Al hallarse en presencia de D. Andrés, la asaltaron dudas y sintió algo como remordimiento.
—¿Hasta qué punto, pensó, me puedo permitir la burla que quiero hacer a este hombre, y hasta qué punto se la tiene merecida? ¿He sido suficientemente acosada para llegar a este extremo?
Como si ella misma se contestase, y sin dar tiempo a que D. Andrés dijese palabra, Juanita habló de esta suerte:
—Perdóneme V. E. Sr. D. Andrés, si le he atraído a mi casa con algo que puede calificarse de engaño. Me pidió V. E. una cita amorosa y yo se la he concedido…
—Pues entonces, dijo D. Andrés, no es mi perdón sino infinitas gracias lo que tengo que darte.
—Así sería, dijo la muchacha, si yo, desmintiendo la lealtad de mi carácter, no hubiese en esta ocasión engañado a V. E.
D. Andrés era hombre de mucha calma y de bastante mundo. Presumió que la muchacha quería hacerse valer, ir cediendo poco a poco y no declararse desde luego vencida. Tomó, pues, una silla y se sentó con mucho reposo apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y el coloquio durasen media hora, serían el
andante
de un dúo y harían más vivo y más grato el
allegro
que vendría después.
Echados estos cálculos y ajustando a ellos su conducta, D. Andrés dijo:
—Veo con sorpresa que he venido a hacer aquí el extraño papel de tu confesor. Te me confiesas desleal y engañosa. ¿Qué quieres? Feos pecados son esos, pero la pecadora es tan bonita que yo la perdonaré y la absolveré si se arrepiente.
—De nada tengo que arrepentirme. Lo que he hecho, lo he hecho porque no podía por menos. V. E. me perseguía, me comprometía, me exponía y se exponía a sí mismo a tener un lance con mi novio. He sido leal y no he ocultado a V. E. que tengo novio y que le quiero y que por nada y por nadie del mundo le faltaré nunca. V. E. ha sabido por mi boca que ese novio mío es su amigo de toda la vida. Si él debe a V. E. muchos favores, también V. E. excelencia se los debe. Y si esto no le arredra y si no desiste de perseguirme y de solicitarme, ¿quién es aquí el desleal y el engañoso: V. E. o yo?
—No hay de mi parte, contestó D. Andrés, ni deslealtad ni engaño. El lazo reciente que a don Paco te une, bien puede desatarse con la misma prontitud con que se ha atado. Ni a él ni a ti os conviene. A él y a ti os sirvo y os valgo interviniendo para que el lazo se rompa. Quizás le dolería a él por lo pronto, pero más tarde me lo agradecería. Más tarde sentiría la satisfacción de verse libre de un absurdo compromiso.
—El compromiso, exclamó Juanita enojada, no es ni absurdo ni repentino. Hace ya cerca de dos años que él me ama de amor; que me respeta cuando todos me desdeñaban; que me trata como a una señora y como a una santa cuando todos me juzgaban una perdida; que no ha sentido vergüenza ni ha vacilado en ofrecerme su mano y en darme su nombre; que aun viéndose desdeñado por mí, ha seguido amándome y que me ha celado, y, creyéndome pocos días há prendada de otro hombre o harto liviana para concederle favores, ha faltado poco para que se muera de pena. ¿Qué hay pues de absurdo ni de repentino en este compromiso? Yo le quiero y sería la más ingrata de las mujeres si no le quisiese. Yo le amo desde hace tiempo aunque hasta ayer no se lo he declarado y no le he dicho que soy suya. Suya soy ahora, y lo seré siempre, y sería yo muy vil si sólo con el pensamiento y si sólo por un leve instante quebrantase la fe que le tengo prometida.
—Todo eso estará muy bien. No vengo aquí a discutirlo contigo. Ni para que tú me lo digas ni para que yo lo discuta, te he pedido yo y tú me has concedido la cita. Yo no soy un personaje ridículo y tú no tienes derecho para querer hacerme objeto de una necia burla.
—Yo estaba exasperada Sr. D. Andrés y si alguna falta hubo en mí, harta disculpa tiene. Por mi humilde cuna, por mi baja condición social, todos me despreciaban, incluso V. E. Confieso que he querido vengarme de este desprecio, y aun convertirle en aprecio, haciendo sentir a V. E. que valgo más de lo que imagina.
—Ahí está tu equivocación, Juanita; dijo don Andrés. Yo no he creído que te menospreciaba y que te humillaba al requebrarte. Sobre poco más o menos tan plebeyo soy yo como tú y tan humilde es mi cuna como la tuya. Si tu madre se emplea en adobar cerdos, mi padre, antes de hacerse rico, como arriero y como labrador, guardó los cerdos en sus primeros años, porque fue porquerizo. Con que ya ves que nada nos debemos. Ya ves que es una tontería imaginar que yo te he solicitado por la bajeza de tu extracción. Lo mismo te hubiera solicitado y te hubiera perseguido, porque me enamoras, aunque fueses una reina extraviada por estos andurriales o la princesa heredera del mayor imperio del mundo. Además tú eres libre y yo también lo soy. ¿A qué juramentos, a qué deberes hubiéramos faltado queriéndonos? ¿Me habías tú dado seriamente parte de tu compromiso con D. Paco? ¿No podría yo suponer que era una coquetería sin formalidad ni consecuencia? Desengáñate, tú has querido mofarte de mí sin motivo alguno, tú has querido vengar en mí agravios, imaginados o reales, que otros y no yo te han hecho. A decir verdad tú debiste enamorar al padre Anselmo y atraerle a esta cita si es que la cita sigue siendo de burla. Él y no yo fue quien reprobó que te vistieses de seda. Lo que es yo aprobé y aplaudí el verte tan bien vestida. Y por mi gusto cada día estrenarías tú trajes mejores y más lujosos.
Juanita se aturdió un poco con esta no esperada salida del Sr. D. Andrés.
Casi receló que él tenía razón y que ella se había conducido irreflexiva y arrebatadamente.
Al fin habló así:
—Yo no voy a sostener ahora que he procedido contra V. E. con motivo bastante. Lo que digo es que estaba y aún estoy fuera de mí. Nada me importaría que me considerasen con la obligación de no vestirme ni de seda, ni de lana, ni de algodón siquiera, sino de esparto. Lo que me importa es que me respeten. ¿Qué segundo pecado original es el mío, que no hay bautismo que lave? ¿Qué mancha indeleble ha caído sobre mí, que no hay nada que limpie? ¿Qué vicio innato hay en mi sangre del que yo no puedo purificarla? ¿Por qué se supone tal mi flaqueza, que necesite yo refugiarme en un convento para resistir las seducciones y los peligros del mundo? Crea V. E., Sr. D. Andrés, que aunque yo tuviera vocación de monja, la perdería si imaginase que era para huir de peligros que desprecio y que me siento capaz de arrostrar con el mayor denuedo.
D. Andrés se sonrió, halló graciosa y algo disparatada a Juanita al oírla quejarse y lamentarse de aquel modo, y le dijo con dulzura.
—Pero, hija mía, con todo eso que dices sólo me pruebas que estás quejosa de doña Inés. Quéjate en hora buena y no me hagas a mí responsable. Ni yo quiero que te metas monja, sino todo lo contrario, ni por más que miro alrededor de ti descubro los peligros que te cercan. Yo no deseo que te vengues de doña Inés ni de nadie; pero en todo caso, de ella y no de mí tendrías razón para vengarte. Y perdona, además, que sea franco contigo y que te acuse de un pecado constante y aun prolijo en ti; tu hipocresía tenaz. Ha tiempo que debiste tener el valor de no fingirte mística y devota si no lo eras, y de decírselo a doña Inés y no seguir engañándola. En tu franqueza pudo haber peligro, aunque tú le exagerabas; pero, ya que te jactas de valiente, debiste hacer cara a ese peligro sin apartarle de ti por medio de una falsía.
Juanita se mordió los labios, se compungió un poco y empezó a sospechar que en vez de dar una lección era ella quien iba a recibirla. Pronto, no obstante, se repuso. La misma dureza de la acusación le hizo ver más clara su injusticia.
Juanita no había tomado asiento como D. Andrés. De pie se agitaba, hablaba e iba de un lado a otro.
Parándose y encarándose con D. Andrés, le dijo:
—¡Cuán injustamente me acusa V. E. de hipócrita y de falsa! ¿Qué había de hacer yo? La aprobación y el aplauso que V. E. dice que me daba, eran tan ocultos como inútiles; eran la carabina de Ambrosio. La reprobación general cayó sobre mí y sobre mi madre, y V. E. no protestó ni volvió por nosotras. Se supuso que yo era una perdida. Huyó la gente de mí para evitar el contagio como si yo tuviera la peste. Hasta ese desventurado de Antoñuelo me insultó y me abandonó. Sólo D. Paco fue constante en amarme y en respetarme. Pero, repito, ¿qué había yo de hacer? Si yo apreciaba todo el valer de D. Paco, aún no le amaba de amor. ¿Podía yo abusar entonces de su caballerosidad y tomarle por marido y por escudo, arrastrándole conmigo al basurero en que todos los del lugar me habían echado? ¿Si yo fuese en realidad una perdida o tuviese inclinación a serlo, me cree V. E. tan estúpida que ignore lo que valdría y lo que alcanzaría si a tal oficio me dedicase? Al verme en aquel humillante aislamiento, por haber querido lucir entre patanes la gallardía de mi persona, en vez de quedarme aquí y de ser hipócrita y falsa como V. E. dice, me hubiera ido a Madrid, a Barcelona, quien sabe si a París, donde se entiende lo que es hermoso y elegante y se paga bien cuando se pone a la venta, y hace tiempo que viviría yo en un palacio y andaría en coche y gastaría en una semana más de lo que vale todo el caudal de V. E. bien vendido. ¿Pues qué ventaja he sacado yo de la hipocresía de que V. E. me acusa? Vivir con más apuros y con más miseria que antes; emplear mi tiempo en oír discursos de doña Inés y en leer con ella libros devotos, y no haber logrado hasta ahora con todo ello, sino la amistad de doña Inés que yo apreciaría infinito si ella me la diese incondicionalmente y sin sujetarme a sus tiránicos caprichos. También he logrado con mi hipocresía llamar hacia mí la tardía atención de V. E., que ahora, y no antes, me aprueba y me aplaude, pero de un modo según el cual no quiero yo ser aprobada ni aplaudida.
—Juanita, dijo D. Andrés: yo no he venido aquí a disputar contigo. Tendrás razón en estar quejosa de todo el género humano, pero de mí debes estar menos quejosa que de nadie. Mi pecado, si le hubo, fue de tardanza. No volví por ti a tiempo: ahora estoy dispuesto a enmendarme, pero quiéreme. ¿No gustas tú de que te respeten? Pues yo también gusto de ser respetado. No debo sufrir que de mí hagas tu juguete.
—Yo soy una chica de tan buen humor, que por fortuna huyo de lo trágico y todo lo tomo a risa. Y más vale así, porque mis compatricios me han desesperado tanto, que si yo lo hubiese tomado más por lo serio, hubiera sido cosa de armarme de una caja de fósforos y de una lata de petróleo y de pegar fuego al lugar. Con que así, mejor es que yo tome a V. E. por juguete, que no que le pegue fuego.
—Prefiero el fuego a la burla que ahora quieres hacer de mí.
—Cuánto yerra al decir eso el Sr. D. Andrés —dijo Juanita casi cariñosamente. ¿Por qué ha de tenerse por burlado un hombre de noble corazón, si en vez de lograr los fáciles favores y de gozar de las compradas caricias de mujer sinvergüenza, se halla con una mujer digna y honrada que anhela merecer y obtener su estimación, que le brinda con su más fervorosa amistad y que le tiende confiadamente las manos?
Al hablar así, con verdadera efusión, Juanita tendió en efecto las manos a D. Andrés. D. Andrés las tomó entre las suyas.
Juanita apareció entonces tan confiada y tan hermosa a los ojos del cacique, que éste le dijo:
—¿Por qué tu amistad solamente? ¿Por qué no tu amor? Ambos somos libres. Amándonos no tendremos que engañar a nadie. No tendremos que disimular ni que ocultar nuestro amor como un delito, como un robo.
—Eso no puede ser, yo no amo a V. E. de amor —contestó Juanita—. Yo amo de amor a otro hombre; y desprendió sus manos de las de don Andrés, que aún las retenían.
Durante todo este coloquio doña Inés miraba por la claraboya y a menudo sentía la comezón de tomar parte en él hablando desde allí, pero el temor de lo ridículo enfrenaba su lengua.
Don Andrés perdió entonces su circunspección y su calma. No pudo contenerse más.
—Ámame, dijo.
Y se abalanzó a Juanita y la ciñó con fuerza entre sus brazos.
Juanita recordó en aquel trance toda su antigua destreza en la lucha, cuando se peleaba con los muchachos a brazo partido y los tumbaba en medio del arroyo. Ella también se abrazó a don Andrés, le puso la barba en el pecho, le empujó al mismo tiempo en sus espaldas con las manos de ella y le echó una zancadilla tan hábil que le derribó al suelo.
Con maravillosa rapidez apartó Juanita sus manos y su cuerpo del cuerpo del enemigo derribado, y quedó erguida sobre él con la rodilla derecha en tierra y con la rodilla izquierda sobre el estómago y el pecho de D. Andrés, donde pesaba y oprimía como pujante prensa de hierro.
Con la mano izquierda había Juanita agarrado a D. Andrés por el pescuezo para que no levantase la cabeza y con la mano derecha tenía asido su siniestro brazo.
Juanita estaba así tan guapa que se parecía, aunque sin alas, al propio arcángel San Miguel dando una soba al diablo.
D. Andrés la contemplaba con tal embeleso que apenas sentía enojo de verse vencido. Y como era hombre muy versado en fábulas y en narraciones verídicas, trajo a su pensamiento, para que quedasen eclipsadas por Juanita, a Pentesilea, a Clorinda y a Bradamante, y a otras mujeres heroicas que han florecido en el mundo, desde el Ebro, glorioso por las zaragozanas, hasta el claro Termodonte en cuyas fértiles orillas reinaron las amazonas.
Por acaso se tocó D. Andrés, con la diestra que tenía libre, en el bolsillo del chaquetón, y notó con amargura los dos medios inútiles, que en él traía, de conquista, de ofensa y de defensa. Traía allí un cartucho con veinticinco onzas peluconas de Fernando VI y de Carlos III, dignas hoy por su rareza de figurar en el más rico gabinete de numismática. Y traía asimismo el revólver de seis tiros, bien preparado y cargado; pero como hubiera sido felonía villana emplearle contra una mujer, le dejó allí reposar tranquilamente para mejor ocasión.
Entre tanto, y todo esto fue en menos tiempo que el que yo empleo en decirlo, la mencionada mano libre se hizo atrevida; pero contra todo atrevimiento son valladar y estorbo los bríos del alma, y éstos valieron bien a la gallarda vencedora.
Al sentir el insolente conato, el rubor tiñó sus mejillas; brillaron como ascuas sus ojos; la ira trocó en espantosa su linda cara.
Aterrorizada doña Inés, sacó la cabeza fuera del ventanucho y empezó a gritar; pero nadie podía oírla, y menos aún D. Andrés que no estaba para oír ni ver cosa alguna.