Juanita la Larga (27 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Juanita le apretaba el cuello con ambas manos haciéndole sacar tres pulgadas de lengua fuera de la boca, como perro jadeante.

Harto le pesaba tener que matarle. No había previsto Juanita que pudiese llegar aquel extremo; pero, puesta en él, estaba resuelta a todo por más que le pesase.

Apeando a D. Andrés el ya inoportuno tratamiento de V. E., le dijo:

—¡Ríndete o mueres!

Nada contestó D. Andrés, porque no podía contestar. Lo que hizo fue retirar la diestra atrevida.

Aflojó entonces Juanita el dogal que tenía echado al cuello del cacique y le dijo:

—¿Te rindes a discreción? ¿Te declaras vencido?

—Me declaro vencido: haz de mí lo que quieras.

—¿Aprobarás y aplaudirás ahora que yo me case con D. Paco y serás en la boda su padrino?

—Aprobaré, aplaudiré y seré padrino en la boda.

—¿Serás además constante y bondadoso amigo mío, sin guardarme rencor, y pagándome, como debes, la amistad pura que yo te profeso y la estimación con que te miro?

—Seré tu mejor amigo como lo mereces.

Juanita entonces se levantó de un brinco, dejando libre a D. Andrés, que se levantó también algo maltrecho, mohíno y humillado por la derrota.

Trocada así en piedad la cólera, Juanita hizo esfuerzos de imaginación, y, entre cándida y maliciosa, inventó desatinos para disimular o explicar su triunfo.

—No te aflijas, dijo. Lo que te pasa le hubiera pasado a un jayán: al propio Goliat. No soy yo quien te ha vencido sino el demonio que ahogaba a los impuros novios o amantes de la que fue luego mujer de Tobías, a fin de guardarla entera para él. Sin duda, D. Paco, que es muy devoto de San Rafael, Patrono de Córdoba, halló al tal demonio, en el desierto en que ha estado, y con el auxilio del arcángel, le desató y le envió a esta casa para que me defendiese. Por él estuviste, poco ha, y volverías a estar, si de nuevo te desmandaras, muy a punto de morir ahorcado como un zorzal entre mis dedos convertidos en percha. Pero no pienses más en eso. ¡Qué lástima si hubiera dado yo, sin querer, un día de luto a la ya entonces mal llamada Villalegre! Ahora no debemos pensar sino en el gran placer que hay en renovar amistades después de una brava batalla. Aquí no ha habido ni vencido ni vencedor. Digamos ambos a la vez, tú a mí y yo a ti:

Valiente eres, capitán,

y cortés como valiente;

con tu espada y con tu trato

me has cautivado dos veces.

—Tú eres mi cautivo y yo quiero ser tu cautiva, es decir, más amiga tuya que antes.

Y diciendo así, tendió de nuevo ambas manos a D. Andrés, más cariñosamente y con mayor confianza que la vez primera. Luego añadió:

Ahora vete con Dios y vuelve por aquí dentro de poco, a las diez y media, para que, en presencia de mi madre y de varios amigos, se celebren con D. Paco mis esponsales.

—Volveré como deseas. Antes de irme te dejaré aquí para el rescate de mi pariente Antoñuelo, a quien tanto o más que tú tengo obligación de proteger, los ocho mil reales que hay que dar al tendero murciano.

—Ya está arreglado eso. No necesito los ocho mil reales.

—Pues aunque no los necesites quédate con ellos, y tú y D. Paco contad con otros ocho mil más que os daré como regalo de boda.

Dicho esto se fue D. Andrés a la calle, no sin besar galantemente al despedirse la linda mano que había estado a punto de estrangularle.

Apenas salió D. Andrés, Juanita abrió la puerta de su alcoba, donde, como en chiquero, había estado doña Inés encerrada. Salió ésta de allí algo atontada y muda de espanto. Salió igualmente muy mansa y muy benigna, y aunque perdidas sus ilusiones respecto al misticismo de Juanita, casi tan prendada ahora de su patente bizarría como antes de su misticismo, ya convertido en humo.

De todos modos, doña Inés siguió admirando la virtud de Juanita, y aun formó desde allí en adelante sobre su casta entereza un concepto muy superior al que tenemos de las antiguas heroínas que nos ponen por modelo las historias sagradas y profanas. Doña Inés, discurriendo sobre esto, pensó que al fin y al cabo Susana sólo tuvo que defenderse de dos viejos petates y no de un hombre guapo, rico y joven aún como el cacique. Lucrecia, a lo que doña Inés entendía, sucumbió aunque se mató después. Y en cuanto a Timoclea, tan ensalzada por Plutarco y a la que el macedón Alejandro concedió su admiración, todavía doña Inés tenía más que criticar, porque Timoclea, durante el saco de Tebas, no acertó a defenderse del capitán de los tracios, y sólo después le mató arrojándole a un pozo, porque aquel bárbaro le pidió dinero; de suerte que, si se le hubiera dado en vez de pedírsele, él hubiera quedado vivo y la anterior violencia impune.

Razón tenía, pues, doña Inés, en seguir admirando a Juanita; en decirle, como le dijo, que se alegraría de tenerla por madre política; en desistir con gusto de que Juanita se hiciese monja para que no eclipsase a la Monja Alférez y fuese la Monja Generala, y en ofrecerle para el regalo de su boda la cantidad que pensaba dar para la dote de su monjío.

Llamada por Juanita, acudió Rafaela, que se quedó estupefacta y boquiabierta al ver allí a doña Inés, a quien acompañó a su casa.

Doña Inés prometió volver con don Álvaro a las diez y media.

XLV

Cuando Juanita se quedó sola, se lavó la cara y las manos, se alisó el pelo y sacó del armario el famoso vestido de seda, regalo de D. Paco.

Ella había tenido cuidado de refrescarle y de modificarle, dejándole a la moda del día. Con tela que tenía de sobra el corte y que ella había guardado, se había hecho un nuevo corpiño de medio escote, a propósito para recepciones y tertulias. Se puso este vestido, se miró al espejo y quedó muy satisfecha encontrándose bien.

Al volver Rafaela y al ver a Juanita vestida de gala, tuvo nuevo motivo de admiración.

Juanita y la criada encendieron después los tres velones que tenían, cada uno con cuatro mecheros.

Encendieron además veinte o veintidós velas de cera y lo iluminaron todo tan ricamente, que la casa parecía aderezada para una solemne fiesta.

A poco llegó Juana la Larga, no trastornada porque era sobria y prudente, pero algo sobreexcitada y de buen humor por haber presidido la opípara cena en casa de D. Andrés Rubio, cenando ella entre el rey David y San Pedro.

Al ver Juana la Larga la iluminación que en su casa había y cuyo fin ignoraba, receló por un instante que se había excedido en beber vino y que a causa de aquel exceso veía tantas luces.

Pronto la tranquilizó Juanita explicándoselo todo.

Juana se puso más contenta que unas pascuas.

No bien dieron las diez y media, entraron casi a la vez todos los convidados. Eran éstos doña Inés y D. Álvaro, D. Andrés Rubio, el maestro de escuela D. Pascual, el tendero murciano y doña Encarnación su mujer, el padre Anselmo y D. Paco, personaje principal de la fiesta. Venía éste hecho un brinquillo, muy bien afeitado y peinado, con la levita nueva, regalo y obra de Juanita, y en el ojal con la condecoración azul que ella le había concedido.

Todos estaban ya informados de lo que iba a suceder, unos directamente por Juanita, según ya hemos visto, y otros por medio del maestro de escuela, a quien Juanita había dado el encargo de convidarlos. No fueron, pues, indispensables, ni discursos, ni explicaciones. Reinó allí muy cordial alegría.

Rafaela, auxiliada por Calvete, a quien llamó para este fin, sirvió un delicado piscolabis. Para los que no habían cenado o tenían suficiente capacidad estomacal, hubo chocolate con hojaldres y con tortas de aceite; y para todos, mostachones, roscos y bizcochos de espumilla con mistela y dos o tres clases de rosolis.

Cuando cundió el regocijo y se aumentó la animación de todos, Juanita los formó en círculo, asidos de las manos, y se puso a cantar con mucha gracia y con muy afinada y buena voz, aunque no había estudiado música, el célebre cantar del Conde de Cabra:

Yo no quiero al Conde de Cabra,

Conde de Cabra, ¡triste de mí!

que a quien quiero solamente,

solamente, es ¡ay!, a ti.

Al cantar
es ¡ay!, a ti
, Juanita miró con ojos muy dulces a D. Paco. Luego siguió cantando:

Arroz con leche,

me quiero casar

con un guapo mozo

de porte real.

Y tocando con sus manos en los hombros de cuantos había en el corro, sin excluir al cura, que la miraba complacido, Juanita fue diciendo:

—Ni con éste, ni con éste, ni con éste.

Al llegar a D. Paco, que dejó Juanita para lo último, dijo
sino con éste
, y le dio un abrazo muy apretado.

D. Paco la tomó por la cintura, la chilló, la aupó y la levantó a pulso dos o tres veces en el aire.

Todos aplaudieron y gritaron:

—¡Que vivan los novios!

Anunciada ya la boda para lo más pronto posible, los futuros esposos fueron felicitados.

El padre Anselmo, viendo que D. Andrés y los Sres. de Roldán hacían regalos muy lucidos, no quiso ser menos, hasta donde sus recursos lo consintiesen. Y con el fin de que su regalo tuviese el significado de retractación y palinodia, prometió hacer venir de Madrid un lujoso corte para un vestido de seda.

El maestro D. Pascual estaba harto mal de dineros, pero tenía buenos libros, y quiso dar inmediatamente, para regalo a Juanita, algunos tomos de la Biblioteca de Rivadeneira; entre ellos
El Romancero General
y las
Comedias de Tirso
, a cuyas heroínas era Juanita muy semejante por lo desenfadada y traviesa.

D. Ramón, que traía en cartera el pagaré para que Juana le refrendase y pusiese en él su visto bueno, en vez de dar o de prometer, recibió por lo pronto las veinticinco onzas peluconas, o sean los ocho mil reales. Pero D. Ramón se sintió estimulado a competir y hasta a vencer en generosidad a los otros. Dijo al oído a su mujer el prurito que sentía de ser generoso, y doña Encarnación tuvo que dominarse para no arañarle. La generosidad triunfó, a pesar de todo, en el corazón del tendero murciano.

—Juanita, dijo: yo te doy dos mil reales para que te merques un hermoso brazalete de oro, diamantes y perlas.

Al hablar así, D. Ramón devolvió a Juanita el pagaré que ella había firmado. En seguida añadió:

—Según el pagaré, tú me eres deudora de diez mil reales, y como me has dado ocho mil, me debes dos mil aún. Yo te los perdono.

La generosidad de D. Ramón fue solemnizada por toda la concurrencia con los más ruidosos aplausos.

Veinte días después de lo que acabamos de contar se celebraron las bodas de Juanita y don Paco.

Los mozos del lugar no prescindieron de la cencerrada que debía darse a D. Paco como viudo.

Él y Juanita la oyeron cómoda y alegremente desde la casa y alcoba de D. Paco, donde Juanita estaba ya, sin que hasta la una de la noche les molestase el desvelo que podía causar aquel ruido. Cesó éste al fin convirtiéndose en vivas y aclamaciones, merced a la simpatía que inspiraban los novios y a una arroba de vino generoso y a bastantes hornazos y bollos que el alguacil y su mujer repartieron entre los tocadores de los cencerros.

Así D. Paco se durmió al fin con reposo y merced al silencio, y también se durmió Juanita, a la vera suya, como mansa cordera y no como fiera leona; suave y graciosa como Jerusalén y no terrible como un escuadrón de caballería.

Epílogo

Después de los sucesos referidos han pasado seis o siete años.

Posible es, por más que a mí me apesadumbre, que los personajes principales que en esta historia figuran a nadie interesen; pero, como yo he tenido que tratar de ellos y que describir sus caracteres, les he cobrado bastante afición, despertando en mi alma curioso interés la situación y término en que hoy se hallan.

Interrogado por mí el diputado novel a quien debo todo el relato, me ha comunicado las noticias que voy a transcribir como contera o remate, aunque los críticos lo tachen de superfluo.

D. Paco sigue gozando de la privanza del cacique y gobernando en su nombre cuanto hay que gobernar en la villa. Juanita, casada con él, le adora, le mima y le ha dado dos hermosísimos pimpollos: una niña que se llama también Juanita la Larga, tercera de este nombre y apellido, y que promete valer tanto como su madre, porque ya es muy linda, picotera y graciosa; y un Ricardito, como su abuelo materno, que es un diablejo, ágil, robusto y bullicioso, por lo que sus padres le destinan a que sea, también como su abuelo, oficial de caballería.

Juanita no ha embarnecido. Está gallarda y bonita como siempre. Se viste de seda sin que el padre Anselmo la censure en sus sermones, y parece una princesa encantada, pues no pasan días por ella. Tampoco envejece D. Paco, porque la felicidad mantiene, conserva y hasta remoza, y él es feliz de veras.

El pobre D. Álvaro Roldán es el que está muy averiado. Hace ya tiempo que se quedó lelo, paralítico y con los dedos engarabatados. No se sabe si es falta de la lengua o de algún otro órgano del aparato vocal, pero es lo cierto que ya no puede decir ni dice sino:

—Ta, ta, ta, ta, ta.

Doña Inés le cuida con esmero y cariño de esposa; pero como es tan moralizadora y tan concionante, le reprende a menudo con suavidad.

Cuando, a pesar de su deplorable situación, a Serafina, que le cuida, la mira con ojos encandilados, y lo ve doña Inés, ésta le dice:

—¿Es posible, Alvarito, que no te abandone el demonio que te posee? ¡El vicio que huye de todo tu cuerpo se te mete en la cabeza y no te deja! ¡Da asco y vergüenza!

—Ta, ta, ta, ta, ta, contesta D. Álvaro.

Si por señas se queja del estómago o del vientre que le muge como si tuviera allí, no una borrega, sino dos o tres becerras, doña Inés exclama:

—Si te lo tengo dicho mil y mil veces, siempre has sido un glotón de siete suelas, pero ya, hijo mío, no estás para eso. Tus fuerzas digestivas son muy pocas. Menester es que te moderes y que seas sobrio si no quieres reventar el día menos pensado.

Y D. Álvaro responde:

—Ta, ta, ta, ta, ta.

Calvete, que ha pasado de zagalón a ser un mozo muy gentil y brioso, y que es al mismo tiempo travieso y más malo que la quina, viendo que D. Álvaro no puede quejarse de sus travesuras, ya que ni habla ni escribe, se deleita a menudo en ponerle furioso.

Para ello acude a Serafina que está muy frescachona y floreciente y que sigue tan regocijada como en su primera juventud. En las barbas de D. Álvaro se pone el bellaco de Calvete a retozar amorosamente con Serafina; y D. Álvaro, fuera de sí, con espumarajos en la boca, grita como un energúmeno:

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