Juicio Final (15 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—¿Y qué pasó?

—El tribunal de apelaciones del distrito cinco suspendió la sentencia. —Sacudió la cabeza—. Pero no definitivamente. Usted ya sabe cómo funciona esto. Primero uno agota todas las apelaciones normales. Luego pasa a las grandes cuestiones, como la constitucionalidad de la pena de muerte, o tal vez a la composición racial del jurado; por aquí es una de las preferidas. A continuación se debate sobre estas cuestiones y se intenta aportar algo nuevo. En ocasiones se trata de algo que todavía no se les había ocurrido a todas esas mentes legales. Y mientras, tictac, tictac… el tiempo pasa.

Volvió a su sitio y se sentó con cuidado, entrelazando las manos sobre la mesa, delante de Cowart.

—¿Sabe qué le hace un confinamiento al alma? La congela. Te ves atrapado, como si cada tictac de ese puto reloj diera golpecitos en tu corazón. Sientes que eres tú el que va a morir, sabes que algún día vendrán y confinarán a los presos del corredor, y la orden firmada llevará tu nombre. Es como si te asesinaran poco a poco, dejando que la sangre se derrame gota a gota, desangrándote. Ése es el momento en que todo el corredor enloquece. Puede preguntar al sargento Rogers, él se lo explicará. Primero se oye una cacofonía de gritos tremebundos y chillidos, pero sólo dura unos minutos. Luego el silencio invade el corredor. Es casi como si se oyera a los hombres sudar en un mar de pesadillas. Sin embargo, a veces el menor ruido lo rompe y el silencio se desvanece, porque algunos condenados vuelven a chillar. Un día, un hombre se pasó doce horas seguidas gritando antes de morir. El confinamiento nos hace perder hasta la última gota de sano juicio, para dejar sólo odio y locura. Eso es todo lo que queda. Lo último que nos quitan es la vida —acabó casi en susurros.

Se puso en pie y volvió a pasearse por la sala.

—¿Sabe qué no me gustaba de Pachoula? Su autocomplacencia. Lo bonita que es. Sencillamente bonita y tranquila. —Apretó el puño—. Odiaba el hecho de que todo encajara y funcionara a la perfección. Todo el mundo se conocía y sabía exactamente cómo iba a ser su vida: levantarse por la mañana, ir al trabajo, sí señor, no señor, volver a casa en coche, tomarse una copa, cenar, encender la televisión, acostarse… Y al día siguiente, lo mismo. El viernes por la noche, ir al partido del instituto; el sábado, ir de picnic; el domingo, ir a misa. No importaba ser blanco o negro, sólo que los blancos mandaban y los negros hacían el trabajo duro, como en cualquier otro rincón del Sur. Y lo que más odiaba es que todo el mundo lo aceptara. Maldita sea, cuánto adoraban aquella rutina. Empezar y acabar cada día igual que el anterior, igual que el siguiente. Año tras año.

—¿Y usted?

—Yo no encajaba. Porque buscaba algo diferente. Iba a ser alguien en la vida, y mi abuela era como yo. Los negros del lugar solían decir de ella que, aunque vivía en una casucha sin agua y con un gallinero en la parte de atrás, era una vieja cínica con aires de grandeza. Y los tipos como ese maldito Tanny Brown no soportaban el orgullo de mi abuela ni que ella no se rebajara ante nadie. Usted la ha conocido. ¿Le pareció la clase de mujer que se aparta en la acera para dejar pasar a un blanco?

—No.

—Ha sido una luchadora toda su vida. Entonces llegué yo y como tampoco fui de su agrado, pues vinieron a por mí.

Parecía dispuesto a continuar, pero Cowart lo interrumpió:

—Vale, Ferguson, está bien. Digamos que todo eso es cierto. Y digamos que escribo ese artículo: pruebas poco sólidas, identificación dudosa, mal abogado, confesión bajo coacción. Pero eso es sólo la mitad de lo que me prometió. Quiero un nombre. Usted sabe quién es el asesino. Déjese de rodeos.

—¿Qué promesas le he hecho yo?

—Ninguna. En mi artículo contaré lo que usted me haya explicado.

—Sí, pero es mi vida. Tal vez mi muerte. —Ferguson se sentó y lo miró—. ¿Qué sabe usted de mí? —preguntó.

Eso dio que pensar a Cowart. ¿Qué sabía él?

—Lo que usted me ha explicado. Y lo que otros me han contado.

—¿Cree que me conoce?

—Un poco, tal vez.

—Se equivoca. —Pareció vacilar, como si reconsiderara lo que acababa de decir—. Soy lo que ve. Puede que no sea perfecto, o que hiciera y dijera cosas indebidas. Tal vez no debí haber jodido tanto a todo ese pueblo para que, en cuanto surgiera un problema, sólo se les ocurriera venir a por mí y dejaran pasar de largo el problema sin siquiera darse cuenta.

—No le entiendo.

—Ya me entenderá. —Cerró los ojos—. Sé que a veces puedo parecer un poco brusco, pero cada uno es como es, ¿no?

—Supongo.

—Eso es lo que ocurrió en Pachoula, ¿sabe? Llegó el problema. Se paró un par de minutos y luego me dejó atrás, para que me recogieran allí con los demás añicos de vida. —La expresión de perplejidad de Cowart lo hizo reír—. Se lo explicaré de otra manera. Imagínese a un hombre, un hombre desalmado, que se dirige al sur en coche y hace un alto en Pachoula. Se detiene, tal vez a tomar una hamburguesa con patatas fritas bajo un árbol, justo a la salida de un colegio. Se fija en una niña y habla con ella porque le parece bonita. Usted ha visto ese lugar. No es difícil plantarse en el pantano en un par de minutos; un lugar tranquilo y solitario. La mata allí mismo y sigue adelante. Abandona para siempre aquel lugar, sin pararse a pensar en lo sucedido más de unos minutos, y sólo para recordar lo bien que se sintió al quitarle la vida a esa niña.

—Continúe.

—Ese hombre recorre todo el estado en zigzag. Provoca pequeños altercados en Bay City y luego en Tallahassee, Orlando, Lakeland, Tampa. Todos en la dirección de Miami. Una colegiala, un par de turistas, la camarera de un bar. Las complicaciones vienen cuando llega a la gran ciudad: no es tan prudente y lo trincan… Bien trincado. Asesinato en primer grado. ¿Me sigue?

—Tal vez. Siga.

—Después de pasar un par de años en los tribunales, el hombre en cuestión acaba justo aquí, en el corredor de la muerte. ¿Y de qué se entera al llegar aquí? De un buen chiste, el mejor chiste del mundo: el hombre de la celda contigua espera que lo ejecuten por el crimen que él, el recién llegado, ha cometido y del que casi se ha olvidado porque son tantos sus crímenes que forman una especie de maraña en su mente. Se ríe hasta las lágrimas, sólo que al condenado de la celda contigua no le hace mucha gracia, ¿verdad?

—Me está diciendo que…

—Exacto, señor Cowart. El asesino de Joanie Shriver está aquí, en el corredor de la muerte. ¿Conoce a Blair Sullivan?

Cowart respiró hondo. El nombre estalló como metralla en su cabeza.

—Sí.

—Todo el mundo conoce a Blair Sullivan, ¿no, señor periodista?

—Así es.

—Pues él es el asesino.

Cowart notó que le faltaba el aire. Quería aflojarse la corbata, sacar la cabeza por una ventana, ponerse donde corriera brisa, cualquier cosa con tal de airearse.

—¿Y cómo lo sabe?

—¡Porque él me lo dijo! Le parecía lo más gracioso del mundo.

—Cuénteme exactamente lo que le dijo.

—Al poco tiempo de ingresar aquí, lo trasladaron a la celda contigua a la mía. No está bien de la cabeza, ¿sabe? Se ríe cuando nadie cuenta chistes, llora sin motivo, habla solo, habla con Dios. ¡Joder!, ese hombre habla muy bajo, sisea igual que una serpiente o algo así. Es el hijoputa más chalado que he conocido en mi vida. Está como una cabra, ¿sabe?

»Bien, pasado un par de semanas, entablamos conversación y, para variar, me pregunta que qué hago yo aquí. Así que le cuento la verdad: que estoy en el corredor de la muerte por un crimen que no cometí. Esto provoca que él se ría entre dientes, y a continuación me pregunta de qué crimen me acusan. Y entonces le digo que de la muerte de una niña en Pachoula. Él me pregunta si se trata de una niña rubita con aparato de ortodoncia, y yo lo confirmo. En ese preciso instante suelta una carcajada grotesca. Pregunta si el crimen se cometió a primeros de mayo, y yo contesto que sí. Después pregunta si el cuerpo de la niña fue encontrado en un pantano, cosido a navajazos. Vuelvo a contestar que sí, y de paso le pregunto cómo sabe tanto del caso. Empieza riéndose tontamente y acaba partiéndose de la risa hasta quedarse sin aliento; le parece muy divertido. Luego me dice que sabe que yo no asesiné a esa niña porque fue él, y añade que no estuvo nada mal. Me dice: "Tío, eres el capullo más patético del corredor", y se echa a reír sin parar. Yo estaba dispuesto a matarlo allí mismo, ¿sabe?, allí mismo, así que empiezo a gritar y chillar, tratando de escurrirme entre los barrotes. La pasma se presenta en el corredor; llevan chalecos antibalas, porras y cascos con esa mierda de plástico delante de los ojos. Me apalean durante un rato y me llevan a una celda incomunicada. ¿Sabe lo que es eso? Es un cuartucho sin ventanas, con un cubo y un catre de cemento. A uno le dejan allí desnudo hasta que da muestras de comportamiento correcto.

»Para cuando me sacaron de allí, lo habían trasladado a otra planta. No salimos a las mismas horas, así que ya no lo veo. Corre el rumor de que ya ha pasado al otro barrio. A veces, todavía le oigo por las noches, gritando mi nombre. Bobby Earl, me llama, con una voz aguda y desagradable. "¡Bobbbbby Earrrrll! ¿Por qué no me haaaaaaablas?" Y se echa a reír cuando yo no le respondo. Se ríe sin parar.

Cowart se estremeció. Necesitaba un momento para asimilar aquella historia demencial, pero no había tiempo. Estaba allí atrapado, encerrado por las palabras de Robert Earl Ferguson.

—¿Cómo puedo demostrarlo?

—¡No lo sé, tío! ¡Yo no tengo que demostrar nada!

—¿Y cómo puedo confirmarlo?

—¡Joder! El sargento le dirá que tuvieron que apartar a Sullivan de mi vista. Pero no sabe el motivo. Nadie lo sabe, salvo usted y yo.

—Pero yo no puedo…

—No me diga lo que puede o no puede, señor periodista. Siempre me han dicho lo que no se puede hacer: no puedes hacer esto y lo otro, no puedes tener esto ni desear aquello. Tío, ha sido así toda mi vida. No quiero volver a oírlo nunca más.

Cowart se quedó en silencio.

—De acuerdo —dijo luego—. Lo comprobaré…

Ferguson lo miró con los ojos llenos de una rabia electrizante.

—Eso es, vaya a comprobarlo —le espetó—. Vaya a preguntarle a ese hijoputa. Ya verá, ¡joder!, ya verá. —Se levantó súbitamente y se apartó de la mesa—. Ahora lo sabe. ¿Qué va a hacer? ¿Qué puede hacer? Vaya a hacer sus jodidas preguntas, pero asegúrese de que sigo vivo cuando haya terminado.

Luego se acercó a la puerta y empezó a aporrearla. Sonaba como un retumbar de disparos.

—¡Hemos acabado por hoy! —gritó—. ¡Sargento Rogers! ¡Mierda! —La violencia de sus golpes hizo vibrar la puerta. Cuando el guardia la abrió, Ferguson echó un vistazo a Cowart y dijo—: Quiero volver a mi celda. Quiero estar a solas. No necesito más conversaciones. No, señor.

Ferguson tendió las manos y se las esposaron. Cuando sonó el chasquido de los grilletes alrededor de sus muñecas, echó otro vistazo al periodista. La suya era una mirada fría y penetrante, llena de súplica y orgullo. Luego dio media vuelta y desapareció por la puerta. Cowart se quedó allí sentado, en silencio; cualquiera hubiera dicho que un tornado le había arrebatado las piernas y amenazaba con tragárselo.

Cuando lo condujeron fuera del recinto, Cowart preguntó al sargento:

—¿Dónde está Blair Sullivan?

Rogers bramó:

—¿Sully? Está en el ala Q. No sale de su celda en todo el día; se dedica a leer la Biblia y escribir cartas. Escribe a un puñado de psiquiatras y a las familias de sus víctimas; descripciones obscenas de lo que les hizo a sus seres queridos. Desde luego no enviamos esas cartas; él no lo sabe, aunque creo que sospecha algo. —Sacudió la cabeza—. Ese tipo juega sucio. También tiene problemas con Robert Earl. Grita su nombre, como provocándole, a veces en mitad de la noche. ¿Le dijo Bobby Earl que intentó matar a Sullivan cuando estaban en celdas contiguas? Fue algo muy extraño. Al principio se llevaban bien, siempre hablaban a través de los barrotes, pero luego Robert Earl se trastocó, empezó a gritar y a dar golpes, tratando de alcanzar a Sullivan. Fue el único problema que ha causado; le valió una breve estancia en el trullo. Ahora están en la lista de separación.

—¿Y eso qué es?

—El propio nombre lo explica. No pueden tener contacto de ningún tipo y bajo ninguna circunstancia. Procuramos evitar que los muchachos se maten mutuamente antes de que el estado tenga la oportunidad de hacerlo conforme al procedimiento legal.

—Supongamos que quiero hablar con Sullivan…

El sargento negó con la cabeza.

—Ese hombre es el diablo en persona, señor Cowart. Por Dios, me da hasta miedo, y eso que he visto toda clase de maníacos homicidas.

—¿Porqué?

—Aquí tenemos hombres que se lo cargarían a usted sin pensárselo dos veces; para ellos, quitarle la vida a alguien no es nada. Tenemos locos, maníacos sexuales, psicópatas, amantes del suspense, asesinos a sueldo o sicarios, llámelos como quiera. Pero Sullivan, en fin, está cortado por distinto patrón, y no sabemos precisar cuál. Es como si encajara en todas las categorías, igual que esos malditos lagartos que cambian de color…

—¿Los camaleones?

—Sí. Él no pertenece a ninguna clase en concreto; es casi como si todas esas clases de asesino dieran lugar a otra en su persona. —Rogers hizo una pausa—. Ese hombre me da miedo. No puedo decir que me alegre sentar a nadie en la silla eléctrica, pero no vacilaré a la hora de ajustarle las correas a ese hijoputa. Y ese momento no tardará en llegar.

—¿Y eso? Sólo lleva un año en el corredor, ¿no?

—Cierto. Pero ha despachado a todos sus abogados, como ese tipo de Utah hace unos años. Sólo tiene pendiente la apelación automática del Tribunal Supremo, y dice que cuando haya agotado esa vía será el final. Está impaciente por irse al infierno porque le extenderán la alfombra roja para que entre.

—¿Cree que cambiará de opinión?

—Él no es como los otros; ni siquiera como los peores asesinos. No creo que cambie de parecer. Vivir, morir, para él todo es igual. Supongo que se reirá, porque todo lo hace reír, y se sentará en la silla como si nada.

—Necesito hablar con él.

—Nadie necesita hablar con ese tipo.

—Yo sí. ¿Puede arreglarlo?

Rogers se detuvo y lo miró fijamente.

—¿Tiene que ver con Bobby Earl?

—Puede.

El sargento se encogió de hombros.

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