Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (53 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

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Es ahí, en sus continuas visitas a El Escorial para impartir su indiscutible saber al ya único hijo varón del conde de Barcelona donde el antiguo secretario general del Movimiento (1969-1974), el antipático y distante catedrático de Derecho Político Fernández-Miranda empezaría a forjar una íntima y peculiar relación con su distinguido alumno que le llevaría a ejercer, desde entonces y durante 16 años, como preceptor, padre, profesor, confidente… y también, ¡cómo no!, de delegado del autócrata con amplios poderes. Todo ello redundaría en una gran autoridad y predicamento del docente sobre el futuro rey que, con el tiempo y la creciente confianza entre ambos, llegaría a cristalizar en una clara dependencia política del alumno hacia el profesor, asumiendo poco a poco el primero, en plan reservado desde luego, las teorías del segundo para asentar sin traumas la nueva monarquía ideada por Franco, así como para hacerla viable en el futuro a través de una muy controlada transición que diera vida a una democracia, asimismo muy vigilada.

Torcuato Fernández-Miranda sería, pues, el primer valido o apoderado del actual rey de España, mucho antes de que accediera al trono y bastante antes de ser nombrado
Juanito
sucesor de Franco. Valido político de primer nivel, igual que lo fueran, también desde el principio pero en el campo castrense, primero Alfonso Armada y más tarde, aunque con un perfil más bajo, Nicolás Cotoner y Cotoner. Nombrado vicepresidente del Gobierno de Carrero Blanco, Fernández-Miranda asumiría la Presidencia interina a la violenta muerte de éste en 1973 por atentado etarra, aunque la lucha por el poder dentro del franquismo, desatada con toda virulencia tras el asesinato del almirante, acabaría perjudicando su figura en beneficio de Arias Navarro.

Don Torcuato fue, sin género de dudas, el planificador, el ideólogo, el muñidor de la transición del franquismo a la democracia en sus primeros años, en la etapa más difícil, la que arranca en los años 60 y alcanza su apogeo entre los años 1975-1976 con la magistral operación entre bastidores de su propio nombramiento como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino (conseguido con la colaboración de Arias Navarro), la dimisión de éste como presidente del Gobierno y el nombramiento para ese puesto de Adolfo Suárez.

Pero su relación personal con el nuevo y joven presidente Suárez (así como con su valedor, el rey) se deterioraría muy rápidamente debido, con toda certeza, a sus celos por la política propia y sin servidumbres que puso aquel en marcha en detrimento de sus propios planes. Los pactos de Adolfo Suárez con Felipe González y Santiago Carrillo, de cara a la legalización de todos los partidos de izquierda y en pro de unas elecciones generales sin condicionamientos, disgustaron sobremanera a don Torcuato, que había puesto en su particular agenda, aprobada en su día por Juan Carlos, la creación de un sistema político en el que se alternaran en el Gobierno de la nación dos partidos: el socialdemócrata (PSOE histórico de Rodolfo Llopis, anticomunista) y una formación de centro-derecha alejada de los ultras franquistas.

El rey Juan Carlos apostaría finalmente por su nuevo valido, el joven político de Cebreros catapultado por él mismo y también por don Torcuato, a la Presidencia del Gobierno, y esto llevaría a este último a presentar la dimisión irrevocable de todos sus cargos en 1977, escasas fechas antes de las primeras elecciones generales del 15 de junio de ese año. El último Borbón, el entonces joven monarca que había empezado a masacrar a sus enemigos políticos con la defenestración de Arias Navarro, aprendía también a abandonar, a traicionar, a sus mejores hombres. Torcuato Fernández-Miranda había ofrecido importantes servicios al Estado y a su persona, pero los nuevos intereses de la Corona empujaban a ir por otro camino y el caballo ganador lo representaba, en aquellos momentos, un joven, prometedor y ambicioso político que daba una muy buena imagen de modernidad. progreso y aires de cambio: Adolfo Suárez.

El rey Juan Carlos aceptaría la dimisión de Torcuato Fernández-Miranda mucho antes de que ésta se hiciera efectiva, en la soledad de su despacho y sin testigos; exactamente igual a como lo haría, tiempo después, con el hombre que acababa de tomar su testigo como nuevo valido regio, como nuevo apoderado de un rey ambicioso y sin escrúpulos, cuando los generales franquistas pidieran su cabeza en el otoño de 1980. Pero como buen rey a la vieja usanza,
Juanito
no dejaría irse a su viejo profesor, a su primer
kleenex
humano, con las manos vacías, huérfano de los consabidos honores y condecoraciones que tan pródigamente reparten los monarcas entre sus súbditos de primer nivel. Así, a don Torcuato, le caerían en cascada, en el momento de su despedida: el ducado de Fernández-Miranda, el nombramiento de senador por designación real y el Toisón de Oro. Casi nada. ¡Menudo puente de plata el que le tendía el desagradecido amo y señor a su distinguido siervo para que se fuera para siempre de su vida con viento fresco! Honores y gabelas
posmorten
que, sin embargo, no aliviarían un ápice la amargura que se llevaría pegada a su alma cuando emprendiera el camino del exilio este primer valido de la nueva democracia española caído en desgracia.

Este primer «cadáver» político juancarlista, este antiguo profesor de Derecho Político, este inteligente, ambicioso, huraño y tímido político que quiso hacer historia acercándose al Borbón de nuestra historia sin saber el gravísimo peligro que corría con ello, moriría en Londres, el 19 de junio de 1980, como consecuencia de un paro cardíaco.

Adolfo Suárez

La gran figura del consenso, del entendimiento, de los pactos, el sustituto de Torcuato Fernández-Miranda en el corazón de Juan Carlos I, el nuevo valido que emergía a la superficie de la política y el poder en la atormentada España de la pre-transición. El joven y valeroso político Adolfo Suárez, prestaría durante años, desde 1976 a 1981, grandes servicios al Estado procurando, a la vez, enormes satisfacciones a los ciudadanos españoles que verían abrirse ante ellos un prometedor camino de libertades y esperanza. Sabría enfrentarse, también con valor y astucia, al poder fáctico por excelencia de entonces, el Ejército franquista (por orden de su valedor, el rey Juan Carlos, todo hay que decirlo, que siempre quiso evitar el pulso directo con unos generales que podían arrebatarle la corona en cuestión de horas), permitiéndose incluso el lujo de legalizar a su enemigo mortal, el Partido Comunista de España. Pero, finalmente, como ya hemos visto con todo detalle en el capítulo correspondiente del presente libro, amenazado por el Ejército, cercado sin piedad en su búnker de la Presidencia del Gobierno, atacado donde más le dolía: la propia Zarzuela, tachado de «traidor a la patria», y con el «ruido de sables» helando la sangre de millones de españoles… sería defenestrado por el propio Juan Carlos, que serviría así, en bandeja de plata, su cabeza política a los generales más retrógrados de la derecha castrense.

Mucho se ha especulado por periodistas, políticos e investigadores sobre aquella sorpresiva dimisión del primer presidente de la democracia española después de la dictadura, llevada a efecto, aunque no fraguada y decidida, el 30 de enero de 1981, apenas tres semanas antes de que el aparato de la Zarzuela (dirigido por el valido castrense Alfonso Armada) pusiera en marcha el teatrillo político-militar autorizado por el rey y pactado con el general Milans del Bosch, la cúpula militar y los dirigentes de los principales partidos políticos, que todos los españoles conocemos como «la intentona del 23-F». Y que con su verdadero nombre: «Solución Armada», tuvo que ser puesta en ejecución precipitadamente porque la pactada dimisión de Suárez no les había parecido suficiente a algunos ensoberbecidos generales franquistas que querían también la cabeza del «rey traidor a los principios fundamentales del antiguo régimen».

Adolfo Suárez, un gran político, uno de los más inteligentes, honestos, valientes y sacrificados políticos que nunca haya dado este país (a buenas horas mangas verdes se le otorga ahora, treinta años después y enfermo, el Toisón de Oro, después de haberle ninguneado y vilipendiado durante lustros) sería pues, ¡como no!, también traicionado y ejecutado por el que había sido su mentor, su superior, su señor, su presunto amigo: el rey de España. Otra más de las grandes figuras políticas (quizá la más grande) que en beneficio exclusivo de la monarquía borbónica heredera del franquismo sería utilizada al máximo, exprimida hasta la última gota de su sangre, para después tirarla a la papelera de la Historia con absoluta frialdad.

Alfonso Armada

¡He aquí al super valido militar borbónico por excelencia, al preceptor, al ayudante, al padre consentidor, al superior jerárquico que se las sabe todas, al secretario, al general, al jefe de su Casa, al «padrino» de su boda, al confidente, al «facedor de entuertos regios», al ocultador de secretos de Estado que harían tambalear a éste cuando quisiera… al finalmente traicionado y enviado a galeras durante treinta años!

Este hombre, que hubiera podido tumbar a la monarquía juancarlista con sólo unas pocas palabras suyas dichas donde las tenía que decir: en el tribunal militar de Campamento o en sede parlamentaria, monárquico visceral, militar cortesano, ambicioso sin límites, fiel como un perro… estuvo siempre, desde el año 1955, en el que entrara al servicio de su futura majestad (entonces un taciturno, mediocre y rencoroso joven de 17 años de edad que se preparaba para ingresar en la Academia General Militar de Zaragoza siguiendo los designios de Franco), al lado de Juan Carlos, convirtiéndose con el paso de los años en su otro yo, en su sombra, en su amigo, en el padre que éste siempre quiso tener en lugar del triste, deprimido y perdedor don Juan, en el confidente de sus cuitas amorosas en detrimento de su otro valido militar, don Sabino, que nunca quiso saber de la agitada vida amorosa del último Borbón, en el planificador y ejecutor de sus chanchullos políticos y cacicadas militares. Como la más famosa, estrafalaria y peligrosa: el 23-F, que pudo llevar a la nación española a una nueva guerra civil exclusivamente por salvar su preciada corona de las iras de los generales franquistas que no perdonaban su traición al Movimiento Nacional, y que, finalmente, le costaría al fiel servidor palaciego su carrera, su honor, su credibilidad y treinta años de prisión militar. Condena rebajada
de facto
, eso sí, después de pactar con su señor su amnesia total y su sordomudez absoluta para el resto de sus días, a la mucho más llevadera de cinco años, el último de los cuales lo pasaría, enfermo y deprimido, ocupando en plan VIP con toda su familia, una planta completa del Hospital Militar Gómez Ulla de Madrid.

Este Alfonso Armada, este marqués de Rivadulla, este ambicioso general, este supremo «facedor de entuertos regios», este valido a la vieja usanza, este poder oculto entre bastidores, este conspirador nato… personifica sin duda lo peor de la monarquía juancarlista, un muy especial régimen dictatorial en la sombra que ha extendido sus tentáculos hacia todos los ámbitos de la vida pública española durante los más de treinta años que lleva explotando su particular herencia franquista.

Sabino Fernández Campo

Hombre fiel, inteligente, cauto, trabajador nato, consciente de la responsabilidad que, tras la separación táctica de su predecesor Armada del poder castrense de La Zarzuela, le tocó asumir.

Se podría decir, contrapesando el apelativo que le acabo de colgar al sinuoso marqués de Rivadulla, que el bueno de don Sabino ha sido durante muchos años el «desfacedor de entuertos» que aquél generaba en palacio, aún estando ausente de él.

Don Sabino fue, durante más de 16 años en La Zarzuela, el hombre efectivo, reservado y fiel que tripuló en secreto la nave de un alocado capitán coronado que sólo tocaba puerto en busca de los placeres de la regalada vida que le tocó vivir por una pirueta de la Historia y se pasaba después largas temporadas vagando en alta mar, hundido en el sopor de las juergas pasadas.

También el general Sabino Fernández Campo podría haber hablado, desvelado, comentado, explicitado, sacado a la luz pública importantes secretos de Estado (alguno de los cuales, como aquel del 23-F en el que fue providencial co-protagonista, está ya por lo demás suficientemente aireado en el presente libro), atacando con suma virulencia a un rey que le traicionó, que le vilipendió, que le trató con bajeza y desagradecimiento. Pero en lugar de tirar por ese camino, después de que su honesta persona fuera arrojada abruptamente de palacio tras uno de los frecuentes e imprevisibles ataques de ira de su campechano señor (en base a los reproches que en razón a su disipada vida personal se permitía hacerle el general), prefirió siempre actuar con suma discreción, cortesía, altura de miras y sentido de la responsabilidad. Porque el general Fernández Campo, que no quede de esto ninguna duda, fue realmente traicionado por su rey, ninguneado por él, despreciado, insultado públicamente… aunque al final, como suele ocurrir en estos casos, su propio verdugo moral tuviera el cinismo de hacerle noble por decreto, regalándole un condado: el de Latores. De todas formas, el autor de estas líneas, que sabe de lo que habla, está absolutamente convencido de que esa figura sobria y ejemplar de la reciente historia de España que es don Sabino, ennoblecida por el trabajo bien hecho y por la ingratitud manifiesta de su señor, no se rasgará las vestiduras si un buen día (previsiblemente cercano) recibe la noticia de que la monarquía que él no sólo defendió sino que salvó de la muerte súbita, ha pasado a peor vida…

***

Mi intención era, cuando empecé a escribir el presente capítulo, desgranar una a una, por lo menos en un apretado recordatorio personal, las traiciones, los desagradecimientos palmarios y los abandonos culpables que sufrieron prácticamente todas las personalidades políticas y militares de la llamada transición que tuvieron la desgracia de servir al todavía rey de España en los círculos más íntimos de su absoluto poder personal. Pero quizá pueda resultar esto repetitivo y hasta monótono, pues la mayoría de ellas, sobre todo del mundo castrense, ya han aparecido en estas páginas en trascendentales momentos de la vida del último de los Borbones españoles que estoy tratando de sacar a la luz pública. Por ello no voy a adentrarme en todas las traiciones o perceptibles desagradecimientos que de su real persona sufrieron personajes tan conocidos como los generales Milans del Bosch, Mondéjar, Gabeiras, Quintana Lacaci, González del Yerro, Muñoz Grandes… que le prestaron, en su momento, importantes servicios institucionales y personales; u otros del mundo de la política como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández-Miranda, su propio padre don Juan de Borbón o el mismísimo dictador Franco, aunque de esta última traición (con perjurio incluido) debemos congratularnos todos los españoles porque gracias a ella recibimos unas ciertas libertades y una anoréxica democracia; o financieros y testaferros como Mario Conde, Prado y Colón de Carvajal, o Ruiz Mateos; o declarados enemigos o competidores en la carrera hacia su corona como D. Jaime de Borbón, su hijo Alfonso de Borbón Dampierre y otra vez su propio progenitor, el conde de Barcelona.

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