Juicio Final (68 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—Está bien —dijo tras una breve pausa; había empezado a subirle la adrenalina—. ¿Cuál es el plan?

El coche dio un tumbo al pasar por un bache.

—Caramba —exclamó agarrándose al asiento—. Este cabrón vive en el quinto pino.

—Hacia allá es todo pantano —respondió Cowart—. Y tierras pobres de labranza hacia este lado. —Wilcox se lo había enseñado a él—. ¿Cuál es el plan? —le preguntó a Brown.

El teniente se detuvo a un lado del camino y paró el coche. Bajó la ventanilla y el aire húmedo del rocío penetró en el interior. Señaló adelante, más allá de la amalgama de luces y sombras grisáceas.

—La casa de la abuela está a unos cuatrocientos metros en esa dirección —dijo—. Haremos el resto del trayecto a pie. Así no despertaremos a nadie innecesariamente. Usted, detective Shaeffer, rodeará la casa y vigilará la puerta de atrás. Tenga el arma preparada. Asegúrese de que no huya por ahí. Si lo intenta, deténgalo. ¿Entendido? Deténgalo…

—¿Quiere decir que…?

—Digo que lo detenga. Estoy seguro de que ciertos procedimientos son los mismos en Monroe que aquí en Escambia. Ese cabrón es sospechoso de homicidio. De varios homicidios, incluida la desaparición de un agente de policía. Ése es suficiente motivo razonable para actuar. También es un criminal convicto. O al menos lo fue en su día… —Miró a Cowart, que no dijo nada—. Bien, detective, ya conoce las normas sobre el uso del arma. Deduzca lo que tiene que hacer.

Shaeffer palideció ligeramente pero asintió con la cabeza.

—Entendido —respondió, tratando de imprimir alguna firmeza a su voz—. ¿Cree usted que va armado? ¿Y que nos está esperando?

Brown se encogió de hombros.

—Es probable que vaya armado. Pero no creo que nos esté esperando agazapado. Hemos venido muy rápido, seguramente tanto como él. No me parece que esté preparado, todavía no. Pero no olvide una cosa: éste es su territorio.

—Ya.

Tanny Brown respiró hondo. Al principio su voz había sonado fría y distante, pero ahora traslucía agotamiento e inquietud, quizás indicio de un final inminente.

—¿Lo ha entendido? —le preguntó a Shaeffer—. No quiero que Ferguson escape por la puerta de atrás y se oculte en la zona del pantano. Si se mete ahí no lograremos encontrarlo. Él se ha criado aquí y…

—Lo detendré —dijo ella. No agregó «esta vez lo haré», aunque era lo que tenían en mente los tres.

—Bien —continuó Brown—. Cowart y yo iremos por delante. No tengo una orden, así que improvisaré sobre la marcha. Primero llamaré a la puerta y me anunciaré, y luego entraré. No se me ocurre otro modo. Al cuerno los procedimientos legales.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Cowart.

—Usted no es policía, de modo que no tengo control sobre sus actos. Si quiere acompañarnos, hacer sus preguntas, lo que sea, adelante. Lo único que no quiero es que después aparezca un abogado alegando que he vulnerado los derechos de Ferguson, otra vez, por traerlo a usted conmigo. Así que usted va por su cuenta. ¿Entendido?

—Entendido.

—¿Le parece bien? ¿Lo entiende?

—Sí, está bien —asintió Cowart. Iban separados en busca de lo mismo. Uno llamaría a la puerta con una pistola, el otro con una pregunta, ambos buscando las mismas respuestas.

—¿Piensa arrestarlo? —preguntó Shaeffer—. ¿De qué lo acusará?

—Bueno, primero le sugeriré que nos acompañe para que podamos interrogarlo. A ver si viene voluntariamente. Si se niega lo arrestaré otra vez por el asesinato de Joanie Shriver, y además por obstrucción a la justicia y por mentir bajo juramento, como ya les dije ayer. Por las buenas o por las malas, vendrá con nosotros. Una vez lo tengamos a buen recaudo, aclararemos todo lo ocurrido.

—¿Va a pedírselo o…?

—Intentaré ser educado —respondió Brown, y una leve y triste sonrisa asomó a la comisura de sus labios—. Pero tendré el arma amartillada, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando a la cabeza de ese hijoputa.

Shaeffer asintió.

—No se saldrá con la suya —añadió Brown en voz baja—. Mató a Joanie y a Bruce. Y a saber a cuántos más. Esto se tiene que acabar aquí.

Hubo un tenso silencio.

Cowart pensó: «Llega un punto en que las pruebas que exige un tribunal de justicia dejan de importar.» Unos rayos de luz atravesaron tímidamente las ramas de los árboles, lo bastante para revelarles las formas del camino.

—¿Y usted, Cowart? —preguntó de pronto el teniente—. ¿Lo tiene todo claro?

—Lo suficiente.

Brown asintió y abrió la puerta.

—Perfecto —dijo, incapaz de disimular cierto tono burlón—. Entonces, vamos allá.

Al bajar del coche al estrecho camino de tierra, encorvó ligeramente sus anchas espaldas, como dispuesto a enfrentarse a una tempestad. Por un instante, Cowart lo observó avanzar a paso firme y pensó: «¿Cómo pude suponer en algún momento que entendía lo que hay realmente dentro de él o de Ferguson?» Ahora, ambos hombres le parecían igual de misteriosos. Desechó ese pensamiento y se dio prisa en alcanzar al teniente. Shaeffer se situó al otro lado y mientras los tres marchaban en línea, la niebla matutina amortiguaba sus pasos formando una especie de volutas de humo gris alrededor de sus pies.

Cowart fue el primero que divisó la casa, en un pequeño claro al final del camino. La bruma procedente de la ciénaga la envolvía con un halo misterioso y fantasmagórico. Dentro no había luces; al primer vistazo no percibió ningún movimiento, aunque suponía que habían llegado a la hora de levantarse. «Seguro que la anciana se levanta antes del canto del gallo —pensó—. Y también seguro que se queja de que el pobre bicho no cumple con su obligación.» Aminoraron el paso a la vez y se ocultaron en las sombras de los árboles para inspeccionar la casa.

—Está ahí —susurró Brown.

—¿Cómo lo sabe?

El teniente señaló hacia la parte trasera de la cabaña. Cowart vio que por detrás sobresalía el capó de un coche. Aguzó la vista y distinguió entre la suciedad el azul y amarillo de la matrícula: Nueva Jersey.

—Además, es su tipo de coche —susurró Brown—. Un par de años. Fabricado en Estados Unidos. Apuesto a que no tiene nada que llame la atención. Completamente anodino. El tipo de coche que pasa inadvertido, como el que tenía antes.

Se volvió hacia Shaeffer y le puso la mano en el hombro, apretándolo. Cowart advirtió que era el primer gesto afectuoso que le dedicaba a la joven policía.

—Sólo hay dos puertas —añadió en susurros pero conservando la firmeza—. La delantera, donde estaremos nosotros. Y la trasera, donde va a estar usted. Ahora bien, si no recuerdo mal, hay ventanas en el lateral izquierdo, ahí… —Señaló el lado de la casa más cercano al bosque—. Allí están las habitaciones. Yo cubriré todas las ventanas de la derecha. Usted vigilará la puerta trasera, pero piense que él puede intentar huir por la ventana. Téngalo presente. Y manténgase alerta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió ella, y tuvo la sensación de que le temblaba la voz.

—Quiero que permanezca ahí, en su puesto, hasta que yo la llame. ¿De acuerdo? La llamaré por su nombre. Manténgase callada y agachada. Usted será la válvula de seguridad.

—Está bien.

—¿Ha participado alguna vez en una misión como ésta? —le preguntó Brown—. Supongo que debí preguntárselo antes. —Sonrió.

Ella negó con la cabeza.

—He hecho varias detenciones. Conductores borrachos y bribones de tres al cuarto, y un par de violadores. Pero nadie como Ferguson.

—No hay muchos como Ferguson para practicar —bromeó Cowart.

—No se preocupe —repuso Brown con tono tranquilizador—. Es un cobarde. Sí, muy valiente con niñas y adolescentes asustadas, pero incapaz de enfrentarse a personas como usted y yo… —Cowart tuvo ganas de recordarle a Wilcox, pero se contuvo—. Téngalo en cuenta. No va a haber nada que… —añadió con su acento sureño, un tono relajado pero incongruente con lo que estaba diciendo—. Bueno, vayámonos antes de que acabe de amanecer y la gente empiece a despertar.

Shaeffer asintió y echó a andar, pero al punto se detuvo.

—¿Hay perro? —preguntó con inquietud.

—No. —Brown hizo una pausa y repitió las instrucciones—. Cuando usted llegue a la esquina, yo iré hacia la puerta del frente. Usted cubrirá la parte de atrás. Cuando yo haya llegado a la puerta lo sabrá, no voy a ser muy sigiloso.

Shaeffer cerró los ojos un instante, respiró hondo y se armó de valor. Se dijo: «Ni un solo error esta vez.» Miró la desvencijada cabaña y pensó que en un lugar tan reducido no habría espacio para errores.

—Vamos allá —dijo, y avanzó a paso ligero por el claro, ligeramente agachada, surcando el aire húmedo y la neblina.

Cowart la observó aproximarse a la esquina de la casa, pistola en mano, apuntando hacia abajo pero preparada.

—¿Está viéndolo, Cowart? —preguntó Brown, y su voz pareció llenar algún vacío interior del periodista—. ¿Tomará nota de todo?

—De todo —respondió, y apretó los dientes.

—No veo su libreta.

Cowart alzó la mano y le enseñó una delgada libreta que sacudió de un lado a otro. Brown sonrió y le dijo:

—Me alegra que vaya armado, que sea un tío peligroso.

Cowart lo miró fijamente.

—Es broma, Cowart. Relájese.

Cowart asintió y el teniente observó a Shaeffer, apostada en la esquina de la cabaña. Luego sonrió levemente. Se irguió y sacudió los hombros como un perro al incorporarse. Cowart pensó que Brown era una especie de guerrero cuyos miedos y aprensiones se desvanecían apenas el enemigo aparecía ante sus ojos. No es que se mostrara feliz, pero parecía cómodo con cualquier peligro que acechara en el interior de la casa, más allá de la luz frágil del amanecer y las grises espirales de neblina. El periodista se miró las manos, como si fueran una ventana abierta hacia sus sentimientos. Tenían aspecto pálido pero firme. Pensó: «He llegado hasta aquí. Llegaré hasta el final.»

—Pues no es un chiste tan malo, dadas las circunstancias —respondió por fin.

Ambos sonrieron.

—Está bien —dijo Brown—. Toque de diana.

Se giró hacia la casa y recordó la primera vez que había ido allí en busca de Ferguson. Entonces no se imaginaba la avalancha de prejuicios y odio que desataría. Todos los sentimientos que Pachoula quería olvidar habían resucitado cuando Robert Earl Ferguson fue trasladado a la comisaría para ser interrogado sobre el asesinato de la pequeña Joanie Shriver. Brown tenía muy claro que no pasaría por aquello otra vez.

Comenzó a avanzar deprisa, cruzando directamente el estéril y reseco patio delantero de la casa, sin volver la vista atrás para comprobar si Cowart lo seguía. El periodista llenó los pulmones de aire, se preguntó por qué de pronto el aire le había secado la boca y se dio cuenta de que la sequedad no procedía del aire; entonces apretó el paso hasta dar alcance al teniente.

Brown se detuvo al pie de los escalones del porche. Se volvió hacia Cowart y susurró:

—Si todo se va al carajo de repente, apártese de mi línea de fuego.

Cowart asintió rápidamente con la cabeza, la agitación recorriéndole todo el cuerpo, siguiendo el rastro de los miedos que reverberaban, en su interior.

—Vamos allá —dijo el teniente.

Subió los escalones de dos en dos y Cowart lo siguió. Sus pisadas crujieron en el entarimado, a lo cual se añadió el apremio con que llamó a la puerta. De inmediato se apartó a un lado para quitarse de en medio y empujó a Cowart hacia el otro lado. Abrió la puerta mosquitera y accionó el pomo de la principal, que se resistió.

—¿Cerrada? —susurró Cowart.

—No. Atascada, creo.

Volvió a girar el pomo. Miró a Cowart negando con la cabeza. Luego golpeó con fuerza tres veces la madera desconchada, haciendo vibrar la casa entera.

—¡Ferguson! ¡Policía! ¡Abre la puerta!

Antes de que se extinguiera el eco de su atronadora voz, había arrancado la puerta mosquitera. Luego dio un paso atrás y lanzó una patada brutal contra la puerta. Al agrietarse, el marco produjo un chasquido similar a un disparo y Cowart dio un respingo. Brown se apartó de nuevo y pegó otro patadón a la puerta, que se deformó y quedó medio abierta.

—¡Policía! —gritó de nuevo.

Y a continuación lanzó todo su peso contra la puerta, con el hombro por delante, como un defensa que se lanza a un placaje desesperado del que depende la victoria de su equipo.

La puerta cedió con ruido de madera rajándose y astillándose.

Brown acabó de derribarla y entró en el recibidor medio agachado, apuntando con el arma en todas direcciones. Volvió a gritar:

—¡Policía! ¡Ferguson, sal de ahí!

Cowart vaciló un instante, tragó saliva y siguió los pasos del policía, confuso y con el estruendo del asalto retumbándole aún en los oídos. Aquello era como saltar a un precipicio, pensó.

—¡Maldita sea! —exclamó Brown, y se dispuso a llamar de nuevo, pero no necesitó hacerlo.

Robert Earl Ferguson salió de una habitación.

Por un instante, pareció que su piel oscura se confundía con las grises sombras del amanecer que penetraban por las ventanas. Avanzó lentamente hacia el encorvado teniente. Llevaba puesta una holgada camiseta azul y unos vaqueros desgastados aún sin abrochar. Iba descalzo y sus pasos producían sonidos sordos en el suelo de madera. Levantaba los brazos con desgana, casi con despreocupación, como rindiéndose con sorna. Entró en la sala y se detuvo frente a Tanny Brown, que se fue enderezando con cautela, manteniendo la distancia. Una falsa sonrisa apareció en el rostro de Ferguson, que echó un vistazo rápido alrededor. Se fijó en los destrozos de la puerta y luego en Matthew Cowart. A continuación clavó la mirada en Brown.

—¿Piensa pagar la puerta? —preguntó—. No estaba cerrada. Sólo es un poco testadura. No hacía falta romperla. La gente del campo no necesita cerrar las puertas. Usted lo sabe. Bien, ¿qué quiere de mí, detective?

No había ni un ápice de angustia o miedo en su voz. Tan sólo una desesperante serenidad, como si los hubiera estado esperando.

—Ya sabes lo que quiero de ti —repuso Brown sin dejar de apuntarle al pecho.

Pero los dos hombres continuaban alejados, mirándose con recelo de una punta a otra de la pequeña habitación.

—Ya. Quiere alguien a quien culpar. Siempre la misma historia —dijo Ferguson con frialdad.

Observó la pistola que lo apuntaba. Luego buscó la mirada del policía, entornando los ojos para que su gesto pareciera tan duro como su voz.

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