Juicio Final (18 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Soltó una sonora carcajada.

—Claro. Por Dios, míreme. ¿Qué ve?

—Un asesino.

—Exacto. —Sonrió Sullivan—. Eso es. Yo maté a esas personas. Y habría matado a más si no me hubieran detenido, habría matado a ese agente… un cabroncete con suerte. Todo lo que tenía era un cuchillo, el que usé con esa chica para pasar un buen rato. Me dejé la pistola en los pantalones y él desenfundó antes que yo. Todavía no sé por qué no disparó y ahorró a todo el mundo tanta molestia. Pero no, me detuvo con todas las de la ley. No me puedo quejar; tuve mis oportunidades. Incluso me leyó los derechos después de esposarme. Tenía la voz quebrada y las manos le temblaban, y estaba más nervioso que yo. En cualquier caso, tengo entendido que detenerme le valió un gran paso a su carrera, y eso me enorgullece, sí señor. Así que, ¿de qué me voy a quejar? Si quisiese apelar, sólo estaría dando más trabajo a un puñado de picapleitos. Que se jodan. ¿Sabe? Mi vida no es tan maravillosa como para querer quedarme aquí.

Ambos guardaron silencio un momento.

—Entonces, Cowart, ¿qué va a preguntarme?

—Pachoula.

—Bonita ciudad. He estado allí. Pero eso no es una pregunta.

—¿Qué ocurrió en Pachoula?

—Ha estado hablando con el gran Robert Earl Ferguson, ¿eh? ¿Va a escribir un artículo sobre él, sobre mi viejo compañero de piso?

—¿Qué pasó entre ustedes?

—Tuvimos ocasión de hablar. Eso es todo.

Con una leve sonrisa revoloteándole, Sullivan se relajó, jugueteando con sus respuestas. Cowart quería intimidarlo, hacerle escupir la verdad, pero se limitó a hacerle preguntas.

—¿De qué hablaron?

—De su injusta condena. ¿Sabe que esos polis le dieron de palos al chico para obtener su confesión? ¡Por favor!, en mi caso sólo tuvieron que traerme una Coca-Cola para que hablase por los codos.

—¿Y de qué más?

—Hablamos de coches. Al parecer tenemos gustos similares.

—¿Y?

—Hablamos un poco sobre el hecho de haber estado al mismo tiempo en el mismo lugar. Sorprendente, ¿no le parece?

—Ya.

—Hablamos de esa pequeña ciudad y de lo que le hizo perder la virginidad. —Volvió a sonreír con malicia—. Suena bien: perder la virginidad. ¿No fue eso lo que les pasó? A la niña y a la ciudad.

—¿Mató usted a esa niña? ¿Lo hizo?

—¿La maté? —Puso los ojos en blanco y sonrió—. Bueno, déjeme ver si lo recuerdo. ¿Sabe, Cowart?, todos empiezan a amontonarse en mi memoria…

—¿Lo hizo?

—Tranquilo. Empieza a ponerse nervioso y frenético como Bobby Earl. Le desesperaba tanto mi manera natural de recordar que le entraron ganas de matarme. Y eso es algo poco habitual, incluso en el corredor de la muerte, ¿no le parece?

—¿Lo hizo?

Sullivan se volvió a inclinar hacia delante, abandonando el tono jocoso y burlón, y susurró con voz ronca:

—Le gustaría saberlo, ¿eh? —Se meció en la silla, observando al periodista—. Dígame una cosa, Cowart, ¿quiere?

—¿Qué?

—¿Alguna vez ha sentido el poder de la vida y la muerte en sus manos? ¿Ha conocido la dulce sensación de la fuerza, de saber que tiene el control sobre la vida o la muerte de otra persona? El control absoluto. Completo. Total. Justo en sus manos. ¿Lo ha sentido alguna vez, Cowart?

—No.

—Es la mejor droga que existe. Es como chutarse electricidad en el alma con una jeringa. No hay nada como saber que la vida de alguien te pertenece…

Alzó el puño, como si fuera a coger una pieza de fruta, y apretó el aire. La cadena de las esposas repiqueteó en el soporte de metal.

—Deje que le diga algunas cosas, Cowart. —Hizo una pausa y miró fijamente al periodista—. Primera: estoy lleno de poder. Podría pensarse que soy un impotente preso, esposado, encadenado y encerrado noche y día en una celda de tres por dos, pero estoy cargado de una fuerza que va más lejos de esos barrotes. Más allá. Puedo tocar las almas que quiera con sólo marcar un número de teléfono. Nadie está fuera de mi alcance, Cowart. Nadie. —Se detuvo, y luego preguntó—: ¿Me explico?

El periodista asintió con la cabeza.

—Segunda: no voy a decirle si maté a esa niña o no. Porque si le dijera la verdad, todo resultaría demasiado sencillo. Y de todos modos, ¿cómo iba a creerme? Sobre todo después de las cosas que la prensa ha escrito sobre mí. ¿Qué clase de credibilidad tengo? Si matar a alguien me resulta fácil, ¿no iba a resultarme fácil mentir?

Cowart fue a replicar, pero una fría mirada de Sullivan lo dejó con la boca abierta.

—¿Quiere saber algo, Cowart? Habré ido poco tiempo al colegio, pero nunca dejo de aprender. Apuesto a que soy más culto y estoy mejor informado que usted. ¿Qué lee?
Times
y
Newsweek
. ¿Tal vez el
New York Times Book Review
? A lo mejor hojea el
Sports Illustrated
cuando está en el retrete. En cambio, yo he leído a Freud y Jung y diría que prefiero al discípulo que al maestro. También he leído a Shakespeare, poesía isabelina e historia norteamericana, en especial sobre la guerra civil. Y me gustan los novelistas, sobre todo los que rebosan ironía como Joyce, Faulkner, Conrad y Orwell. Me gusta leer los clásicos, y un poquito de Dickens y Proust. Me encanta Tucídides, y los escritos sobre la arrogancia de los atenienses, y Sófocles, porque habla sobre todos y cada uno de nosotros. La cárcel es un buen lugar para leer, Cowart. Nadie le va a decir qué debe leer y qué no. Y tiene todo el tiempo del mundo. Me temo que en eso gana a muchas universidades. Claro que esta vez no dispongo de todo ese tiempo; así que ahora me entretengo con la Biblia.

—¿No le ha enseñado algo sobre la verdad y la caridad?

Sullivan soltó una risotada que retumbó en aquella jaula.

—Me gusta usted, Cowart. Es un hombre divertido. ¿Sabe de qué habla la Biblia? Habla de engañar, matar y mentir, de asesinatos, robos e idolatría y, por así decirlo, de la clase de cosas que a mí me gustan. —Se quedó mirando a Cowart de hito en hito, y luego sonrió con maldad—. Muy bien. Vamos a divertirnos un poco.

—¿Divertirnos?

—Sí, eso he dicho. —Soltó una risita y susurró—: A unos once kilómetros del lugar donde mataron a la pequeña Joanie Shriver, hay una intersección en que la carretera cincuenta del condado se cruza con la estatal veintiuno. Noventa metros antes de llegar a dicha intersección hay una alcantarilla que atraviesa la carretera, cerca de un grupo de sauces encorvados que en verano arrojan un poco de sombra. Si usted aparcara el coche en ese preciso lugar, se acercase al lado derecho de la alcantarilla y alargara la mano hasta el borde del tubo para sumergirla en el agua que discurre por allí, por muy sucia que esté, tal vez descubriría algo. Algo importante. Algo muy interesante.

—¿El qué?

—Vamos, Cowart. No esperará que le estropee la sorpresa, ¿no?

—Supongamos que voy allí y encuentro ese algo, ¿entonces qué?

—Entonces tendrá una pregunta muy intrigante que plantear a los lectores de sus artículos.

—¿Y qué pregunta es ésa?

—¿Cómo sabía Blair Sullivan que eso estaba en ese lugar?

—…

—Esa es la pregunta del millón, ¿no? Tendrá que resolverla usted solito, Cowart, porque usted y yo ya no hablaremos más. Al menos hasta que sienta el aliento de la señora Muerte en el cogote. —Entonces se levantó de repente y gritó—: ¡Sargento! ¡He acabado con este cerdo! ¡Lléveselo de aquí antes de que me coma su cabeza a mordiscos!

Sonrió a Cowart, haciendo repiquetear las cadenas mientras su eco de asesino retumbaba en el aire y unos pasos impacientes se apresuraban hacia la jaula.

6
La alcantarilla

Al tiempo que Cowart cruzaba el aparcamiento del motel, una suave brisa jugueteaba con el calor, cada vez más sofocante, de la mañana, desplazaba unos enormes nubarrones por el cielo del Golfo y arremolinaba el aire húmedo circundante. Llevaba una bolsa con unos guantes de jardinero y una linterna grande que había comprado la noche anterior en una estación de servicio. Apuró el paso hacia el coche, absorto en lo que le habían dicho los dos hombres del corredor de la muerte y confiando en que se estaba acercando a la clave del rompecabezas que había dibujado en su mente. No vio al detective hasta que lo tuvo casi encima.

Tanny Brown estaba apoyado en el coche del periodista; se protegía del sol con la mano y observaba cómo Cowart se aproximaba.

—¿Va a alguna parte? —preguntó.

Cowart se paró en seco.

—Tiene usted buenas fuentes. Llegué anoche.

El teniente asintió.

—Lo tomaré como un cumplido. No pasan demasiadas cosas en un lugar como Pachoula.

—¿Está seguro?

El detective no mordió el anzuelo.

—Quizá no debería tomarlo como un cumplido —dijo lentamente—. ¿Hasta cuándo piensa quedarse?

—Esto suena como el diálogo de una película de serie B.

El detective frunció el entrecejo.

—Déjeme volver a intentarlo. Anoche me dijeron que se había registrado en el motel. Es evidente que todavía le quedan preguntas sin respuesta, de lo contrario no estaría aquí.

—Correcto.

—¿Qué clase de preguntas?

Cowart no respondió y se limitó a observar cómo el detective cambiaba de posición. Tuvo un extraño pensamiento: aunque era de día, Brown sabía reducir el mundo, comprimirlo como la noche. Notaba cierto nerviosismo y una ligera vulnerabilidad.

—Pensaba que ya se había formado una opinión respecto al señor Ferguson y a nosotros.

—Se equivoca.

El detective sonrió, meneando lentamente la cabeza para hacerle saber a Cowart que no.

—Es usted duro de pelar, ¿verdad, señor Cowart? —No lo dijo con enfado o agresividad, sino irónicamente, como movido por la curiosidad.

—No sé a qué se refiere, teniente.

—Me refiero a que le ronda una idea y no va a contármela, ¿verdad?

—Si se refiere a que tengo serias dudas sobre la culpabilidad de Ferguson, pues sí, así es.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Cowart?

—Adelante.

El detective respiró hondo y luego se inclinó, hablando poco menos que en susurros.

—Usted lo ha visto. Usted ha hablado con él. Usted ha estado al lado de ese hombre y lo ha olfateado. Lo ha sentido. ¿Cómo le declara?

—No lo sé.

—No me diga que no se le ponía la carne de gallina, aunque sólo fuera un poco, y que no notaba un ligero sudor bajo los brazos cuando hablaba con el señor Ferguson. ¿Es eso lo que se siente al hablar con un hombre inocente?

—Me está hablando de impresiones, no de pruebas.

—Cierto. Pero no me diga que no trabaja usted con impresiones. A ver, ¿cómo le declara?

—No lo sé.

—Claro que no.

En aquel momento, Cowart recordó los tatuajes que Sullivan llevaba en sus pálidos brazos. Algún artista meticuloso había tatuado un par de elaborados dragones orientales, uno en cada antebrazo, que parecían desrizársele bajo la piel y ondularse con cada pequeña flexión de los tendones. Los dragones eran de un rojo y un azul apagados, y estaban adornados de escamas verdes. Tenían las garras extendidas y las fauces abiertas en gesto de amenaza; así, cuando Sullivan estiraba los brazos para agarrar algo o a alguien también lo hacían ambos dragones. Entonces pensó en pronunciar el nombre de aquel psicópata y observar la reacción de Brown, pero era una pista demasiado importante como para emplearla inútilmente.

—¿Alguna vez ha visto un par de viejos perros furiosos, señor Cowart? —dijo Brown—. ¿Ha visto cómo resoplan y caminan en círculos, midiéndose el uno al otro? Lo que siempre me ha sorprendido es por qué esos viejos perros empiezan a pelearse. Unas veces se olfatean y luego siguen su camino, y tal vez agitan un poco la cola antes de volver a sus asuntos de perro. Pero otras, y ya sabe con qué rapidez, uno de los dos gruñe y enseña los dientes, y de repente ambos empiezan a despedazarse como si sus malditas vidas dependieran de arrancarle al otro la garganta de cuajo. —Hizo una pausa—. Dígame, ¿por qué a veces pasan de largo y otras se pelean?

—No lo sé.

—¿Se supone que huelen algo?

—Imagino que sí.

El detective apoyó la espalda contra el coche y levantó la cabeza hacia el sol.

—¿Sabe?, de pequeño pensaba que todos los blancos tenían algo especial. Era muy fácil pensar así. Lo único que veía era que siempre tenían los mejores trabajos y los coches más grandes y las casas más bonitas. Durante mucho tiempo los odié. Luego me hice mayor. Tuve que ir al instituto con blancos; me alisté en el ejército y luché junto con blancos. Cuando volví, me licencié en una universidad de blancos. Me hice policía y fui uno de los primeros polis negros de un cuerpo integrado por blancos. Ahora el veinte por ciento somos negros y la cifra va en aumento; encarcelamos a los blancos junto con los negros. Y yo he aprendido un poco más a cada paso. ¿Sabe qué he aprendido? Que el mal es daltónico. No repara en el color de la piel; si uno es malo, es malo, sea negro, blanco, verde, amarillo o rojo. —Bajó la vista—. Es así de simple, ¿no cree, señor Cowart?

—Demasiado simple.

—Será porque soy de pueblo. Un perro viejo con olfato.

Los dos se quedaron mirándose en silencio. Brown parecía suspirar, y se pasó una manaza por el pelo rapado.

—¿Sabe? Debería estar riéndome de todo esto.

—¿A qué se refiere?

—Ya lo descubrirá. Pero ¿adónde va usted?

—En busca del tesoro.

El detective sonrió.

—¿Puedo ir con usted? Hace que parezca un juego, y seguramente disfrutaría como un niño, ¿no le parece? En la policía no existe la risa espontánea, sólo mucho cinismo y humor negro. ¿O voy a tener que seguirle?

Cowart cayó en la cuenta de que, por mucho que lo quisiera, no podría esconderse del policía. Tomó la decisión más fácil.

—Suba —dijo, indicándole el asiento del pasajero.

Los dos hombres recorrieron unos kilómetros en silencio. Cowart veía la carretera pasar mientras el detective miraba fijamente el paisaje. El silencio parecía incómodo, y Cowart se removió en el asiento sin soltar el volante. Estaba acostumbrado a realizar rápidas evaluaciones sobre personalidad y carácter, pero de momento la de Tanny Brown se le resistía. Echó un vistazo al detective, que parecía absorto en sus pensamientos. Intentó examinarlo como un subastador antes de dar paso a la puja. Pese a su musculatura y su tamaño, el discreto traje beige le quedaba flojo en brazos y hombros, como si se lo hubiera hecho confeccionar dos tallas más grande para reducir su físico. Aunque empezaba a hacer calor, llevaba una corbata roja y el cuello abotonado de una camisa azul pálido. Cuando Cowart echaba furtivas miradas a la carretera, vio que el detective limpiaba unas gafas de montura metálica dorada y se las ponía, lo cual le dio un aire intelectual que volvía a contradecirse con su robustez. Más tarde, Brown sacó un bolígrafo y una libreta para hacer unas rápidas anotaciones con gesto propio de periodista. Una vez acabadas las anotaciones, guardó la libreta, el bolígrafo y las gafas y siguió mirando por la ventanilla. Levantó ligeramente la mano, como persiguiendo una idea en el aire, y gesticuló ante el paisaje que iban dejando atrás.

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