Read Juvenilia Online

Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (6 page)

Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas escenas de la clase de griego, de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la fama de los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la
Ilíada.

En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de griego se dividía entre Larsen y Fernández; pero el hecho curioso es que Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: «¡No soy yo!»

Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de Derecho, Patricio Sorondo nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable; que, a lo sumo, sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles.

Fernández se indignaba y, encarándose con Patricio, le dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía.

La escena concluía siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose de nuevo con Fernández, que a todo trance quería saber el griego...

XVIII

La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y heme aquí bien lejos de mi objeto.

El hecho es que el nuevo vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.

Creíamos entonces, exageradamente, que todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (¡nosotros éramos del
Estado
de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de don F. M. justificó la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio, antiguamente destinado a capilla, en el que aun existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo el doctor Agüero, se hacían lecturas morales una vez por semana.

No fue por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era, no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra parte, en aquel hombre, una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.

A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los
abajeños
; es decir, a los que vivíamos en el piso bajo del Colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los
arribeños.

Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.

Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba
Del País
, que era su aborrecido apodo; zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita, y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera le cegó; me dio a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo, y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome, con la voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.

Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aún hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.

XIX

Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera más próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.

Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era un joven llamado Granillo, de La Rioja, o Cossio, de Corrientes; di y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores.

Aún había mucho humo; las puertas del cuarto del vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fue otro que dar un susto de dos yemas a don F. M.

Éste había hecho una barricada en la puerta.

En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, vi a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha.

De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquel iba a ser un campo de Agramante; el vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.

Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable doctor Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos.

Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a don F. M., que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.

El sumario al día siguiente fue terrible; M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: «¿Quién había prendido fuego a las bombas?». La respuesta fue unánime y sincera: «No lo sé». Y era verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con mas éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los
grandes
de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo más mínimo la relación de esta aventura al que la dio acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.

XX

Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de don José M. Torres.

El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio.

Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

¡Oh!, las horas mortales pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oír el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza; la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta como un pantalón de marinero; la cerradura, claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones...

He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.

XXI

Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago.
¡Vas-y-voir!

El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del
consommé,
tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y, sobre todo..., ¡no íbamos a clase!

La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa; luego, segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. «Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais; la obtuvo un bailarín».

Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fue siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía.

Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo, y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco.

Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia.

¡Sáenz Peña me miraba triunfante!

Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan
poco peso encima
, le había permitido preceder las primeras filas.

A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No lo tenía en Arica.

Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general.

Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía.

Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche, y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía.

No encontrábamos compromisos ni
modus vivendi
aceptable. Reconocer que aquel hombre era un
regular
, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo.

¿Cómo podría escudriñar moralmente a un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo?

Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quién encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema.

Medio sofocado, grité desde la puerta:

—¡Roque!... ¡Encontré!

—¿Qué?

—Buendía...

—¡Acaba!

—¡Es flaco y barrigón!

No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean ha observado un hombre de esas condiciones, habrá, sin duda, sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandonó generosamente.

XXII

Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso.

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