Jesús me quiere (18 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

—Y tanto que me importa.

—No te importa.

—Sí me importa.

—No te importa.

—¡Sí me importa!

—Esta conversación da más vueltas que una peonza, ¿no crees? —comentó Gabriel con aires de suficiencia.

—Usted sí que dará más vueltas que una peonza de la que le voy a dar —repliqué. No tenía tiempo ni nervios para la diplomacia.

—Tratar con Jesús no te ha influido —constató Gabriel despectivamente.

Intentó cerrar la puerta otra vez, pero lo amenacé:

—Si no me ayuda, le diré a mi madre que usted… que usted…

—¿Que yo qué? —preguntó Gabriel.

No tenía la más remota idea. Sólo sabía que había algo en Gabriel que no encajaba, pero lo de la máquina del tiempo no era una explicación razonable. Así pues, actué siguiendo el lema de «tírate un farol» y le advertí:

—Que usted esconde un extraño secreto.

Gabriel tragó saliva, le había tocado la fibra. Creía que Jesús me había hablado de su secreto, fuera el que fuera.

—Va camino del puerto de Hamburgo —dijo.

—¿Para qué? —pregunté perpleja.

—Para embarcar en un carguero hacia Israel.

¡Israel! ¡Lógico! Según Michi, la batalla final se disputaría en Jerusalén. ¿Estaba próxima? ¿O Jesús prepararía allí su misión durante meses o incluso años? Qué más daba, Kata volvía a tener dolores, unos dolores tremendos, y tenían que quitárselos. ¡Ya!

* * *

Michi se quedó perplejo cuando le pedí prestado el coche, un Volkswagen escarabajo hecho polvo, para impedir que Jesús embarcara. Hasta entonces, Michi pensaba que yo sólo estaba confusa; ahora creía que
a)
estaba completamente loca,
b)
el carpintero me había hipnotizado,
c)
me drogaba o
d)
todo lo anterior a la vez.

Viéndome tan furiosamente decidida y, a sus ojos, tocada del ala, Michi no quiso dejarme sola y menos aún permitir que condujera su querido coche. Cerró el videoclub y se puso al volante para acompañarme a Hamburgo en su VW. En la autopista, no paré de refunfuñar porque le interesaban cosas tan tontas como los límites de velocidad y la prohibición de adelantar por la derecha, y porque no me hizo caso cuando le indiqué que se podía circular por el arcén cuando había mucho tráfico.

Así pues, lo obligué a parar en un área de descanso, lo arranqué del asiento del piloto y me puse yo al volante. Entonces conduje a toda pastilla hacia Hamburgo.

El ruido era espantoso dentro del escarabajo. El coche temblaba como una lanzadera espacial cuando entra en la atmósfera y los astronautas comprueban que, por desgracia, los chicos del Departamento de Diseño no habían solucionado el problema de los escudos protectores del calor tan bien como habían afirmado en la fiesta de empresa.

Michi cerraba los ojos a menudo, sobre todo cuando dejaba sin aire con mis maniobras de adelantamiento a todo un camionero. Cuando cogí la salida sin dejar de apretar el acelerador, Michi incluso rezó el Padrenuestro. Yo estaba demasiado enfadada con Nuestro Padre, pero no se lo confesé a mi amigo. Continué a toda pastilla hacia el puerto, donde tenía que haber un barco anclado llamado
Belén IV
que, además de ositos de goma Haribo y barritas de chocolate Twix y Duplo, tenía que llevar a Jesús a Israel.

Aparqué el escarabajo, y lo hice sin acabar como un cadáver flotando en la botana, que era lo que Michi había calculado unos segundos antes basándose en la velocidad que llevábamos. En la borda del barco había un marinero. Tenía tatuado un dragón en el brazo izquierdo. Al parecer, aquel hombre no sabía que, actualmente, la mayoría de la gente no asocia la imagen de un dragón con una agresividad exótica, sino con libros de literatura juvenil. Le pregunté por el carpintero y me contestó que el barco zarparía media hora más tarde de lo previsto y Joshua había salido a estirar las piernas. A la pregunta de por dónde estiraba las piernas exactamente, el marinero contestó:

—Está en el Moulin Rouge.

¿Moulin Rouge? No sonaba demasiado bien. Un garito con ese nombre en la zona del puerto no podía ser un teatro alternativo.

El marinero nos indicó el camino y nos avisó de que las señoras que trabajaban en el local no solían saltar de euforia cuando una mujer entraba en el establecimiento.

—Seguro que Jesús quiere aprovechar el tiempo para convertir a unas cuantas mujeres perdidas —le expliqué a Michi.

—Sí, claro, y del
Playboy
sólo le interesan las entrevistas —replicó. Seguía sin creer que se trataba del Mesías.

El Moulin Rouge se ubicaba en un bungalow con un cartel luminoso rojo que sólo funcionaba parcialmente. Nos abrió la puerta una mujer gruesa, que había dejado muy atrás sus mejores años. Igual que la lencería que llevaba.

—Las mujeres no pueden entrar —me gruñó.

—Pero él sí puede, ¿no? —pregunté señalando a Michi, que se puso rojo como un tomate.

—¡Pues claro! —exclamó la mujer, sonrió mostrando unas cuantas caries y, antes de que Michi, totalmente aturdido, pudiera protestar, tiró de él hacia dentro.

—¡Mándame a Jesús! —le grité a mi compañero, que no parecía muy feliz.

Esperé un rato hasta que la puerta volvió a abrirse y salió Jesús. Lo seguía una chica en ropa interior roja. La señora parecía un poco trastornada, pero él la tranquilizó:

—No te juzgo. Ve y no peques más a partir de ahora.

La mujer se marchó aliviada. Jesús se alegró de verme, aunque también estaba sorprendido. A mí también me gustó volver a tenerlo cerca. Me vinieron ganas de reservar un camarote en el carguero. Entonces comprendí por qué María Magdalena había abandonado su hogar para correr mundo con él. Aunque no acababa de explicarme cómo había conseguido mantener todo el tiempo las manos alejadas de él.

—¿Por qué has venido? —me preguntó Jesús, y yo volví a concentrarme en mi petición, ¡se trataba de Kata!

Le hablé a borbotones de la enfermedad y de los terribles dolores que sufría.

—Lo siento mucho por tu hermana —dijo, mostrando compasión.

—Pero tú puedes curarla. —Sonreí esperanzada—. Como a la hija de Swetlana.

Jesús calló.

—Ejem… ¿Has oído lo que te he dicho? —pregunté.

—Sí, he escuchado tus palabras.

—Y… ¿por qué tengo la sensación de que ahora viene un «pero»?

—Porque no puedo hacer nada por tu hermana.

—¿Qué?

—No puedo hacer nada.

—Ejem…, perdona… —balbuceé desconcertada—. Pero… he entendido «no puedo hacer nada».

—Eso se debe a que lo he dicho —explicó Jesús suavemente.

—Eso… podría ser un motivo —contesté desconcertadísima.

¿Por qué no podía hacer nada? Era Jesús, el que daba órdenes al viento, curaba enfermos y se deslizaba sobre las aguas. ¡Si quería, podía hacer cualquier cosa!

—¿No quieres? —pregunté.

—Estoy de camino para cumplir un encargo de Dios.

—¿Dios? —pregunté. No me entraba en la cabeza—: ¿Dios te impide salvar a mi hermana?

—No se puede expresar así… —empezó a decir Jesús.

—Le he pedido a Dios que mi hermana vuelva a estar sana —lo interrumpí—. ¡Pero no ha mostrado ningún interés!

—¿Le has rezado a menudo?

La pregunta me sacó de mis casillas. A menudo, ¿qué era a menudo? ¿Cada vez que temía por ella?

—Si vas a casa de un amigo a medianoche y le pides tres panes… —empezó a decir Jesús.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Pero qué caray dices de panes?

—Si tu amigo no se levanta de inmediato —prosiguió Jesús imperturbable— porque es tu amigo, al menos se levantará por tu impertinencia y te dará los panes.

Jesús me miraba como si tuviera que comprender algo, pero, sinceramente, yo sólo entendí «panes».

—Era una parábola —aclaró.

No me digas, pensé. Luego me pregunté si a la gente de Palestina también le costaba tanto entenderlo a la primera.

—Tienes que estar constantemente con Dios para hacerte escuchar —explicó Jesús.

¿O sea que habría tenido que rezar más?

—¿Qué es Dios? ¿Una diva? —pregunté con acritud.

A Jesús le sorprendió mi arrebato, seguramente no había entendido su parábola como él esperaba. Antes de que pudiera replicarme, oímos la sirena del
Belén IV
. El barco zarparía en cualquier momento.

—Perdona, pero tengo que embarcar —dijo Jesús.

Había ido allí en vano. Kata no se curaría. Me quedé mirando a Jesús, buscando palabras desesperada. Entonces, Michi salió a toda prisa del burdel. Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos y dijo espantado:

—Ahí dentro he visto cosas que nadie debería ver.

Desencajado, se fue en dirección al escarabajo. La sirena del barco volvió a sonar y Jesús se despidió.

—Adiós, Marie.

Y se puso en camino.

Mi desesperación se transformó en ira. Si había que llamar con más insistencia a la puerta para conseguir el pan, ¡lo haría!

—Jesús, ¡espera!

No se volvió.

—¡¡¡Jesús!!!

Siguió sin volverse.


Eli, Eli, lama sabati
—grité finalmente, embargada por la pena.

Entonces se detuvo y se volvió.

—En hebreo, eso significa: Dios mío, Dios mío, mi lama es estéril.


Eli, Eli, lladara sabati
—lo intenté de nuevo.

—Y eso significa: Dios mío, Dios mío, mi sombrero es estéril.

—¡Tú ya sabes a qué me refiero! —le grité.

Le habría golpeado en el pecho de pura desesperación.

—Sí, lo sé —replicó. Y luego añadió en voz baja, embargado por su propio dolor—:
Eli, Eli, lema sabachtani
.

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —traduje. Acusadora. Furiosa. Muy desdichada.

Jesús meditó. Largamente. Luego anunció:

—Cogeré otro barco.

No podía creer mi suerte. Corrí contenta hacia él y me eché en sus brazos.

Se dejó hacer. Incluso disfrutó con ello. Entonces lo estreché con fuerza. También disfrutó con eso. Porque en aquel instante volvía a ser Joshua.

* * *

¿Había mencionado ya que tengo mucho talento para destruir momentos hermosos?

Capítulo 35

Exaltada como estaba, le di un beso en la mejilla. Por un instante, Joshua también lo disfrutó. ¡Lo noté! Pero luego se asustó de sí mismo, se deshizo del abrazo y dijo:

—Tenemos que apresurarnos en ir a ver a tu hermana.

Me pregunté si no debería avergonzarme. Pero no sentía ninguna vergüenza. Al fin y al cabo, el beso había surgido por puro agradecimiento. Y amor. No podía haber nada de malo en amar a Jesús.

¿Amar a Jesús?

¡Oh, oh! Sabía que era Jesús y, aun así, ¿le amaba?

Entonces sí me avergoncé.

* * *

En el coche, de camino a Malente, estuve callada. Jesús iba sentado en el asiento de atrás y rezaba en hebreo. ¿Estaría pidiendo perdón a Dios por cómo había reaccionado a mi beso? Fuera lo que fuera, de ese modo conseguía guardar las distancias. Mientras yo miraba turbadísima por la ventana, Michi apenas lograba concentrarse al volante. La presencia de Jesús lo ponía nervioso. Aún no acababa de creerse que el Hijo de Dios iba en el asiento de atrás de su desvencijado VW escarabajo, pero el carisma de Jesús, al que se exponía por primera vez, iba disipando lentamente sus dudas.

—¿Cómo quieres que crea que eres el Mesías y no un loco? —preguntó Michi.

—Créelo sin más —replicó Jesús con serenidad.

—¡No puedo!

—Lo mismo le ocurrió a mucha gente en Judea, sobre todo en los templos —contestó Jesús.

Aquella afirmación removió a Michi. Siendo creyente, hasta entonces nunca se había identificado con los arrogantes rabinos del templo.

Mientras Michi andaba a vueltas con su fe, me di cuenta de que no había ido al lavabo desde antes de salir del club de salsa. Paramos en un área de servicio y, temeraria, fui a uno de esos lavabos típicos de autopista que podrían inducir al suicidio a cualquier encargado de la limpieza. Al salir poco después, aliviada, Michi se me acercó confundido y me preguntó:

—¿Estás segura de que ese hombre es Jesús?

—Sí.

—¿Lo juras?

—Por la vida de mi hermana.

Michi caviló y caviló y, finalmente, dijo:

—Entonces voy a pedirle que me perdone mis pecados.

Sin salir de mi asombro, seguí a mi amigo hasta el escarabajo. Una vez allí, Michi comenzó a contarle cronológicamente sus pecados a Jesús: empezó con una historia en la que un mechero Bunsen, un spray desodorante y una barba en llamas interpretaban un papel esencial. Luego pasó a los pecados actuales y le habló de su escarabajo, de cómo lo quería a pesar de que producía más CO
2
que la mayoría de los países africanos. Confesó que sabía que a los animales de granja los martirizaban brutalmente y, aun así, comía carne, incluso tenía una camiseta con el eslogan: «Los vegetarianos se comen la comida de mi comida». También confesó que le gustaba tomar café, aunque sabía que se explotaba a los campesinos de los países en vías de desarrollo, igual que a las chicas que actuaban en los vídeos para adultos de su videoclub, que tenían títulos como
Lo vi venir
.

Luego, Michi me pidió que me fuera donde no pudiera oírlo.

—¿Por qué? —quise saber.

—Ahora voy a por los pecados que entran en la categoría de «no desees a la mujer de tu vecino».

Bajó la vista avergonzado y yo tuve un mal presentimiento, temí que la mujer del vecino pudiera ser yo. Por eso preferí irme.

Desde lejos observé cómo mi amigo, colorado como un tomate, confesaba sus pecados de pensamiento a Jesús. Me pregunté si sería buena idea confesarle a Jesús todos mis pecados. Contarle lo de Sven me había ayudado. La prostituta también parecía muy aliviada después de haberle abierto su corazón, y saltaba a la vista que a Michi también le sentaba bien. Aunque el Mesías frunciera el ceño de vez en cuando con los relatos de Michi.

Estaba formidable cuando fruncía el ceño.

Seguro que no era buena idea confesarle tus pecados a un hombre por el que sientes tantas cosas.

* * *

Cuando Michi acabó, Jesús le puso la mano sobre el hombro y, poco después, vi a mi compañero mucho más feliz de lo que nunca lo había visto, excepto quizás cuando el iPhone de Apple salió al mercado y él se contó entre los primeros cien clientes que lo compraron en Alemania. Yo también estaba contenta de que Michi me creyera por fin. Ya sólo nos quedaba convencer a Kata para que se dejara curar por Jesús. Entonces todo estaría arreglado. Bueno, menos la cuestión de la batalla final y todo aquel jaleo.

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