco la tristeza.

—Bueno…, no siempre —contesté, lo cual, hablando con rigor, no era mentira, puesto que «no todas» también podía significar «ninguna».

—Me gustaría pasar la noche como tú sueles hacerlo —aclaró Jesús.

Estupendo. Pero ¿qué hacía yo normalmente por las noches? Seguro que Jesús no quería hacer
zapping
conmigo, pasando por todos los canales y exasperándose con los concursos telefónicos de llama y gana: ¿Cuál es la capital de Alemania? ¿Berlín o Lufthansa?

Tampoco me parecía buena idea llevarlo a mi refugio favorito. ¿Cómo le explicaría la sección de «para mayores de 18 años» del videoclub de Michi?

Así pues, tenía que ser algo poco comprometido: por ejemplo, ¡comer un helado en la mejor heladería del mundo! Estaba en plena zona peatonal de Malente. Para recrear el ambiente mediterráneo, el propietario incluso había amontonado un poco de arena fuera, lo cual provocaba constantes peleas con los amos de los perros.

—Éste es el mejor invento de nuestro tiempo —dije señalando las copas de
banana boat
que nos habían servido.

—Pues no dice mucho en favor de vuestro tiempo —comentó Jesús, al que no le habrían ido nada mal unas cuantas clases particulares de ironía.

Engullimos y callamos. Durante un rato bastante largo. Me resultaba incómodo. Por lo tanto, intenté reiniciar la conversación con naturalidad.

—¿Así que vives con Gabriel?

—Sí —contestó escuetamente, pero con amabilidad.

—¿Está bien tu habitación en casa de Gabriel?

—Sí.

Tenía que dejar de hacer preguntas que pudieran contestarse con un simple «sí» o un simple «no».

—¿Qué te parece Malente?

—Está bien.

¡Arrgggg! La conversación siguió el camino de las cosas terrenales y murió. El silencio se hizo entonces más largo. Cada minuto se extendía infinitamente. Me habría gustado poner punto final a nuestro encuentro porque no sabía de qué podía hablar con el Mesías. Pero, entonces, probablemente habría sido la primera mujer que había dejado plantado a Jesús en una cita. ¿O no lo sería? No estaría mal saber si alguien se lo había hecho antes. Por ejemplo, María Magdalena. Pero ése tampoco era un tema de conversación agradable en aquellos momentos.

—De acuerdo —me ofrecí finalmente—, tú quieres saber cómo vivo. Pues pregunta. Cualquier cosa. Algo que quieras saber.

—De acuerdo —dijo Jesús—. ¿Eres virgen?

Se me atragantó un trocito de helado.

—¿Có… cómo se te ha ocurrido precisamente eso? —dije tosiendo.

—Bueno, no tienes hijos.

—Cierto.

—Y ya eres vieja.

Vaya, muchas gracias.

—Muy, muy vieja.

También le hacían falta unas cuantas clases particulares en cuestiones de galantería.

—En Judea, las mujeres de tu edad ya eran abuelas. O estaban enfermas de lepra.

Al oír la palabra «lepra» aparté a un lado mi copa de helado
banana boat
. ¿Cómo podía explicarle por qué no tenía hijos? ¿Tenía que hablarle de Marc y de que quise atropellarlo después de que me fuera infiel? ¿O del método anticonceptivo que usaba y que tenía un 94 por ciento de fiabilidad, lo que, a mis ojos, era un 6 por ciento demasiado poco?

No, eso sería demasiado bochornoso y desagradable en exceso. Seguramente me juzgaría y me diría que ardería en el infierno. Lo único positivo sería que la cita muy probablemente tocaría a su fin.

Pero, antes de que pudiera replicar nada, vi acercarse a unos compañeros del equipo de fútbol de Sven. Después de la historia en la iglesia, no me dirían nada bueno. Y, sobre todo, no quería que Jesús se enterara por ellos de lo que le había hecho al pobre Sven. ¡Tenía que evitarlo a toda costa!

—Vámonos —le pedí a Jesús.

—¿Por qué?

—Anda, vámonos.

—Pero aún no me he acabado el
banana boat
.

Era chocante oír decir a Jesús «
banana boat
».

—No es obligatorio comérselo todo —repliqué impaciente.

—Pero es que está muy bueno.

—¡A la mierda el helado! —renegué.

Jesús me miró sorprendido. Pero ya era demasiado tarde: los compañeros de Sven nos rodeaban. Eran cuatro jugadores de fútbol típicos, todos treintañeros. Con las piernas arqueadas. Y un aliento a alcohol con el que se podría haber esterilizado instrumental médico.

El delantero, un tío bajito con una lengua muy afilada, me abroncó:

—Le has partido el cora…

—Largaos —lo corté.

—¿Te estropeamos la cita? —preguntó el centrocampista, al que, por lo visto, nadie le había dicho que aquel peinado hortera no le quedaba bien ni a Don Johnson en
Miami Vice
.

—Eres una mala puta —remató el defensa, un tiarrón al que todos en el club llamaban «ni humano, ni animal, sólo el número cuatro».

—¡Grrrrr! —gruñó el portero asintiendo. Aquel tío había recibido demasiados pelotazos en la cabeza durante su carrera deportiva.

Miré a Jesús y me pregunté atemorizada si me estaría juzgando. Los sentimientos de culpa hacia Sven, que también había sentido cuando estuve a punto de ahogarme en el lago, volvieron a aplastarme.

Jesús se levantó y proclamó, igual que en la Biblia:

—El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

—¿Tenemos que arrojar piedras? —preguntó el defensa gigante.

—No sería mala idea —comentó el delantero con malicia.

—Grrrrr —gruñó el portero, conforme.

Sí, mi querido Jesús, los tiempos han cambiado. Los futbolistas iban tan borrachos que me habrían lapidado sin problemas. Supuse que, con semejante trompa, algunas piedras no me tocarían, pero me espanté igualmente.

—Tendríamos que irnos —le dije a Jesús al oído.

—Antes nos acabaremos el helado —dijo; él seguía en sus trece, pero el portero ya había cogido una piedrecita con la mano.

—Lo siento mucho, pero me parece que con tu postura de «pon la otra mejilla» no iremos muy lejos —le advertí.

—No voy a poner la otra mejilla —aclaró Jesús.

Madre mía, ¿no pretendería secarlos a todos?

Sin embargo, no hizo nada parecido, sino que, en silencio, escribió algo con los dedos en la arena. No conseguí descifrarlo, para mí eran jeroglíficos ilegibles. En cambio, los futbolistas clavaron la mirada en la arena. Durante mucho rato. Luego se marcharon corriendo, espantados. Jesús sopló y borró lo escrito.

—¿Qué… qué has escrito? —pregunté.

—Todos han podido leer en la arena sus peores pecados —dijo Jesús sonriendo.

Al parecer, les había arrancado los pensamientos.

Oh, Dios, ¿también había visto lo que yo le había hecho a Sven?

Jesús contempló mi cara, atormentada por los sentimientos de culpa.

—No temas, Marie, no he leído tus pecados en tus recuerdos. Sólo lo he hecho con ellos. Por eso no has podido descifrarlos.

Uffff.

—¿Qué es el sadomaso? —preguntó Jesús.

Y yo me pregunté en qué futbolista lo había leído. Y cómo podía contestar la pregunta sin ponerme colorada.

—¿Qué significa «fraude fiscal»? ¿Y qué quiere decir «aparcar a mamá en un asilo roñoso»?

No sabía qué pregunta tenía que contestar primero ni si podría. Entonces decidí que sería mejor explicarle lo que había ocurrido con Sven. Lo mal que me supo plantarlo en el altar, pero que no podía hacer otra cosa porque no lo amaba lo suficiente y que le había roto el corazón. Y lo culpable que me sentía por ello. Seguramente no me lo perdonaría en la vida.

—¿Vas a juzgarme? —pregunté atemorizada.

—No —contestó—. ¿Y sabes qué significa eso?

—¿Que yo tampoco tengo que juzgarme? —pregunté con la esperanza de perder los cargos de conciencia.

—Ejem… —carraspeó, buscando las palabras adecuadas.

—Te referías a otra cosa, ¿verdad? —pregunté insegura.

—En realidad, quería decir que no vuelvas a hacerlo.

—Ajá —dije desilusionada, y concluí—: No pensaba volver a plantar a nadie en el altar.

—Eso está bien —declaró Jesús y, después de reflexionar un momento, añadió—: Pero también es muy buena idea que tú misma te perdones.

—¿Sí?

Estaba sorprendida.

—Se me tendría que haber ocurrido a mí —explicó—. Me has enseñado algo.

Me sonrió agradecido. Eso estuvo bien. Su sonrisa templó mi corazón. Tanto como el hecho de que por fin podía perdonarme por el asunto de Sven.

Capítulo 26

—¿Habías impedido alguna vez una lapidación? —le pregunté a Jesús cuando volvió a abalanzarse sobre su helado. Por primera vez en toda la noche, pude respirar con total libertad.

—Sí, con una prostituta —explicó.

—¿María Magdalena? —pregunté.

—¡María Magdalena no era prostituta! —exclamó Jesús enfadado.

Huy, huy, huy, sus sentimientos por su ex todavía eran muy fuertes. Si es que era su ex.

—María Magdalena era una mujer normal y corriente —explicó Jesús, un poco más tranquilo.

—¿Cómo la conociste? —pregunté.

—Ella y su hermana Marta me acogieron en su casa. Y me lavó los pies.

¿María Magdalena hacía pedicuras? Tonterías, nada de eso existía en aquella época.

—Y luego me los secó con sus cabellos.

Vaya… pues ya son ganas.

—A partir de aquel día, María Magdalena formó parte de mi séquito —dijo Jesús sonriendo.

Noté que los celos me reconcomían ante aquella sonrisa. Un sentimiento especialmente absurdo si lo tienes por Jesús. Además, aún tenía en la cabeza a la María Magdalena danzarina de
Jesucristo Superstar
.

Con todo, no conseguí sacudirme los celos de encima. Por lo visto, mis sentimientos no estaban tan K.O. como me habría gustado. Tenía que saber si María Magdalena también había compartido su cama, pero ¿cómo preguntarlo de la manera más discreta posible?

—Y vosotros y el resto del séquito…, ejem…, ¿dormíais en cuevas… donde… teníais que daros calor mutuamente?

No muy discreta que digamos.

Jesús movió la cabeza.

—María Magdalena y yo nunca yacimos juntos.

Como siempre decía mi hermana: Platón era un perfecto idiota.

—María me había dicho… —siguió explicando Joshua, pero luego se interrumpió.

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