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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (3 page)

Por medio de canjes y
razzias
en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (¡un saludo al
Cocinero de su Majestad
, que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía la
Hermosa Gabriela,
de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fue disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el
alea
de la vida favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le aceché sin reposo, y cuando le veía hablar, jugar o comer, en vez de leer a prisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: «¡Chicot figura!»...

Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?...

IV

El Colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos de organización interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había
des acommodements
, no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año, y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y, sobre todo, en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento.

Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a tierra, en mangas de camisa para no estropear el único
jacquet
de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. Por aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.

Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de
bohemio,
lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical; reñido con los libros, que no abría jamás, y respondiendo al nombre de
Galerón,
sin duda por las dimensiones colosales del sombrero, que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en el mundo, ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la
Unión
el día sombrío de Angamos en que murió Grau. Luego volví a verle en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia. Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.

He hablado de Benito Neto. Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, ¡nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie sabía dónde la guardaba, y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: «¿Dónde vamos?» Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. Él era siempre de la partida, fuese cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: «Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile!» «Me presentarán». «¡Vamos a una comida a casa de Fulano!» «Comeré». «¡Una tía mía está muy enferma!» «La velaré». «Tengo una cita y...» «Ha de haber alguna chinita sirviente». Todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno
jacquet
canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.

V

A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los
grandes
que nos llenaban de admiración.

El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión.

Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz, que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte.

Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fue preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno, y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre le había defendido. ¡Decir del furor del buen rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente), nos hizo abandonar el atrio.

VI

Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno lo velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (¡no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca; aquel silencio, sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del Colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada, y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.

Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: «Duerme, niño, todavía no es hora». La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino, y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: «Ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para ti». Era la recompensa, el premio de la velada, y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente; el damasco, último.

Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo.

Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepando como un mono a las ricas parras del patio.

El doctor Agüero fue un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio, y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.

VII

El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que, por otra parte, bastan a mi objeto.

Amedée Jacques pertenecía a la generación que al llegar a la juventud encontró a la Francia en plena reacción filosófica, científica y literaria.

La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal del siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinoza, a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugald-Stewart.

De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin, sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los sistemas fríamente construidos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarían siempre, como los grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de estilo y erudición; Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía; la pléyade hacía versos, dramas y novelas; Delacroix, Scheffer y Gerôme, pintura; Clésinger y Pradier, estatuaria; Lamartine, Berryer, Thiers, etcétera, discursos; Rossini, Meyerbeer, Halévy, música, y Arago, Ampère, Gay-Lussac, C. Bernard, Chevreul, daba a la ciencia vida, movimiento y alas. Amedée Jacques había crecido bajo esa atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu le llevaba al enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela Normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método perfecto. Hay en ese manual que corre en todas las manos de los estudiantes, páginas de una belleza literaria de primer orden, y aun hoy, quince años después de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la asociación de ideas.

Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las ediciones de las obras filosóficas de Fenelón, Clarke, etc., únicas que hoy tienen curso en el mundo científico.

Pero Jacques no era uno de esos espíritus fríos, estériles para la acción, que viven metidos en la especulación pura, sin prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema, como Kant, en su cueva de Koenisberg, levantando un momento la cabeza para ver la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus meditaciones, como el fakir hindú que, perdido en la contemplación de Brahma y susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los Mongoles, Tamerlán o Clive, los que pasan como un huracán sobre las llanuras regadas por el río sagrado. Jacques era un hombre y tenía una patria que amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el estudio, el espíritu colectivo de la Francia se emancipara por la libertad. Hasta el último momento, al frente de su revista
La libertad de pensar
, como al pie de la última bandera que flamea en el combate, luchó con un coraje sin igual.

El 2 de diciembre, como a Tocqueville, como a Quinet, como a Hugo, lo arrojó al extranjero, pobre, con el alma herida de muerte y con la visión horrible de su porvenir abismado para siempre en aquella bacanal.

VIII

Tomó el camino del destierro y llegó a Montevideo, desconocido y sin ningún recurso mecánico de profesión; lo sabía todo, pero le faltaba un diploma de abogado o de médico para poder subsistir.

Abrió una clase libre de Física experimental, dándole el atractivo del fenómeno producido en el acto; aquélla llamó un momento la atención.

Pero se necesitaba un gabinete de física completo, y los instrumentos son caros.

Jacques los reemplaza con una exposición luminosa y por trazados gráficos; fue inútil. La gente que allí iba quería ver la bala caer al mismo tiempo que la pluma en el aparato de Hood, sentir en sus manos la corriente de una pila, hacer sonar los instrumentos acústicos y deleitarse con los cambiantes del espectro, sin importarle un ápice la causa de los fenómenos. Dejaban la razón en casa y sólo llevaban ojos y oídos a la conferencia.

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