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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (9 page)

Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente al pobre conductor, que nos anunció estar
ahora
seguro del camino, y, un tanto mohínos; y maltrechos, emprendimos de nuevo la marcha.

No habíamos andado media cuadra, cuando un grito sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba literalmente a
babuchas
de Eyzaguirre, quien, a su vez, aplastaba al gordo, que, entre gemidos, estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se debatía en el barro y que un ligero examen, posterior reveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos caído en una zanja; el caballo, perdiendo pie, se fue de boca; Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del canal de una arbaleta; el gordo siguió la ley de atracción, y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso, me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos dos pies de barro; cuando salí y Eyzaguirre y el gordo se pusieron de pie, nos precipitamos todos a sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones de continuidad de su cara estaban revocadas por un lodo espeso y negro. Fue necesario sacudirle, lavarle el rostro con la última botella de cerveza, que el gordo no había soltado en la catástrofe, y sacarle el
jacquet
rectilíneo que pesaba dos arrobas.

Entonces emprendimos a tanteo, a pie y en el horror de la profunda noche, aquella marcha legendaria, inaudita, en la que las zanjas eran endriagos, las tunas vestigios y los ruidos de los insectos nocturnos coros de Korríganos y Kobolds. Puck andaba por allí: nos parecía oír su risa silenciosa entre las brumas, confundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspié de la errante caravana... El caballo había quedado en la zanja para siempre. ¡Adiós las largas y melancólicas estadas en el palenque de la pulpería! ¡Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño oscilaba como un péndulo sobre el recado! Una ligera perturbación en la línea del pescuezo le había hecho encontrar el reposo eterno. ¡Sea leve su recuerdo a la conciencia de Larrea!

Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea, penetramos en nuestros cuartos y nos ayudamos fraternalmente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió al empuje colectivo, y es fama que diez horas más tarde solamente soltó su presa, vencida por la operación cesárea.

XXIX

Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero al famoso 22 de abril de 1863, en que
crudos
y
cocidos
estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad; los cocidos por la causa que los crudos hicieron triunfar en 1880, y recíprocamente. Yo era crudo y crudo
enragé
. Primero, porque mis parientes, los Varela, uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano mayor, tenía esa opinión, según leía de tiempo en tiempo en la
Tribuna,
y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos eran cocidos. Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera de pensar, pero como había que sostener mis opiniones a moquetes más de una vez, la convicción había concluido por arraigarse en mi espíritu.

El día citado había una excitación fabulosa en el Colegio; después de muchas tentativas infructuosas, conseguimos escaparnos dos o tres y nos instalamos en la calle Moreno. Fue allí donde presencié por primera vez en mi vida un combate armado entre dos hombres, que me hizo el mismo efecto que más tarde sentí en una corrida de toros, de la que salió mal herido el primer espada. Los dos combatientes eran hombres del pueblo y estaban armados, uno de una daga formidable, mientras el otro manejaba con suma habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos ver: tal era el movimiento vertiginoso que le imprimía. Mi primera intención fue huir; pero tuve vergüenza, porque uno de mis compañeros, que tenía fama de bravo en el Colegio, se había acercado, por el contrario, para presenciar más cómodamente la lucha. Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de la fuerza, y el hombre de la daga, dando un grito desgarrador, cayó al suelo con el vientre abierto de un enorme tajo. El heridor huyó; yo debía estar muy pálido, porque recuerdo que durante un mes el grito del caído vibró en mi oído.

Pronto nos mezclamos con unos hombres que traían un pañuelo al cuello y que habían desalojado a un pequeño grupo de cocidos que estaban cerca de la confitería del
Gallo.
Pero el rumor de lo que pasaba dentro nos hacía arder por penetrar en el recinto de la Legislatura. ¡Imposible!

Entonces, de común acuerdo, y comprendiendo que era allí donde se desenvolvían las escenas más interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar a la Legislatura por la azotea. Lo hicimos así, y a favor del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos el techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el patio de la Legislatura.

Al primero que vi fue a Horacio Varela, tranquilo, sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me conoció, me pidió fuera inmediatamente a su casa a avisar a la familia que no volvería hasta tarde, que no temieran, etc. «Pero no puedo salir, Horacio; no me dejan». La verdad era que había trabajado tanto por llegar a mi punto de observación y esperaba que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables, que lanzaba ese pretexto harto plausible, para quedarme allí: «Un estudiante a quien no dejan salir. ¡Pobrecito! ¿Entonces ustedes ya no saben escaparse?» Yo habría podido contestar que lo hacía con una frecuencia que me ponía a cubierto de semejante reproche; pero preferí la acción y desaparecí. Me escapé con éxito, corrí a casa de Horacio, tranquilicé a la familia, volví al Colegio y, jadeante, extenuado, ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde di cuenta a Horacio de mi comisión. En ese momento un gran número de diputados salieron al patio; muchos abrazaban a un hombre calvo, de muy buena cara, con una gran barba negra, el cual, después, supe había sido miembro informante, desplegando una serenidad de ánimo admirable. Era el doctor don Manuel Arauz, a quien debíamos todos tener más tarde tanto cariño bajo el apodo afectuoso de
Viejo Laguna.

Cuando lea en la Historia la narración del entusiasmo ardiente de los estudiantes en la Politécnica y la Normal, en 1815 y 1830; el arranque impetuoso de los estudiantes españoles en la guerra de la Independencia, abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, a don Juan Porlier, al cura Merino; el heroísmo de los jóvenes alemanes en 1813 y 1814, brotando de los subterráneos de la
Tugendbund
para caer en los campos de Leipzig; de la muerte gloriosa de Koerner, cuando leo esos rasgos, me lo explico perfectamente. Hay en los claustros una ansia de acción indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la libertad.

También nosotros formamos parte de las gloriosas filas del batallón Belgrano, que fue a ofrecer su sangre y a pedir un puesto en la vanguardia del general Mitre al estallar la guerra del Paraguay. Yo fui soldado del doctor don Miguel Villegas; era cuanto podía exigirse de mi patriotismo: ¡servir a las órdenes de un profesor de la Universidad, que enseñaba filosofía por Balmes y Gérusez!

XXX

Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida triste y monótona que llevo. Pero al concluir me vienen al espíritu los últimos tiempos pasados en la prisión claustral cuando ya la adolescencia comenzaba a cantar en el alma y se abría para nosotros de una manera instintiva un mundo vago, desconocido, del que no nos dábamos cuenta exacta, pero que nos atraía secretamente. No nos lo confesábamos al principio unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia, de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes, nos inclinaba a un escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no había nada sagrado. Eramos ateos en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las ideas de Hobbes. Las prácticas religiosas del Colegio no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia; las aceptábamos con suprema indiferencia.

En una confesión general, sin embargo tuve la veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesonario, dije abiertamente al sacerdote que estaba tras de la reja que no creía una palabra de esas cosas y que, por tanto, era de su deber no obligarme a mentir. El confesor dio cuenta inmediatamente; fui llamado, insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia pasar en el encierro los tres días de comilonas y huelga que sucedían a la comunión.

Al año siguiente mis ideas se habían hecho más prácticas; nos reunimos unos cuantos y confeccionamos una lista de pecados abominables, estupendos, en que figuraba todo el repertorio de un libro de examen de conciencia que nos habían dado para prepararnos. Nos dieron penitencias, atroces, como ser levantarnos a medianoche en invierno y salir desnudos al claustro, arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora; esto durante tres meses. A buen seguro que, en caso de obediencia, la pulmonía habría dado bien pronto cuenta de nosotros. Pero aquí quiero hacer una declaración sincera que pinta bien esos escepticismos primaverales. Llegado el día de la comunión, que se hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a esperar mi turno.

Un resto de altivez intelectual, una resolución violenta dentro de mí mismo, me hizo considerar una repugnante apostasía de mis ideas y una burla indigna de la religión, aceptar aquello. Así, cuando el sacerdote se inclinó sobre mí, le miré bien en los ojos y le dije quedo: «Paso, padre». Hizo un ligero movimiento de sorpresa; pero cuando se reincorporó yo ya me había dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo en la boca, como si realmente hubiera recibido la hostia. No me delató.

XXXI

Pero la juventud venía y con ella todas las aspiraciones indefinibles. La música me cautivaba profundamente. Recuerdo las largas tardes pasadas mirando tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro Quiroga tocar en la guitarra las vidalitas del interior, los tristes y monótonos cantos de la campana y las pocas piezas de música culta que conocía. Aun hoy me pasa algo curioso que, en ciertos momentos, me lleva irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde, Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y cariñoso al oído. Yo me había colocado en el borde de la ventana, aprovechando la última luz del día, para continuar la lectura de la
Conquista de Granada,
de Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese instante al momento en que Boabdil se despide con los ojos arrasados en lágrimas, desde lo alto de una colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles y las fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que la música que llegaba a mis oídos era la voz misma del infortunado monarca y di a aquella melodía sollozante el nombre de
el adiós del rey moro,
que Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez que en un libro encuentro una referencia al mísero fin de la dominación árabe en España, los acordes de la marcha pesarosa cantan en mi memoria. Así se explica esa preferencia llena de misterio que algunos hombres sienten por ciertos trozos de música, indiferentes para los demás. Lo han oído por primera vez en un momento especial, la impresión se ha confundido con todas las que entonces se grabaron en el alma y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra que se estremezca en un rincón de la memoria, despierta a todas aquellas con que está ligada. Un hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él solo, toda la historia de su vida moral, haciendo brotar del teclado una serie de melodías, escalonadas en sus recuerdos...

XXXII

Sentíamos también necesidad de cariño; las mujeres entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos y fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle, desde nuestras altas ventanas, por medio de una combinación de espejos, nos hacían soñar, nos hundían en una preocupación vaga e incierta, que nos alejaba de los juegos infantiles del gimnasio, de las viejas y pesadas bromas de costumbre. Las amistades se habían estrechado y circunscripto; solíamos pasar las horas muertas, haciéndonos confidencias ideales, fraguando planes para el porvenir, estremeciéndonos a la idea de ser queridos como lo comprendíamos y por una mujer como la que soñábamos. Por primera vez en estas páginas, nombro a César Paz, mi amigo querido, aquel que me confiaba sus esperanzas y oía las mías, aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como el acero, elegante y distinguido, aquel que más tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por uno de esos caprichos absurdos del destino, que arrancan del alma la blasfemia profunda.

¡Qué vida de agitación! ¡Qué pesado era el libro en nuestras manos y qué envidia se levantaba en el corazón por el estudiante libre de la Universidad, tan despreciado antes y que hoy veíamos pasar, con el corazón sombrío, radiante en su elegancia, en su traje, en la incomparable soltura de sus maneras!

Porque empezábamos tristemente a conocernos. La mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras madres hacían sacrificios de todo género por darnos educación. Muchas veces nuestras ropas eran cosidas por sus propias manos y por muchos años hemos ostentado sacos como bolsas y el clásico jacquet
crecedero,
aquel que, despreciando el efímero presente, sólo tiene en vista el porvenir. Pero ¿qué nos importaba? Eramos filósofos descreídos y un tanto cínicos, nos revolcábamos en el gimnasio, y el eterno botín de doble suela, ancho y largo nos permitía correr como gamos en el rescate. Usábamos el pelo largo y descuidado, teníamos, en fin, esa figura desgraciada del muchachón de quince años, que empieza a salir de la infancia, sin llegar a la virilidad. Eramos, con todo, felices y despreocupados.

XXXIII

Pero los dieciocho años se acercaban. Los días de salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo mejor posible, abandonando muchas veces la empresa con desaliento, vencidos por la exigüidad del guardarropa. ¡Qué amarguras, qué sufrimientos, aquellos domingos a la noche, cuando al volver al Colegio pasábamos frente a los teatros y veíamos en el peristilo una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros, los externos felices, bien vestidos, con sus guantes flamantes, y saludando con una gracia, para nosotros insuperable, a las bellas damas que venían al espectáculo!

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