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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (14 page)

A las siete de la noche, profundamente oscura, bajo la lluvia, un violento aullar de perros se hizo oír y una voz mortecina apareció a unos cien pasos.

—Llegamos, señor —dijo Tobías.

El viejo capataz se avanzó, gritó a los perros, que callaron al reconocer su voz, y dio los caballos a dos o tres hombres que habían salido de la cocina. Una viejecita, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, se avanzó mirando a uno y otro lado, y cuando hubo reconocido a Carlos, lo ayudó a bajar, repitiendo sin cesar: «¡Niño Carlitos! ¡Dios se lo pague!»

Carlos cortó el torrente de las expansiones y ganó rápidamente la casa, seguido de Pedro, rígido como un autómata. Cambió de ropa, comió, y con inmensa delicia se tendió en la cama.

A la mañana siguiente se levantó temprano, tuvo su conferencia con Nicasia, a quien pronto despachó a la cocina y dio un vistazo sobre su morada. He aquí lo que vio.

Una pequeña casa de material, con techo de hierro de media agua, ocupaba el fondo de un cuadrado. A la derecha un rancho, cocina y cuarto de peones. A la izquierda, la habitación de Nicasia, sin duda, un pequeño rancho de paja. Al frente, un palenque para atar caballos y en el centro del patio, un ombú raquítico que se había ido en raíces. Las tres piezas de su apartamiento consistían en un dormitorio casi desnudo de muebles, un comedor por el estilo y un gran cuarto donde había algunas viejas sillas de montar, bolsas, una romana, una pila de cueros secos en un rincón, diarios viejos, barricas de azúcar, una bolsa de sal, y en una pared un retrato del general Mitre en 1860. Allí había dormido Pedro.

Carlos sacó una silla al corredor, puso sobre otra las piernas y cayó en profunda meditación. El día estaba espesamente nublado y la lluvia caía por momentos. Un silencio de muerte reinaba sobre los campos y el horizonte concluía a cien varas. A lo lejos, el eco amortiguado de un cencerro o el apagado ladrido de un perro. Contra un pilar del corredor, el criado fiel, perdido en ese mundo nuevo para él, dejaba vagar su mirada sobre el cielo gris. Carlos sintió que el corazón se le oprimía; temió que la paz tan buscada no estuviera allí, comprendió que mientras durase la tormenta intensa, era inútil buscar la tranquilidad de las cosas para darla a su espíritu conturbado y pasó la mano por su frente. De nuevo miró a su alrededor; un recuerdo pasó por su memoria, una amarga noche en que inclinaba ya su cuerpo sobre el Sena, en París, para buscar la calma en la muerte. La lluvia caía, monótona, triste, sepulcral; la llanura parecía envuelta en una mortaja. Carlos inclinó la cabeza llena de sombras, murmurando:

—Heme en el fondo del río, con una piedra al cuello.

1884.

DE CEPA CRIOLLA

Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga data en tierra argentina y a la que no habían faltado las ilustraciones patrióticas de la independencia ni los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el primer Narbal criollo, fue sorprendido a los veinticinco años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida colonial, un momento interrumpida por el rechazo de las invasiones inglesas, en el que había tomado una parte honorable como oficial subalterno, se vio de pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al que le empujaban más sus amistades y vinculaciones con las cabezas calientes de la juventud patricia, que sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la época, hacendado y por lo tanto fanático por D. Mariano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la Primera Junta para determinar el partido a que había de afiliarse. Gritó ¡abajo Cisneros! el 25 de Mayo, sin ponerse ronco; formó parte de un grupo que arrancaba carteles; aplaudió a Passo; hizo una crítica razonable contra el discurso de recepción de Saavedra, y luego, entrada la noche, como hacía frío y lloviznaba, abrió su paraguas y se fue tranquilamente a su casa, donde contó la jornada a su vieja madre con la misma sencillez con que hubiera narrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de la importancia del movimiento, no tenía ambiciones ni imaginación. Era, pues, un hombre feliz de la colonia, el tipo más completo de la especie que haya vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa del café de Mallcos, en que se había apurado más de lo habitual el Valdepeñas y el Jerez, varios de sus amigos declararon la intención de ir a reunirse al ejército del coronel Balcarce, que operaba en el alto Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fugaz Saint-Just de nuestra revolución. No sé cómo vendría la cosa, pero nuestro hombre juró, se arrepintió un poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía, arregló su equipo a la noche, partió con los compañeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, se batió dignamente y se disgustó por completo del oficio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula Sanz. En la primera ocasión regresó a Buenos Aires, habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y pronto dos hijos le dieron el corte definitivo del hombre de hogar. El primogénito creció en aquella atmósfera ruidosa y vehemente de la revolución, tan lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido parece un siglo. Los cuentos de los viejos sirvientes de la casa, que todos habían servido, respiraban olor a combates. La nota tosca del heroísmo, la habitud de la idea de lucha se hundía en el cerebro del niño. Luego las guerras civiles, los amargos momentos del año veinte, el hogar inquieto, el padre meditabundo, la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Ituzaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entusiasta, sediento de acción, la antítesis del padre a quien sólo debía la vida, pues su alma era hija directa de la revolución. Cuando abrió los ojos a la luz y con la virilidad llegó la dignidad, vio a su padre consumirse lentamente en la agonía moral de la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza. Rosas imperaba y la juventud se estremecía. Muerto su padre, casada su hermana con un hombre de la situación, que protegería a la madre, logró una noche embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del Sur le contó entre sus soldados; batidos, deshechos, pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó, se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró en Montevideo con la ilusión perdida y el alma resuelta. ¡Cuán largos han sido para nuestros padres esos días, esos años de eterna expectativa, en que cada nueva luna traía la noticia de un nuevo desastre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando el tiempo y el esfuerzo humano! ¡En el día, la batalla estéril en la que se pierde la vida sin esperanza de que el tiempo fugitivo traiga la libertad; en la noche, el insomnio que causa la conciencia del porvenir perdido y la amargura infinita de la patria deshonrada!

Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su suerte a la de la hija de un proscripto como él, dulce criatura que había crecido atónita dentro de un infierno de odios y de sangre. Carlos nació en 1850 y desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más oscura aún. El porvenir de su hijo, sin patria desde la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confiscados por Rosas), le aterraba. Por fin brilló el bendecido momento de Caseros. Los que en ese instante grabaron el nombre del Libertador en el alma, no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera de Urquiza, como Ituzaingó la de Alvear. No se da libertad a un pueblo ni se salva la independencia de la patria, sin que la historia olvide las debilidades humanas y consagre el tipo de los hombres en el momento trágico de su vida.

Narbal volvió a su patria, y al ensanchar sus pulmones, al empezar la vida a los cuarenta años, como si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo al destierro, empujado por muchos de los que había combatido cuando doblaban la cabeza servil bajo Rosas y por la agitación insensata de una juventud ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión del porvenir. El golpe fue rudo y la tierra extraña más sola que en los amargos días de la lucha. Una melancolía profunda se apoderó de él, perdió la esperanza que un momento había brillado ante sus ojos, y se extinguió en silencio, en brazos de su fiel compañera, oprimiendo la mano de su hijo.

Carlos volvió a la patria; los bienes de su familia le habían sido restituidos. Su primera educación fue la de todos nosotros, superficial, arrancada a trozos a la debilidad de la madre, con sus largas estadas en el campo predilecto, los numerosos años recomenzados en el curso universitario, y la adolescencia, la vida vagabunda, un tanto
compadre,
que hoy se ha perdido felizmente por completo. Las hazañas de medianoche, las asociaciones para el escándalo nocturno, el prurito del valor en las luchas contra el infeliz
sereno
, el asalto a los cafés, a los bailes de los suburbios, el contacto malsano de las bajas clases sociales, cuyos hábitos se toman, el lento desvanecimiento de las lecciones puras del hogar. Los que han pasado en esa atmósfera su primera juventud y han conseguido rehacerse una ilusión de la vida y una concepción recta del honor, necesitan haber tenido de acero los resortes fundamentales del alma. La guerra del Paraguay fue, en ese sentido, un beneficio inmenso para nuestro país. Por afición a las armas, por admiración a muchos oficiales de la época, pendencieros, decidores, eternos arrastradores de poncho, tal vez un poco por el palpitar de la
fibra salvaje
que jamás se extingue por completo, muchos jóvenes de 18 a 25 años, de los que entonces hacían esa vida ignominiosa, partieron a campaña y se rehabilitaron cayendo noblemente en los campos de batalla o ilustrando su nombre por el valor y la buena conducta.

Carlos era muy joven aún. Por otra parte, su índole recta y generosa, cierto amor
dilettante
al estudio, sobre todo a la lectura y, por último, un largo viaje para terminar su educación en Europa, que su madre, bien aconsejada, le hizo hacer, le salvaron del peligro de una vida que habría destruido su porvenir. Pasó tres años en un colegio inglés, anexo a la Universidad de Oxford, y allí se operó la transformación radical de su organismo moral.

Nada como la atmósfera inglesa para regularizar este conflicto eterno que se llama el alma de un latino, y más aún, el alma de un sudamericano. Sea tradición de raza, atavismo revolucionario o simple influencia etnográfica, el tipo general de nuestros jóvenes se combina moralmente de excesos y depresiones curiosas en sus diversos elementos. La imaginación ocupa un espacio inmenso y su constante acción determina una insoportable prisa de vivir, de llegar, de gozar de entrada la plenitud del objetivo. Al mismo tiempo y por la misma influencia, el objetivo es vago e indefinible para los mismos que lo persiguen. El valor nos sobra, el valor instintivo, el valor de empuje momentáneo, pero la voluntad persistente nos falta. Entre nosotros, todo el que ha
querido
, ha llegado. Además, la vida de «Gran Aldea», el círculo relativamente circunscripto de nuestro mundo social, las amistades de la infancia, que se perpetúan en el contacto tenaz y obligado de una vida común, las extensas vinculaciones de sangre que son apoyos inconscientes, determinan en nuestra juventud la atrofia de la individualidad, la pérdida de la iniciativa propia y de esa reserva legítima que aconseja hacer un fondo inviolable, personal, de fuerzas morales, en vista de la dura lucha que se prepara.

Como el gaucho de otros tiempos, que vivía indolente en la seguridad de la subsistencia, vivimos tranquilos, unos reposando en la fortuna heredada, otros en el empleo infalible, los más en los recursos de la política. Nos apoyamos unos a otros, vamos rodando en común y muchas veces una fuerza individual que estalla en plena juventud con carácter de
alguien
, se desilusiona en el primer esfuerzo ante la necesidad de ceder a la apatía general para no marchar solo e imponente.

Tal era el corte moral de Carlos; la atmósfera inglesa pasó sobre él como una pesada máquina de nivelación. Los fuertes ejercicios físicos desenvolvieron y dieron fuerza a su cuerpo, más aún, si se quiere, acentuaron sus necesidades animales, en saludable detrimento de sus crisis morales perpetuas. El limitado trabajo intelectual de la educación inglesa permitió a su espíritu el lento y progresivo desarrollo, tan raro entre nosotros, donde la inteligencia marcha a saltos y procede por aglomeraciones de difícil digestión que congestionan el órgano. Luego, en aquella vida libre del estudiante inglés, confiado a sus fuerzas, a sus recursos, aprendió el valor de su propia individualidad, adquirió el aspecto serio que oculta la prudente reserva y se hizo un hombre de reflexión y de voluntad. Al mismo tiempo, recuperó la pureza moral de la adolescencia, y cuando llegó a la edad de los cariños, se encontró con el alma preparada para querer, y querer profundamente.

No es cierto que la juventud sea idéntica en todas partes, como la mañana no es igual en todo el orbe. Hay en los jóvenes ingleses un reposo que nos es desconocido, un residuo de infancia que a los veinte años ha ido a reunirse, entre nosotros, con los cuentos de la nodriza y los juegos de la gallina ciega. La precocidad con que se obtienen los honores viriles, la falta de un aprendizaje en todo, la improvisación de competencias que acaba por comunicar al que las alcanza una alta opinión de sí mismo, son elementos desconocidos en Inglaterra, donde la vida se desenvuelve lenta y regular.

Llegado a los diecisiete años a Oxford, Carlos se encontró en un mundo nuevo que le sorprendió sin atraerle. Sus placeres no eran los mismos a que veía entregarse a sus compañeros. Su ingénita aristocracia latina repugnaba al ejercicio muscular constante y violento que era el fondo de la ocupación de sus
fellows.
Pero bien pronto la emulación, cierto prurito patriótico (¿dónde no va a meterse?) le determinaron a esforzarse, a trabajar, a querer, y tras largas y terribles horas pasadas al sol, inclinado sobre el remo o jadeante en el campo del
cricket,
fue un día admitido a ocupar un puesto en la canoa de honor.

Pronto tomó gusto a la vida independiente del estudiante inglés, tuvo su apartamiento, su servicio, su caballo, su
valet de chambre
hábil y correcto, invitó a
lunchs,
entró por las formidables
wines partys
y, como era generoso y sus medios le permitían ser espléndido, conquistó su carta de ciudadanía en el difícil mundo estudiantil, en el que se requiere un tino exquisito para no ser demasiado obsequioso con un hijo de Lord o seco en demasía con el triste vástago de un cura de campaña.

Introducido por sus compañeros o por medio de cartas venidas de Londres en el seno de algunas familias, sus ideas artificiales sobre la mujer, formadas en los bailes de suburbios en Buenos Aires o en sitios más característicos aún, empezaron a transformarse en un respeto instintivo. La atmósfera de pureza moral que respira un hogar inglés le penetró por completo, y pronto, al ser tratado como un hombre de honor por un padre que le confiaba su hija, comprendió que no es necesaria una lucha tenaz con el instinto bestial que inspira infamias, para vencerlo con nobleza. Así, lentamente, sus facultades de raza, aquellas que no debemos envidiar a pueblo alguno de la tierra se elevaron por la conciencia de sí mismas y acercaron a Carlos al ideal de un hombre, esto es, el hombre sereno, correcto, leal y reservado, cómodo en la vida, preparado por la reflexión para el porvenir, como la fortaleza prepara para la desgracia. El rasgo fundamental de su carácter fue la profundidad inalterable de sus afecciones. Quería a pocos, pero quería bien. Era un amigo de novela latente; más de una tarde, sólo, pensando en la patria lejana, sonreía al ver pasar por su espíritu la imagen seductora del sacrificio en obsequio de un amigo. Todo lo habría hecho en caso necesario. Con una concepción semejante de la amistad, los pequeños rasguños duelen como heridas profundas.

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