A Gabriel le daba un miedo infernal que su adorada no se tomara en serio la Biblia y habló sin ambages:
—Jesús no acogerá a todo el mundo en el reino de los cielos.
—Oh, ¿tendré que hacerme devota en mi vejez? —Le parecía tan tierno que el pastor se preocupara tanto por ella.
—¡Sí! ¡Maldita sea! —gritó Gabriel.
Ese arrebato la desconcertó.
—Es la primera vez que te oigo maldecir.
—Todos los impíos serán castigados —explicó Gabriel en voz baja y preocupada.
—Los impíos vivimos mejor el presente porque no nos dejamos intimidar por esos terroríficos textos bíblicos —replicó Silvia.
Luego miró el reloj; tenía que ir a la consulta o empezaría tarde la visita. Pero Gabriel era realmente una dulzura cuando se alteraba. ¿Por qué no se había dado cuenta hasta entonces? Claro, porque su ex marido tenía ahora una conejita bielorrusa y a ella la había asaltado de repente el miedo a envejecer sola. Eso lo sabía su mente analítica de psicóloga. También sabía que era normal reaccionar de ese modo ante el nuevo amor de su ex marido. Y que había que disfrutar de las cosas buenas de la vida.
Así pues, se despidió de Gabriel diciéndole:
—Esta noche iré a verte.
Le dio un beso de amiga en la mejilla. Luego bajó las escaleras del edificio con paso decidido.
Gabriel se tocó la mejilla, turbado: así que eso era lo que se sentía cuando te daban un beso. Ahora sí que no quería perderla. Pero no iba sobrado de tiempo para salvar a su gran amor. Jesús ya había regresado al mundo.
Al despertarme en la habitación de cuando era pequeña, no me cupo duda: yo era un M.o.n.s.t.e.r. (Mujer Oronda iNmadura Soltera Treintañera con Energía ceRo). Estaba decaída y acongojada en la cama. Estaba hecha polvo. La noche había sido horrible y ahora dejaba paso a un día lluvioso. En vez de estar volando de viaje de novios rumbo a Formentera, haciéndome servir bocadillos por la azafata, estaba tumbada en mi cuarto de niña, mirando fijamente la mancha del techo, que se iba agrandando debido a la lluvia, y preguntándome si aquél no sería un buen momento para convertirme en alcohólica.
Aparté la vista de la mancha de humedad, paseé la mirada por el cuarto y descubrí mi vieja minicadena. De adolescente, siempre que tenía penas de amor escuchaba
I Will Survive
y bailaba por toda la habitación como un canguro que va de éxtasis.
Entonces me ponía como una moto durante cuatro minutos, pero sólo para volver a derrumbarme en el acto y preguntarme si yo realmente sobreviviría. Luego, sudando, ponía
I Am What I Am
, pero eso aún era menos efectivo. Con esa canción siempre me preguntaba: ¿
What Am I
realmente?
Hoy no pensaba preguntármelo, lo sabía perfectamente:
I Am a M.o.n.s.t.e.r.
Y también estaba segura de que no sobreviviría a todo aquello si no ocurría un milagro.
Junté las manos y recé a Dios para pedirle uno.
«Dios mío, por favor, por favor, haz que todo vuelva a ir bien. De alguna manera. Ni idea de cómo. El caso es que todo vuelva a ir bien. Si lo haces, iré a la iglesia todos los domingos. De verdad. Prometido. Por muy aburridos que sean los sermones. Y no bostezaré ni volveré a pensar nunca más en Jesús… Quiero decir que sí pensaré en Jesús, pero no como ayer. Y también donaré una décima parte, o como Tú lo llames, el diezmo de mi sueldo mensual para buenas obras… O mejor digamos una veinteava parte, porque si no iré muy apurada. Pero, si Tú quieres, donaré la quinceava parte, a eso llego, y podría permitirme tener coche… Vale, vale, si tiene que ser así, ¡donaré el diezmo! El caso es que no me sienta tan miserable como ahora. Eso vale todo el dinero del mundo. ¿Quién necesita coche? Además, perjudica el medio ambiente. ¿Qué te parece el trato? Yo me hago religiosa y sacrificada y ahorro CO
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, y Tú haces que todo vuelva a ir bien. Si estás de acuerdo, hazme una señal… O espera, ¡no, no, no! Lo haremos de otra manera: si estás de acuerdo, ¡no me hagas NINGUNA señal!».
Aguanté la respiración un momento; si no me llegaba ninguna señal, cosa nada improbable y que, por lo tanto, me parecía una oferta bastante inteligente por mi parte, todo volvería a ir bien. Podría ser feliz aunque tuviera menos dinero, me quedara sin coche y tuviera que pasar los domingos en la iglesia.
Tenía tantas esperanzas de que Dios no me haría ninguna señal.
En aquel preciso instante, el revoque del techo empapado por la lluvia se desplomó justo encima de mi cara. Me levanté frustrada, me froté la cara y escupí polvo de mortero. Si Dios existía, aquello era una señal. Y significaba que no aprobaba mi fantástico trato. Pensé cómo podía mejorar la oferta: Dios no podía exigirme que me metiera a monja. Por otro lado, si las cosas seguían así, nunca volvería a disfrutar del sexo, y las monjas a veces eran muy alegres, al menos en las películas y en los libros, donde al principio parecían muy rigurosas, pero luego resultaba que eran sabias y tenían mucho salero… Y a lo mejor pasaba por allí un pastor protestante de visita, en la época de recolección de las manzanas, un tipo como Matthew McConaughey…, alguien con el corazón roto como yo, a lo mejor su esposa se había caído por un acantilado en Irlanda… y llevando en brazos a su hijo recién nacido… y él nunca volvería a enamorarse y, claro, eso cambiaría de golpe cuando me viera…
En ese instante llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —pregunté titubeando.
—Soy yo —contestó mi padre.
Lo último que necesitaba era discutir con mi padre; no tenía energía para hacerlo.
—Ha venido el carpintero y tiene que echarle un vistazo al tejado.
Miré el revoque del techo, aún tenía el sabor a mortero en la boca, y pensé: «El carpintero de las narices ya podría haber venido un día antes».
—Tiene que pasar por la trampilla de tu habitación para subir al desván —gritó mi padre.
Yo tenía la cara llorosa y llena de polvo, y me sentía fatal. Nadie tenía que verme así. Pero, por otro lado, casi todo Malente se habría formado ya una mala opinión de mí; por lo tanto, qué más daba lo que pensara de mí el carpintero. Y si tenía que quedarme vegetando en esa habitación el resto de mi vida, sería mejor que el techo no se me viniera encima.
—¡Un momento! —contesté—. Tengo que vestirme.
Bastaba con que me vieran con la cara cubierta de polvo, sólo faltaría que encima abriera en ropa interior.
No tenía ninguna prenda de vestir allí (todas estaban en el apartamento de Sven y mío), pero algo habría en mi armario de quinceañera. Lo abrí y encontré jerséis y tejanos. Me puse un jersey de estilo noruego y parecía una morcilla nórdica enseñando el ombligo. Tampoco cabía en los pantalones. No me entraban las caderas. Estaba clarísimo que, emulando a los árboles, mi barriga había crecido a razón de un anillo por década.
—Marie, ¿vas a tardar mucho? —preguntó mi padre, impaciente.
Pensé con nerviosismo: la ropa de Kata tampoco me entraría, ni la de Swetlana, o sea que no hacía falta ni pedirlo.
—¡Marie! —insistió mi padre.
No me quedaba otra elección: volví a ponerme el vestido de novia. Con la cara llena de polvo, parecía un fantasma, sólo me faltaba llevar la cabeza debajo del brazo; de hecho, me sentía realmente como si me hubieran decapitado.
Abrí la puerta. Al verme, mi padre se quedó atónito un momento y luego dijo:
—Ya era hora.
Entonces le hizo señas a alguien para que pasara.
—Marie, te presento a Joshua. Ha tenido la amabilidad de venir a arreglar el tejado.
Entró un hombre de mediana estatura, vestido con tejanos, camisa y botas de ante. Tenía la tez morena, el pelo largo y ondulado, y llevaba una barba cuidada. Con los ojos llenos de polvo, en una fracción de segundo vi que se parecía un poco a uno de los Bee Gees.
—Joshua, ésta es mi hija, Marie —me presentó mi padre, y añadió—: Normalmente no se viste así.
Los ojos oscuros del carpintero eran de mirada grave, como si ya hubieran presenciado lo suyo. Ver aquellos ojos increíblemente dulces me trastocó.
—Buenos días, Marie —dijo con una maravillosa voz profunda, que me perturbó todavía más.
El carpintero me dio la mano para saludarme. Tenía un apretón de manos firme. Y por extraño que pareciera, aquel apretón de manos me causó una profunda sensación de amparo.
—Frblmf… —farfullé. No estaba en condiciones de decir nada razonable.
—Encantado de conocerte —dijo formalmente, ¡pero con qué voz!
—Frddlff —contesté.
—Voy a echarle un vistazo al tejado —explicó.
Y yo respondí con un «Brmmlf» de aprobación.
Me soltó la mano y, de repente, volví a sentirme muy insegura. Quería que volviera a estrechar mi mano. ¡Ya!
Pero Joshua abrió la trampilla con el guizque, bajó la escalerilla y trepó hacia arriba. Tenía una manera de moverse tan vigorosa como elegante, y me sorprendí mirándole el trasero. Cuando el carpintero desapareció por fin en el desván, pude volver a pensar con un poco más de claridad. Dejé que el fantástico trasero siguiera siendo un fantástico trasero, salí a toda prisa de la habitación y llamé a la puerta de la que había sido la habitación de niña de Kata. Mi hermana me abrió en ropa interior y bostezando como un cocodrilo en plena fase de «estoy digiriendo a un pigmeo».
—¿Puedes ir a buscarme ropa? —pregunté.
—¿Quieres que vaya a casa de Sven?
—Es que, si voy yo, podría producirse un crimen de género.
—Con lo furioso que estaba ayer, es muy posible… —convino Kata.
Bostezó otra vez, se estiró para desperezarse y entonces, de repente, se estremeció. Le dolía la cabeza y eso me dio miedo.
Kata vio mi espanto y me tranquilizó:
—No es una recaída. Ayer por la noche bebí vino de garrafa.
Aliviada, quise darle un beso, pero levantó las manos para protegerse.
—Lávate antes de darle un beso a alguien.
* * *
Después de ducharme, me repanchingué en la cocina con una taza de café. Sola. Mi padre se había ido de excursión al Báltico, a pasar el día con Swetlana. Intenté desesperadamente quitarme de la cabeza la idea de que aquella mujer podría ser mi nueva madre. Cuando por fin lo conseguí, medité sobre mi desastrosa vida. ¿Cómo dicen siempre? Hay que aprender de las crisis. Sería ridículo que no supiera aprovechar aquella crisis para encauzar mi destino hacia un nuevo rumbo más feliz. ¡Sí, señor!
Pero ¿y si no lo conseguía? ¿Si yo seguía siendo siempre tan infeliz y desastrosa como ahora?
Mejor pensaba en Swetlana.
Y mejor aún en aquel Joshua.
Tenía un carisma increíble. Y qué ojos, qué voz. Me jugaría lo que fuera a que, si se lo proponía, aquel carpintero sería capaz de conseguir que mucha gente se apasionara por una buena causa… Por ejemplo, por el aislamiento térmico.
¿Qué me había dicho? Que estaba encantado de conocerme. Eso había sonado sincero. Y no me había mirado los pechos como la mayoría de los hombres cuando dicen algo parecido.
Me había tuteado sin pedirme permiso. Pero a lo mejor era porque venía de algún país del sur. De Italia o alguna cosa por el estilo. A lo mejor tenía una casa en la Toscana, que él mismo había construido… con el torso desnudo.
Pero ¿por qué había venido? ¿Tenía dificultades en su país? ¿Quizás problemas laborales?
Caray, no paraba de pensar en un hombre al que, hasta entonces, sólo le había gruñido unos cuantos sonidos.
* * *
El raudal de pensamientos se interrumpió al llegar Kata, que había vuelto con dos maletas llenas de ropa.
—¿Cómo está Sven? —pregunté.
—Como tú.
—¿Hecho papilla?
—Exacto.
Me sentí terriblemente culpable, nunca había hecho tan infeliz a un hombre. Normalmente, los hombres me hacían infeliz a mí. Suspiré y le pregunté a Kata:
—¿Tienes que irte hoy mismo?
Deseaba tanto que se quedara conmigo.
—Será mejor que me quede contigo hasta que vuelvas a estar bien.
—¿Los próximos cien años?
—Lo que haga falta —contestó sonriendo.
La abracé.
—Me estás estrujando —se quejó.
—¡Es lo que quiero! —repliqué cariñosamente.
* * *
Cuando acabé de estrujarla, al cabo de cinco minutos, me cambié de ropa y me alegré de poder ponerme por fin unos tejanos y un jersey. Subimos al piso de arriba, queríamos ir a la habitación de Kata a hacer las cosas que en ese momento más nos interesaban: ella dibujar y yo compadecerme y hundirme en la depresión.
Sin embargo, al pasar por delante de mi cuarto, oí a Joshua cantar en el desván. En un idioma extranjero. No era italiano. Con su voz profunda y realmente conmovedora. Claro que también me habría conmovido si hubiera cantado «¿De dónde llegáis a mí? Del país de Pitufín».
Le dije a Kata que quería coger una cosa y que enseguida la seguiría. Luego fui a mi habitación, trepé por la escalera de la trampilla y llegué al desván.
Joshua acababa de quitar una ventana que no cerraba herméticamente y la estaba dejando en el suelo. Parecía concentrado, pero muy relajado. Por lo visto, era de los que se olvidan de todo mientras trabajan.
Cuando me descubrió, dejó de cantar. Yo tenía curiosidad por saber qué canción cantaba y le pregunté:
—¿Qqqq cccinnn?
No podía continuar así. Desvié la mirada al suelo a toda prisa, me concentré y volví a la carga.
—¿Qué… estaba… cantando?
—Un salmo sobre la alegría del trabajo.
—Ah…, vale —contesté desconcertada. Yo raramente utilizaba las palabras «alegría» y «trabajo» juntas en una misma frase. Y la palabra «salmo», nunca.
—¿Y en qué idioma? —Ya era capaz de mirarlo y pronunciar una frase casi sin errores. El truco consistía en no mirarle a los ojos, profundos y oscuros.
—Hebreo —contestó.
—¿Es su lengua materna?
—Sí, soy de una región de la actual Palestina.
Palestina. No era tan atractiva como la Toscana. ¿Sería Joshua un refugiado?
—¿Por qué se fue? —le pregunté.
—Mi época allí tocó a su fin —respondió Joshua como quien ha aceptado plenamente el rumbo que toman las cosas.
Parecía en paz consigo mismo. Pero increíblemente serio. ¡Demasiado serio! Me pregunté qué tal sería ver reír de verdad a aquel hombre.
—¿Quiere cenar hoy conmigo? —pregunté.