Jesús me quiere (8 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Tenía un aspecto deplorable. Estaba borracho y terriblemente furioso.

—¡Me has engañado! —me gritó.

—No te he engañado —respondí.

—No, claro que no —se burló con acritud—. Me apuesto lo que sea a que te lo has estado montando con ese melenudo.

—Amigo —dijo Joshua en tono tranquilo, y se interpuso entre nosotros—. No le levantes la voz a Marie.

—Tú ya te estás pirando, hippie. ¡O te parto la cara!

—No lo hagas —advirtió Joshua con suavidad. Pero Sven ya le había atizado un sopapo.

—¡Oh, Dios mío! —grité, y miré a Joshua, que se tocaba la mejilla. Por lo visto, Sven le había arreado fuerte.

—Vamos, ¡pelea si eres hombre! —gritó Sven.

Pero Joshua se limitó a quedarse donde estaba, no hizo nada, absolutamente nada. Con la cogorza que llevaba Sven, habría podido darle una paliza, parecía estar en muy buena forma. Además, él no estaba ni de lejos tan borracho como Sven. Pero Joshua no dio muestras de responder a la provocación.

—No pelearé contigo, amigo…

—¡Yo no soy tu amigo! —Sven volvió a atizarle. Esta vez con el puño.

—Ahhh —se lamentó Joshua. Aquello tuvo que dolerle.

—¡Defiéndete! —exigió Sven.

Joshua se limitó a mantener una pose amigable, sin rastro de agresividad. En plan Gandhi. Sven, en cambio, volvió a golpear. Joshua cayó al suelo. Sven se abalanzó sobre él y siguió pegando y pegando, a la vez que gritaba:

—¡Defiéndete, mariquita!

Presa del pánico, pensé: «Sí, Joshua, ¡defiéndete! ¡No dejes que te machaque!».

Pero Joshua no devolvió un solo golpe. Sven continuó moliéndolo a golpes. No pude soportarlo más, agarré a Sven por el cuello y lo aparté de Joshua.

—¡Para ya!

Sven me miró furioso y me echó el aliento a alcohol a la cara. Por un instante temí que me golpearía. Pero no lo hizo. Dejó en paz a Joshua, me dijo «No quiero volver a verte nunca más» y se fue.

Tan fuerte como pude, le grité:

—¡Dalo por hecho!

Luego me volví hacia Joshua, que se incorporó con el labio partido. Me sentí fatal; al fin y al cabo, yo tenía la culpa de que Sven estuviera tan rabioso. Pero también estaba enfadada con Joshua; si se hubiera defendido un poco, no habría salido tan malparado. ¡Y yo no me sentiría tan culpable!

—¿Por qué no te has defendido? —le pregunté, furiosa y cargada de mala conciencia.

—Si alguien te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra —contestó Joshua serenamente.

Eso me enfureció aún más.

—¿Quién te has creído que eres? —le espeté—. ¿Jesús?

Joshua se irguió entonces temblando ligeramente, me miró a los ojos y declaró:

—Sí, lo soy.

Capítulo 14

—¡¡¡Scotty!!! ¡Sácanos de aquí! —gritó Kirk.

—Pero, capitán…

—¡Nada de peros! ¡Se cree en serio que es Jesús! —insistió Kirk.

—¡Pero no podemos desaparecer sin más!

—¿Por qué no? —Kirk estaba a punto de perder los estribos.

—Porque está herido.

Kirk se quedó pensando: Scotty tenía razón, no podían dejar solo a Joshua en aquel estado.

Pero eso no le gustaba a Kirk.

—¿Scotty?

—¿Sí, capitán?

—Hay algo que siempre he querido decirte.

—¿Qué?

—¡Eres un incordio!

* * *

Observé a Joshua, que apenas se sostenía en pie y tenía el labio sangrando.

—Seguramente querrás saber por qué estoy aquí —dijo en tono sereno.

No, ¡no quería saberlo! No me interesaba saber de qué manicomio se había escapado. Por lo tanto, contesté:

—No hables, tienes que recuperarte. Te llevaré a casa de Gabriel.

—No hace falta, puedo ir solo —dijo Joshua, y confié en que fuera cierto; lo único que yo quería era alejarme de él cuanto antes.

Anduvo dos pasos y se desplomó. ¡Mierda!

Sven le había dado más fuerte de lo que yo creía. Lo sostuve todo el camino hasta la casa parroquial.

—He vuelto al mundo porque… —insistió Joshua.

—¡Chist!

No quería oírlo. Con la locura que ya había en mi vida, me bastaba y me sobraba. No me hacía falta añadir la suya.

Llamé a la puerta y Gabriel me abrió vestido con camiseta imperio. Una visión que me habría encantado ahorrarme.

Gabriel me ignoró, ver a Joshua de aquella manera le afectó profundamente.

—¿Qué le has hecho? —preguntó.

—En el asalto número doce, le he propinado un magnífico gancho de izquierda —contesté mordaz.

—No es momento de impertinencias —replicó Gabriel, y su voz sonó infinitamente más severa que en las clases de confirmación.

Le expliqué lo que había ocurrido. Gabriel me miró furioso, me llevó aparte y masculló:

—¡Deja en paz a Joshua!

—Con mucho, mucho, mucho, mucho, mucho, mucho y quinientas veinticuatro veces más mucho gusto —contesté, también mascullando.

Gabriel entró a Joshua medio grogui en casa. Entonces me fijé en tres cosas muy extrañas. En primer lugar, Gabriel trataba a Joshua con la misma solicitud que un sirviente a su señor. En segundo lugar, Gabriel tenía dos cicatrices enormes en la espalda. Y en tercer lugar, oí una voz que decía «¿Qué pasa?», y esa voz se parecía un montón a la de mi madre.

Me acerqué a toda prisa a una ventana, miré dentro de la casa parroquial y, efectivamente: por allí andaba mi madre. En ropa interior.

Entonces recuperé la sobriedad.

Capítulo 15

Entretanto

Gabriel llevó a Joshua a la habitación de invitados, le curó las heridas y, muy preocupado, lo veló junto a la cama hasta que se durmió. ¿Por qué se había mezclado el Mesías con Marie? Gabriel no llegó a ninguna respuesta viable y acabó volviendo con la madre de Marie, que estaba acurrucada en la cama. Para un antiguo ángel, aquella visión era increíble: durante décadas, había deseado unirse a ella, y el sueño por fin se había hecho realidad. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Los ángeles sabían de siempre que Dios tenía un curioso sentido del humor, pero hasta entonces el sentido del humor de Dios no se había desplegado en toda su amplitud para Gabriel: que la gente practicara el sexo siguiendo el principio de darle al serrucho era una broma exquisita del Todopoderoso.

Y una actividad maravillosa.

Lo terrible era que el mundo pronto tocaría a su fin y las posibilidades de que la adorada de Gabriel entrara en el reino de los cielos tendían a ser nulas. Había intentado convertir a Silvia, pero ella había dejado la Biblia en la mesilla de noche y le había lamido el lóbulo de la oreja. Entonces, él había olvidado por completo que quería convertirla.

Sin embargo, aunque su gran amor consiguiera entrar en el reino de los cielos, Gabriel dudaba de que en el reino de Dios estuviera previsto aquel maravilloso mecanismo de sierra.

—¿Qué miras tan preocupado? —le preguntó la madre de Marie.

Gabriel le quitó importancia diciendo que todo iba bien y le dio un beso.

—¿Es por el carpintero? —Silvia no aflojaba; al fin y al cabo, era psicóloga.

Gabriel reflexionó: no podía ponerla al corriente de nada. No podía decirle que, antes de desplazarse a Jerusalén para la gran batalla entre el bien y el mal, Jesús quería estar de nuevo entre los hombres para ejercer una última vez su querido oficio de carpintero, que el Mesías había ido con ese objetivo a casa de Gabriel, porque era el ángel a quien Jesús más estimaba, y que Gabriel había avisado a Jesús de cuánto habían cambiado los tiempos y de que estar entre los hombres no le depararía mucha alegría, pero que el Mesías era un tipo muy, muy terco, al que no podías hacer cambiar de opinión cuando se le había metido algo en la cabeza (los rabinos cantaban al respecto una canción de lamento en los templos). Y Gabriel tampoco podía confesar a Silvia que Jesús había tenido una cita precisamente con su hija.

¿Qué quería Jesús de Marie?

—¿Contestarás hoy a mi pregunta? —insistió Silvia.

Gabriel se volvió hacia ella.

—El carpintero es un gran hombre —se limitó a decir.

—Seguro que no la tiene tan grande como tú —respondió mi madre sonriendo satisfecha, y Gabriel se puso colorado.

Una cosa estaba clara: en los días que le quedaban al mundo para continuar existiendo en su forma actual, seguro que no se acostumbraría a los comentarios picantes sobre su serrucho.

Silvia empezó a besarle de nuevo. Sí, claro que le interesaban los problemas de Gabriel, pero hacía demasiado que no tenía a un hombre a su lado. Ya habría tiempo para conversaciones psicológicas.

Gabriel respondió a sus cariñitos a medio gas. Pensaba en Joshua. Le esperaba una gran tarea. Tenía que erigir el reino de Dios en la Tierra. Y nadie podía molestarle. Aunque una persona tan normal y corriente como Marie no podía echar a perder el fin del mundo, ¿no?

Capítulo 16

Entré medio grogui en casa de mi padre y me encontré con Swetlana. Iba descalza, llevaba un albornoz y estaba apoyada en el fregadero, tomándose un café en mitad de la noche. La imaginé durmiendo con mi padre. Le habría arrancado los ojos a mi imaginación.

—¿Qué ha sido ese ruido que se oía fuera? Parecía una pelea —preguntó Swetlana.

Hablaba muy bien alemán. Teóricamente lo había estudiado, seguro que en la Facultad de Ciencias Aplicadas para Cazar Maridos de la universidad pública bielorrusa.

Me cabreé. ¿Qué le importaba a ella de qué iba aquel ruido? ¿Por qué tenía que dirigirle la palabra? ¿Por qué no se había quedado en Minsk? ¿Por qué había caído el puñetero telón de acero? ¿Dónde se metían los regímenes totalitarios cuando realmente los necesitabas?

—Déjame en paz —contesté cabreada—. Y no te pasees por aquí con tan poca ropa.

Swetlana me miró enfadada. Le aguanté la mirada, ¡a lo mejor así podía hacerla desaparecer! Supermán la habría fulminado con su visión calorífica.

—Eres muy maleducada —replicó—. Me gustaría que cambiaras tu conducta conmigo.

—De acuerdo, seré aún más maleducada —respondí.

—Quieres que me vaya de aquí —afirmó.

—Oh, no necesariamente; también puedes arder por combustión espontánea.

—Lo creas o no, quiero a tu padre.

—Sí, claro, y lo conoces desde hace tres semanas —suspiré.

—A veces sólo hace falta un instante para enamorarse —replicó.

¿Por qué me vino entonces Joshua a la cabeza? Aparté mis pensamientos del carpintero y le dije a Swetlana:

—Tú sólo buscabas a un hombre que te trajera a Occidente.

—Sí, y gracias a Dios, conocí a tu padre. Es un hombre maravilloso.

Resoplé despectivamente.

—Y será un padre magnífico para mi hija.

—¿TU QUÉ? —grité.

—Mi hija.

—¿TU QUÉ?

—Mi hija. Ahora está en Minsk con su abuela.

—¿TU QUÉ?

—Tienes tendencia a repetirte.

—¿TU QUÉ?

—A eso me refería.

No me lo podía creer: ¡mi padre también tendría que mantener a su mocosa!

—Mi madre vuela hoy a Hamburgo con mi hija.

—¿La abuela también viene?

—No temas, la abuela cogerá el primer vuelo de vuelta a Minsk.

—No habrá salido muy barato.

—La pequeña no puede volar sola. Y mi madre trabaja en la Administración y sólo le han dado un día de fiesta.

—¿Y quién paga los billetes?

—¿Tú qué crees? —contestó Swetlana con un deje de tristeza en la voz.

—Lo tuyo no tiene nombre —mascullé.

—No tienes ni idea de cómo es mi vida —replicó Swetlana—. Y no tienes ningún derecho a juzgarme.

—Sí lo tengo, ¡es mi padre! —Intenté lanzarle una mirada lo más amenazadora posible.

Swetlana respiró hondo y luego habló con una serenidad increíble:

—Comprendo que tengas miedo por tu padre. Pero yo nunca le haré tanto daño como tú a tu prometido.

Tragué saliva, no podía replicar nada. Swetlana salió de la cocina. Una vez en la puerta, se volvió.

—No juzguéis y no seréis juzgados.

Luego se fue. La seguí con la mirada, dispuesta a juzgarla, y a fondo.

A mí también me apetecía tomar un café: tal como había ido la noche, hasta la cafeína me tranquilizaría. Pero entonces vi el cuaderno de dibujo de Kata sobre la mesa de la cocina. Había dibujado una nueva tira que me disuadió de golpe.

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