La historia de una mujer, Marie, que se enamora de un carpintero llamado Jesús. Un trozo de pan… Un desastre de marido. Marie tiene un gran talento para enamorarse del hombre equivocado. Poco después de cancelar su boda, conoce a un carpintero. Es un hombre diferente a todos los que ha conocido antes: sensible, atento, desinteresado. Desafortunadamente, en su primera cita él le confiesa que es Jesús. Al principio, Marie piensa que está completamente loco, pero poco a poco se da cuenta de que su historia es cierta. Se ha enamorado del Mesías, que ha venido a la Tierra poco antes del Juicio Final. Marie deberá hacer frente no sólo al fin del mundo, previsto para el próximo martes, sino a la historia de amor más descabellada de todas las que ha vivido.
David Safier
Jesús me quiere
Jesus liebt mich
ePUB v1.2
deor6720.04.2012
Título:
Jesús me quiere
© 2010, David Safier
Título original:
Jesus liebt mich
Traducción: Lidia Álvarez Grifoll
Diseño original de la colección: Josep Bagá Associats.
Ilustraciones: © Ulf K.
Editorial: Editorial Seix Barral. Grupo Planeta. Biblioteca Formentor
ISBN: 9788432228681
A Marion, Ben y Daniel
…os quiero
Jesús nunca tuvo ese aspecto, pensé al mirar una Santa Cena que había en el despacho del pastor protestante. Si era un judío árabe, ¿por qué en la mayoría de las imágenes parece uno de los Bee Gees?
No seguí con mis pensamientos porque entró en el despacho el pastor Gabriel, un señor mayor con barba, ojos de mirada intimidatoria y la frente surcada por unas profundas arrugas de preocupación que deben de salirle a todos los que se pasan treinta años teniendo que cuidar ovejas.
—¿Le quieres, Marie? —me preguntó sin antes saludar.
—Sí… Ejem… Pues claro que quiero a Jesús…, un hombre magnífico… —respondí.
—Me refiero al hombre con quien quieres casarte en mi iglesia.
—Oh…
El pastor Gabriel siempre hacía preguntas así de indiscretas. La mayoría de los vecinos de nuestro pequeño pueblo, Malente, lo atribuía a que se preocupaba en serio por la gente. Yo, en cambio, creía que era, ni más ni menos, un fisgón increíble.
—Sí —repliqué—, claro que le quiero.
Mi Sven también era un hombre encantador. Un hombre tierno. Con el que podía sentirme protegida. Al que no le importaba lo más mínimo estar con una mujer cuyo índice de masa corporal ofrecía motivos para unas cuantas oraciones de lamentación. Y, ante todo, con Sven podía estar segura de que no me engañaría con una azafata como había hecho mi ex, Marc, al que le deseaba que acabara asándose en el infierno. A cargo de unos demonios la mar de creativos.
* * *
—Siéntate, Marie —me indicó Gabriel, y acercó su butaca de lectura al escritorio.
Me senté y me hundí en la piel oscura de los años setenta, mientras él se sentaba a la mesa. Tenía que levantar la vista para mirarlo y enseguida lo comprendí: aquel ángulo de visión estaba muy estudiado.
—Así que quieres casarte en mi iglesia —preguntó Gabriel.
No, en un gallinero, le habría contestado con retintín, pero en el tono más correcto posible repliqué:
—Sí, por eso quería hablar con usted.
—Sólo te haré una pregunta, Marie.
—¿Cuál?
—¿Por qué quieres casarte por la Iglesia?
La respuesta sincera habría sido: porque no hay nada menos romántico que una boda civil. Y de pequeña ya soñaba con casarme de blanco, y lo sigo soñando, aunque mi cabeza me dice que no hay nada más cursi, pero ¿a quién le interesa la cabeza en una boda?
Sin embargo, me pareció que admitir todo eso no era precisamente lo más conveniente para mi petición. Por eso, con la mejor sonrisa que conseguí esbozar, balbuceé:
—Yo… Necesito casarme sin falta por la Iglesia…, ante Dios…
—Marie, nunca te veo en misa tanto como antes —me cortó Gabriel.
—Yo… Yo… tengo mucho trabajo.
—El séptimo día hay que descansar.
Yo descansaba el séptimo día y también el sexto, y a veces incluso me hacía la enferma para descansar uno de los cinco primeros días, pero seguramente Gabriel no se refería a eso.
—Hace veinte años, ya dudaste de Dios en las clases de confirmación —me recordó Gabriel.
El hombre tenía buena memoria. ¡Aún se acordaba! Por aquel entonces, yo tenía trece años y salía con el guapo de Kevin. En sus brazos me sentía como en el cielo, y mi primer beso con lengua fue con él. Pero, por desgracia, él no se conformaba con besarme, siempre quería meterme mano por debajo del jersey. Yo no se lo permitía porque pensaba que ya había tiempo para eso. Una opinión que él no compartía. Por eso, en una fiesta de confirmandos, metió la mano debajo del jersey de otra, justo delante de mis ojos. Y el mundo que yo conocía acabó en aquel momento.
No me consoló que Kevin hubiera tratado los pechos de la otra con la misma sensibilidad que demuestran los panaderos al elaborar la masa del pan. Ni siquiera mi hermana Kata, dos años mayor que yo, consiguió calmarme, por mucho que me dijera cosas como: «No te merece», «Es un imbécil» o «Tendrían que fusilarlo».
Así pues, fui a hablar con Gabriel y, con lágrimas en los ojos, le pregunté: «¿Cómo puede haber un dios si en el mundo hay cosas tan vomitivas como las penas de amor?».
* * *
—¿Recuerdas qué te contesté? —preguntó Gabriel.
—Dios permite las penas de amor porque ha dado libre albedrío al hombre —repliqué, recitando un poco de carrerilla.
También recordé que, en aquella época, pensé que Dios ya podría haberle quitado el libre albedrío a Kevin.
—Yo también tengo libre albedrío —explicó Gabriel—. Estoy a punto de jubilarme y ya no tengo por qué casar a nadie si no estoy convencido de que teme a Dios. Espera a mi sustituto. Llegará dentro de seis meses.
—¡Pero nosotros queremos casarnos ahora!
—¿Y eso es problema mío? —preguntó en tono provocador.
Callé y me pregunté: ¿puedes pegarle a un pastor?
—No me gusta que utilicen mi iglesia como un local de fiestas —explicó Gabriel, y me lanzó una mirada penetrante.
Estuve a punto de sentirme culpable, pero la rabia borró mi vaga mala conciencia.
—Ya sabes que hay otra iglesia protestante en el pueblo —dijo Gabriel.
—Pero… yo no quiero casarme allí.
—¿Y por qué no?
—Porque… porque… —no sabía si decírselo. Pero, de hecho, tanto daba; era evidente que el pastor Gabriel no tenía una buena opinión de mí. Así pues, dije tímidamente—: Porque en esa iglesia se casaron mis padres.
Para mi perplejidad, Gabriel se mostró más suave:
—Tienes más de treinta años, ¿no deberías haber superado ya la separación de tus padres?
—Claro…, claro, la he superado, sería una tontería que no fuera así —respondí.
Al fin y al cabo, tenía a mis espaldas unas cuantas horas de terapia, estuve yendo hasta que me resultaron demasiado caras. (De hecho, todos los padres deberían estar obligados a abrir una libreta de ahorros a sus hijos justo al nacer, para que luego pudieran pagarse el psicólogo.)
—Pero tienes miedo de que te traiga mala suerte celebrar tu boda en la iglesia donde se casaron tus padres —insistió Gabriel.
Después de dudar un poco, asentí:
—Es que soy supersticiosa.
Me dedicó una mirada sorprendentemente comprensiva. Por lo visto, su amor cristiano al prójimo acababa de movilizarse.
—De acuerdo —dijo—. Podéis casaros aquí.
No me lo podía creer.
—Es… ¡es usted un ángel, pastor!
—Lo sé —contestó sonriendo con una extraña melancolía.
Cuando Gabriel se dio cuenta de que yo lo había notado, me indicó que me marchara.
—Deprisa, antes de que me lo repiense.
Aliviada, me levanté de golpe y me apresuré hacia la puerta. Entonces, mi mirada se topó con otra pintura, esta vez de la Resurrección de Cristo. Y pensé que realmente tenía pinta de ponerse a cantar
Staying Alive
.
—Ya te lo dije, el pastor Gabriel es un buen hombre —comentó Sven mientras me daba un masaje en los pies sobre el sofá de nuestro pequeño apartamento, una buhardilla monísima.
Al contrario que a los demás hombres, a él le encantaba hacerlo, cosa que yo atribuía a un extraño defecto genético. Mis ex novios me habían hecho masajes de diez minutos como mucho y siempre esperando sexo a cambio de ese magnífico trabajo. Sobre todo Marc, el amante de azafatas, al que deseaba que acabara en medio de unos demonios muy, muy creativos, y expertos en el venerable arte de la castración.
* * *
Antes de conocer a Sven a los treinta y tantos, yo era
single
y mi vida sexual brillaba por su ausencia. Siempre que veía a una mujer con hijos, notaba que mi reloj biológico hacía tictac. Y siempre que esas madres agotadas me sonreían compasivas y me explicaban que sólo teniendo hijos podías ser una mujer feliz, realizada y en paz contigo misma, mi seguridad en mí misma, frágil de por sí, se veía afectada. En esos momentos, sólo conseguía tranquilizarme con una cancioncilla que había compuesto especialmente para esas situaciones: «Yo no tengo estrías, ¡chincha, rabia! Yo no tengo estrías, ¡chincha, rabia!».
El día que conocí a Sven, ya estaba procurando hacerme a la idea de que acabaría como una de esas viejas a las que encuentran fiambres en su apartamento de una sola habitación cuando ya llevan siete meses muertas.
Poco antes, en una cafetería de Malente, le había cantado demasiado alto mi canción de las estrías a una madre flamante extremadamente nerviosa. La feliz madre realizada me enseñó de inmediato lo muy en paz que estaba consigo misma: me tiró el café a la cara. Tropecé, me caí y me golpeé contra el canto de una mesa. Me abrí una herida en la frente, cogí un taxi para ir al hospital y allí me recibió Sven. Trabajaba de enfermero y no era una belleza extraordinaria: en eso hacíamos muy buena pareja. Cuando lloré mientras me cosían la herida, me dio un pañuelo. Cuando me lamenté de las manchas que tenía en mi preciosa blusa, me consoló. Y cuando le di las gracias por todo, me invitó a una pizza. Quince pizzas después me fui a vivir con él, contentísima de perder de vista mi apartamento de una sola habitación.
Ochenta y cuatro cenas después, Sven me pidió matrimonio como es debido: de rodillas y con un precioso anillo que al menos le había costado el sueldo de un mes. Además, pidió al equipo de fútbol infantil al que entrenaba en su tiempo libre que hiciera un corazón gigante de rosas y cantara
Tuyo es mi corazón
.
—¿Quieres casarte conmigo? —me preguntó.
Por un momento pensé: «Si digo que no, estos niños quedarán traumatizados de por vida».
—¡Claro que quiero! —respondí entonces, profundamente conmovida.
* * *
Sven empezó a frotarme los pies con un aceite
Extra Sensitive
que olía a rosas, cuando mi mirada se posó en el
Malenter Kurier
, el periódico local. Había señalado un anuncio inmobiliario.
—Tú… ¿has marcado eso?
—Es que hay una nueva promoción de viviendas, a un precio que podemos permitirnos.
—Y… ¿por qué tendríamos que ir a verla? —pregunté alarmada.