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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (13 page)

Michi me explicó que en la Biblia no había ni una sola indicación de que fuera una prostituta convertida o la esposa de Jesús, ni tampoco indicios de que supiera bailar
funky
.

Sin embargo, existía un testimonio de que los dos se habían besado. No estaba en la Biblia, pero sí en un texto antiguo del siglo II después de Cristo, el llamado Evangelio de María Magdalena.

Si era cierto lo que aparecía en ese escrito, pensé, Jesús podía amar a una mujer terrenal.

A lo mejor ahora también podía…

No quise seguir el hilo de ese pensamiento. Aquella asociación de ideas era demasiado peligrosa para alguien como yo…

Capítulo 23

Entretanto

—¿Has vuelto a quedar con Marie?

A Gabriel no le entraba en la cabeza lo que Jesús acababa de decirle. El Mesías estaba sentado a la mesa de la cocina de la casa parroquial, tomándose un café, que era una de las cosas que le gustaban especialmente de los tiempos modernos. Igual que la pizza.

—Lo has entendido bien, esta noche también saldré con Marie —repitió con mucha serenidad, y se sirvió un poco más de café.

—Pero ¿por qué?

—Porque creo que con Marie puedo aprender mucho de las personas. Cómo viven, qué sienten y en qué creen.

—También podrías enterarte por otra gente —objetó Gabriel.

De inmediato se le ocurrieron algunos creyentes que iban a misa y eran mucho, pero que mucho más apropiados que Marie para salir con el Mesías. Incluso se le ocurrieron unos cuantos ateos más apropiados que aquella mujer que, por mucho que fuera hija de su querida Silvia, cada vez le gustaba menos.

—No voy a anular una cita concertada —aclaró Jesús con determinación—. Además, me lo paso muy bien con Marie.

Fue acabar de decirlo y el ardor de estómago volvió a anunciársele a Gabriel.

—Pero ¿no deberías prepararte para tu misión? —preguntó Gabriel, con la esperanza de que aún podría convencer a Jesús de que no acudiera a la cita.

—No me adoctrines —dijo Jesús secamente.

Gabriel guardó silencio; nadie podía adoctrinar al Mesías. Lo sabía.

—Tú sí que deberías prepararte para el Juicio Final —advirtió Jesús.

—Eso… eso hago —farfulló Gabriel, poniéndose de repente a la defensiva.

—No, tú te distraes con esa mujer. —En la voz del Mesías había un leve deje de censura.

Gabriel se sonrojó. De hecho, durante los dos últimos días había pasado la mayor parte del tiempo en la cama con su gran amor. ¿Les habría oído Jesús? Silvia no era precisamente silenciosa, lo cual era desconcertante, pero también hermoso y, de vez en cuando, incluso Gabriel perdía el control de su propia voz al practicar aquel maravilloso mecanismo de sierra.

—Yo, ejem…, sólo quiero convertirla —farfulló Gabriel.

Eso no era del todo mentira. ¡Nunca habría sido capaz de mentir al Mesías! Y Silvia no se dejaba convertir. Se empeñaba en no permitir que la Biblia le dictara cómo tenía que vivir.

—¿Qué es un
culotte
? —preguntó Jesús.

A Gabriel le dio un ataque de tos.

—Casualmente oí cómo le decías a la mujer que te encantaban los
culottes.

—Ejem, es un plato francés… —contestó Gabriel. Al parecer, sí era capaz de mentir al Mesías, constató conmocionado.

—¿Y qué es un tanga? —preguntó Jesús.

—Tanga… es… su gato —contestó Gabriel. Qué deprisa se estaba acostumbrando a mentir a Jesús. Pasmoso.

El Mesías se levantó de la mesa y anunció:

—Me voy a ver a Marie.

Gabriel no quería. Tenía miedo de que Marie ejerciera una mala influencia sobre él. Sólo con que fuera la mitad de resuelta y versada en las artes de la seducción que su madre…, si eso formaba parte de la naturaleza de los miembros femeninos de la familia, entonces… entonces… ellos dos también le darían al serru… Oh, Dios, ¿¡¿se había vuelto loco, imaginar algo así?!? ¡Qué idea más espantosa!

—¿No prefieres quedarte a cenar conmigo? —preguntó Gabriel desesperado.

—¿No habías quedado con Silvia? —preguntó a su vez Jesús.

—Podríamos cenar juntos —propuso Gabriel.

—¿Culotte?
—preguntó Jesús.

—¡No! —contestó Gabriel con una voz ligeramente aguda.

—¿Por qué no?

—Ejem…, porque provoca acidez de estómago. —Mentir se estaba convirtiendo en una rutina.

Jesús se echó a reír.

—¿Y por qué tendría que provocarme acidez?

Antes de que a Gabriel se le ocurriera una respuesta medio aceptable, llamaron a la puerta. Abrió Jesús. Era Silvia. Gabriel deseó encarecidamente que Jesús no mencionara ni el
culotte
ni el tanga. Silvia entró y le dio un beso a Gabriel en la mejilla. En presencia del Hijo de Dios, al antiguo ángel le resultó increíblemente embarazoso.

—¿Te pasa algo? —preguntó Silvia, que había notado su inseguridad.

—No…, no… —le quitó importancia Gabriel, y constató que no hacía más que mentir—. ¿Tienes algo en contra de que Joshua se quede hoy con nosotros?

La mirada de Silvia reveló que tenía muchas cosas en contra.

—Ya tengo plan para esta noche —aclaró Jesús.

Silvia se sintió aliviada y Jesús dijo educadamente:

—Me encantará probar su
culotte
otro día.

Silvia se quedó atónita.

—¿Mi
culotte
? ¿Quiere usted qui…?

Gabriel se apresuró a interrumpirla.

—No hablemos de comida; hoy tengo una ligera indigestión.

Ahora sí que Silvia no entendió nada.

Jesús se le acercó y le preguntó:

—¿Dónde está su pequeño tanga?

Silvia no se lo podía creer.

—Gabriel me ha hablado de él.

En ese momento, Gabriel se arrepintió de haberse convertido en hombre.

—¿Tiene el pelo suave? —preguntó Jesús educadamente.

—Ejem… —respondió Silvia—, seguro que hay tangas de piel, puede, en algún sitio, pero…

No pudo proseguir; abrumado, Gabriel le dijo a Jesús:

—Llegarás tarde a la cita.

Quería poner fin de una vez a aquella situación y no vio más salida que echar de allí al Mesías. En aquel momento le tenía sin cuidado que fuera a ver a Marie.

Jesús asintió.

—Tienes razón, mi fiel amigo.

Se despidió y cerró la puerta de la casa parroquial al salir. Gabriel respiró aliviado.

Silvia, en cambio, se quedó mirando a Jesús a través del cristal de la puerta.

—¿Es homosexual? —preguntó luego a Gabriel.

Gabriel cerró los ojos. Aquello era demasiado para él. Había hecho que el Hijo de Dios pronunciara palabras como «
culotte
» y «tanga». Y le había mentido.

Y, sobre todo: ¡lo había enviado a una cita con Marie!

Capítulo 24

«¿Qué hay que ponerse para salir con Jesús?». Me planteé la pregunta después de haberme duchado y lavado los dientes. Me encontraba delante del armario, buscando la ropa más decente y recatada que pudiera encontrar. Una blusa, un jersey para ponerme por encima y unos pantalones anchos negros. La última vez que me vestí tan casta fue el día de la confirmación. El primer problema ya estaba solucionado, pero el segundo seguía pendiente: ¿qué se hacía con alguien como Jesús?

Me habría gustado mucho hablar del tema con mi hermana, pero me había dejado una nota diciendo que se iba a dibujar al lago. Y que no me preocupara, los resultados de la revisión eran buenos.

¿Quién sabe qué me habría recomendado Kata? Seguramente algo del estilo: «Enséñale a unos cuantos enfermos de cáncer y pregúntale sobre el amor de Dios por la humanidad».

Me pregunté si no habría que hacerlo realmente y si por una pregunta así te caería una buena bronca. Y si, dado que Jesús existe, también existiría el infierno. Y si, a fin de cuentas, había que meditar en ello si querías seguir durmiendo bien por las noches.

En aquel momento, mi padre entró en el cuarto.

—¿Podemos hablar? —dijo.

—Tengo que irme —contesté, confiando en rehuir una conversación tipo «Swetlana no es como tú crees».

—Swetlana no es como tú crees —dijo mi padre.

Suspiré y pregunté:

—Vaya, ¿es todavía peor?

Los ojos de mi padre reflejaron tristeza. Es impresionante lo tristes que pueden ponerse unos ojos cuando pertenecen a un hombre mayor.

—Quiere mucho a su hija.

—Pues qué bien —contesté mordaz. Como si aquello pudiera cambiar algo.

—¿Tanto te cuesta imaginar que alguien me quiera? —inquirió.

—No, ¡pero sí que te quiera una mujer como ésa! —repliqué con demasiada sinceridad.

Guardó silencio. Por lo visto, sabía perfectamente que yo tenía razón. Pero entonces dijo:

—Si me hace feliz, da igual que me quiera, ¿no?

Hay enamorados que hacen preguntas aún más desesperadas. Pero no muchos.

Habría sacudido a mi padre hasta que la parte del cerebro donde estaba guardada Swetlana le saliera por la oreja. En vez de eso, le acaricié la mejilla, envejecida y arrugada. Pero él me apartó la mano y dijo con determinación:

—Si no eres capaz de llevarte bien con Swetlana, tendrás que marcharte de casa.

Se fue y yo me quedé hecha polvo: mi propio padre me amenazaba con ponerme de patitas en la calle.

Al irme, pasé por delante de la cocina, donde Swetlana y el monstruo de su hija jugaban con un rompecabezas. Swetlana parecía feliz, mucho menos amargada de lo que la había visto hasta entonces. Como si se hubiera quitado un peso del corazón. O bien porque ya estaba en Alemania con su hija y podía saquear la cuenta corriente de mi padre o bien porque la niña se había curado de la epilepsia. Seguramente, por ambas cosas. Me quedé parada porque entonces tuve muy claro que el día anterior habíamos sido testigos de un milagro. Me embargó un profundo respeto. Quizás debería decirle a Swetlana que su hija estaba curada para siempre. Eso nos uniría humanamente. Podríamos tirar por la borda todas las disputas. El milagro de Jesús nos fundiría en una comunión…

Entonces, la niña me vio y me sacó la lengua. Yo le hice un gesto con el dedo corazón y salí de casa.

* * *

Había quedado con Jesús en la pasarela donde nos habíamos sentado por la mañana. Para mucha gente, semejante encuentro habría sido una experiencia fantástica; bueno, quizás no para Osama bin Laden. Porque entonces se habría dado cuenta de que había pasado la última década viviendo en cuevas afganas sin sanitarios para nada de nada. Pero yo sólo era Marie, de Malente, ¿de qué iba a hablar con él alguien como yo? Me sentía abrumada.

Llegué a la pasarela; Jesús ya estaba allí, de pie hacia el sol poniente. La escena era tan fantástica que Miguel Ángel seguramente se habría replanteado el proyecto de la Capilla Sixtina si la hubiera visto. Jesús llevaba la misma ropa de siempre, que nunca se le ensuciaba; debía de ser uno de los lados prácticos de ser el Mesías. Por la mañana, mi corazón había dado saltos de alegría al verlo, pero ahora sólo me sentía muy intimidada.

—Hola, Marie —me saludó Jesús.

—Hola…

Me costaba decir «Jesús» y, por lo tanto, lo dejé en «Hola» y me abroché el botón superior de la blusa. Mis sentimientos hacia él seguían por los suelos, noqueados.

—¿Qué haremos? —preguntó.

—Yo… Primero te enseñaré un poco Malente —propuse tímidamente.

—Bien. —Jesús sonrió.

La cosa funciona, pensé.

* * *

Llevé a Jesús a la otra iglesia protestante del pueblo. Donde se habían casado mis padres. Un templo, pensé, sería lo más adecuado para aquella cita. Seguro que mucho mejor que una visita al club de salsa.

—¿Vienes a menudo? —se interesó Jesús cuando entramos en la iglesia, pequeña y sin muchas pretensiones.

¿Qué tenía que contestar? ¿La penosa verdad? ¿O una mentira? Pero seguro que mentir a Jesús no era aconsejable, sobre todo si el infierno existía realmente.

—A veces —contesté. Me pareció que el enfoque correcto para controlar la situación era no mojarme.

—¿Y cuál es tu oración preferida? —preguntó Jesús con curiosidad.

Ay, madre mía, no me sabía ninguna de memoria. Pensé a toda prisa y contesté:

—Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar.

—¿Coméis en la iglesia? —preguntó Jesús asombrado.

Dios, qué bochorno. Decidí cerrar la boca antes de volver a meter la pata. Deambulamos en silencio hacia el altar. Jesús no podía estar muy contento viendo todos aquellos crucifijos (seguro que le despertaban recuerdos), pero parecía muy feliz de que en aquella casa se venerara a Dios.

Sólo que… yo no era un hacha en veneraciones. Y por eso me sentía un poco mal. ¿Cómo resistiría toda la noche?

Jesús contempló las pinturas que había en las paredes mientras yo miraba desesperadamente al suelo y pensaba que ya podrían fregar la iglesia de vez en cuando.

De repente, Joshua soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigada, levanté la vista del suelo sucio y lo miré.

—No se parece en nada a mi madre.

Señaló una de las imágenes de María, en la que ostentaba una aureola y parecía tallada en ébano. María en el establo con el Niño Jesús en brazos.

—Tenía más arrugas —dijo Jesús sonriendo.

Nada extraño, teniendo en cuenta las circunstancias familiares, pensé.

—Y la piel más oscura.

Sí, a la Iglesia no le va la gente de las tierras del sur.

—No lo tuvo fácil —prosiguió Jesús—. Nada fácil. Al principio, todos la tomaban por loca.

Miré a san José, que estaba junto a María, y pensé que, al principio, seguro que él estaba entre los primeros de la lista de los que la tenían por loca. Va la mujer y le dice a un hombre con el que nunca había tenido relaciones sexuales: «Eh, tú, José…, ejem…, no te vas a creer lo que me ha pasado…»

Jesús se dio cuenta de que estaba observando a José y explicó:

—José iba a deshacer el compromiso con discreción para que la deshonra no cayera sobre María. Pero luego se le apareció un ángel en sueños y le dijo quién se estaba formando en el seno de María. Y que tenía que tomarla por esposa.

Un hombre que contrae matrimonio con una mujer embarazada. Honroso. Hoy en día, tampoco lo hace nadie.

—A partir de entonces me aceptó con amor y me educó como a un hijo —continuó explicando Jesús.

—¿Cómo se educa a Jesús? —pregunté sorprendida.

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