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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (17 page)

A pedido de Castellar, Lorenzo facilitó el salón de su casa, el mismo en que había tenido lugar la reunión de que hablara a Narbal, para celebrar todas las que fueran necesarias. Lo hacía con placer, porque en realidad estaba profundamente indignado. Además, ese movimiento, esa actividad ajena a sus monótonas ocupaciones diarias, le había galvanizado, haciéndolo volver a los viejos tiempos en que andaba siempre por los extremos, pensando en soluciones violentas a todas las cuestiones de la vida. Su casa había tomado el aspecto de un cuartel electoral, para desesperación de su mujer, que veía fusiles en todos los rincones, a los chiquitos jugando con sables o arrastrando cartucheras, al par que la descomponía el olor frío de tabaco, pegado a las cortinas y a los muebles. No comprendía bien ese patriotismo por asuntos de tierra extraña, pero con una confianza absoluta en la nobleza de los sentimientos de su marido, se resignaba, poniendo al mal trance la mejor cara posible. Jaramillo, que comía todos los domingos allí y quien tenía la viva simpatía que el abierto riojano inspiraba generalmente, le repetía que los orientales le deberían una buena parte de su libertad y la exhortaba a bordar con sus propias manos la bandera del cuerpo expedicionario. Herminia, desarmada, sonreía.

III

La reunión que se celebraba esa noche tenía una importancia capital, porque, a más de recapitular los elementos de que se disponía, Castellar pensaba proponer la realización inmediata de la empresa. Cada uno debía dar cuenta de la comisión que le fuera encomendada, y el coronel Galindo, por primera vez, sometería su plan de campaña.

La reunión tenía lugar en el comedor, más vasto, y sobre todo, por la disposición de la casa, más aislado que el salón. Estaban reunidas unas veinte personas, entre las que se encontraban cinco o seis personajes de Montevideo, otros tantos jóvenes, algunos militares y sólo tres argentinos, esto es, Lorenzo, Jaramillo y un amigo del primero, que debía dar cuenta de su trabajo en el sentido de obtener un vapor. Todos estaban más o menos exaltados, pero la expresión era diferente. Lorenzo hablaba poco, pero se movía mucho; Jaramillo se movía y hablaba con abundancia; los jóvenes orientales dominaban mal su impaciencia; los viejos procuraban poner cara de palo, y Galindo, como los oficiales que le acompañaban, se sentían incómodos.

Castellar habló primero.

—El caballero —dijo— que nos da la hospitalidad, y cuyo nombre recordaremos siempre los orientales como el de uno de los más generosos y desinteresados entre los amigos de nuestro país, va a exponer a ustedes el estado de las cosas. Debo declarar, porque así me lo ha repetido con frecuencia, que en todos aquellos de sus compatriotas a quienes ha acudido, ha encontrado una acogida simpática, que se ha traducido en hechos. Eso nos prueba una vez más —añadió, no sin echar una rápida mirada a un hombre de hermosos cabellos plateados y fisonomía abierta y expresiva, que lo miraba con sus ojos claros y dulces— que el destino ha hecho a nuestros dos países para marchar y desenvolverse en armonía, cada uno según su índole y las exigencias, de su historia, pera unidos por los mil vínculos en que el pasado nos liga y el porvenir estrechará. Como se verá dentro de un momento, podemos pensar ya en la realización inmediata de nuestra empresa. Cada día que pasa es una vergüenza más para nuestra patria y un peligro, porque el tiempo sanciona lentamente los hechos consumados. Los elementos necesarios están reunidos, tenemos confianza en el éxito y estamos dispuestos a dar la vida con júbilo. Por mi parte, si en la empresa la pierdo, estoy recompensado por la confianza que no sólo mis amigos, sino también los hombres venerables que me escuchan, han depositado en mí. Sólo me resta presentar a ustedes a nuestro futuro jefe, el coronel Galindo, un patriota probado, cuyo valor y experiencia son una garantía de éxito.

—A mi vez, agradezco a Castellar sus palabras de gratitud —dijo Lorenzo—. No las merecemos, porque es difícil obrar bajo la idea de que los orientales nos son extranjeros. Por lo pronto, declaro que siento los dolores de su patria de ustedes como los de la mía propia. Es un deber recíproco de ayudarnos en las horas amargas, en nombre de la solidaridad de la civilización. Tendámonos las manos, pues; guardemos en el fondo del alma el sentimiento que nuestros actos nos inspiren y obremos.

Luego tomó algunos papeles, y continuó:

—He aquí lo que hemos podido reunir hasta este momento: ciento sesenta rémington, cuarenta carabinas, éstas como los primeros con su correaje correspondiente, ochenta sables y otras tantas lanzas. Se han adquirido veinte mil cartuchos. Todo está depositado en un corralón de mi propiedad. La subscripción, contando con lo gastado en las municiones, ha producido, por nuestra parte, 7.500 pesos fuertes.

—Agregue usted 5.000 más que he recibido de una subscripción privada, hecha en Montevideo —dijo uno de los
venerables,
como les había llamado Castellar.

Hubo un murmullo de satisfacción. Lorenzo iba a continuar, cuando alguien golpeó a la puerta del comedor. Lorenzo abrió, y un criado le entregó una tarjeta. Apenas echó los ojos sobre ella, sintió una emoción violenta, se puso pálido y dio un paso hacia la puerta. Dos o tres personas corrieron hacia él, inquietas. Lorenzo se detuvo, y, haciendo un esfuerzo, se serenó rápidamente.

—Pido a ustedes disculpa, señores. Pero un amigo, el mejor de mis amigos, el hombre que más estimo y quiero sobre la tierra y a quien no veía hace cinco años, que para él han sido muy amargos, acaba de llegar y me envía esta tarjeta de al lado de la cuna de uno de mis hijos: «Llego en este momento y sé que tienes una reunión referente al noble propósito sobre el que me escribiste. Te ruego pidas en mi nombre a esos caballeros me concedan el honor de combatir en sus filas por la dignidad del país en cuyo suelo nací.» ¿Quieren ustedes permitirme, señores, presentar a Carlos Narbal?

Todos asintieron calurosamente, y antes que Lorenzo hablara, Jaramillo, que estaba fuera de sí, se precipitó hacia la puerta. El riojano había conservado un culto por Carlos; el alejamiento silencioso de éste, sus propias preocupaciones políticas, le habían impedido mantener correspondencia con Narbal, como lo hubiera deseado. Pero jamás le olvidó, y quedó en su recuerdo como la personificación del hombre elegante, generoso, aristocrático de gustos, robusto de ascendencia moral, que era su tipo ideal, realzado aún por la circunstancia de haber sido su introductor en el mundo porteño. Cuando, guiado por el sirviente, se halló de pronto frente a Carlos, que hablaba con Herminia teniendo en sus rodillas un delicioso muchacho de tres años, que acababa de despertarse y que le había tendido los brazos como a un viejo amigo, Jaramillo tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar la emoción que el cambio de Carlos le producía. Se echó en sus brazos con un ímpetu de cariño tan sincero que Narbal lo estrechó con verdadera afección. Un instante después entró Lorenzo. Largo tiempo, en silencio, sus corazones latieron unidos; cuando Lorenzo apartó a Carlos para mirarle, teniéndole de las manos, sus ojos estaban húmedos. Herminia lloraba sencillamente, y el niño, con los ojos muy abiertos, miraba la escena con asombro. Un nuevo afecto que echa su noble raíz en el corazón o un viejo cariño que se despierta con energía aumentan la intensidad de todas nuestras afecciones, como, en el suelo tropical, la soberbia robustez de un árbol aumenta la lozanía de las plantas que lo rodean, protegiéndolas con su sombra y dando a la tierra un impulso de vida. Lorenzo oprimió las manos de Herminia, besó a su hijo, dio un vigoroso «shakehands» a Vespasiano, que lloraba como un becerro, y tomando a Carlos del brazo, le dijo:

—Vamos; nos esperan.

Narbal comprendió, y siguió a su amigo en silencio.

Un momento antes de abrir la puerta del comedor, Lorenzo, casi inconscientemente, se detuvo.

—¿Es cosa resuelta? —dijo.

Carlos sonrió tristemente. Lorenzo sintió la puerilidad de su pregunta y abrió la puerta con resolución.

Narbal fue acogido con respetuosa simpatía. Los viejos habían conocido a su padre, y para los jóvenes tenía ese atractivo curioso que los contrastes serios de la vida dan a los hombres. Respondió a las manifestaciones cariñosas de que era objeto y fue a colocarse silenciosamente en una silla al lado de Jaramillo, que hacía esfuerzos enormes, pero fructuosos, para no hablar de cosas que tenían una conexión sumamente remota con los sucesos orientales.

Lorenzo continuó:

—Reuniendo, pues, las sumas obtenidas hasta hoy, se puede disponer, a más de lo gastado, de diez mil patacones. He declarado ya a mi amigo Castellar que mi intervención no tenía más alcance que la reunión de fondos y elementos y que esperaba que el sentimiento que me dictaba esta línea de conducta fuera bien comprendido. Es necesario no dar a los adversarios la enorme ventaja de acusar a ustedes de apelar al extranjero. Sé que sería un absurdo; pero nada hay más terrible que el absurdo cuando toma una forma definitiva y neta. Sólo me resta rogar a nuestro amigo Martínez quiera dar cuenta de la comisión que tuvo a bien aceptar.

—El vapor
Urano
—dijo el interpelado— está a nuestra disposición, mediante cinco mil duros y los gastos de seguro. Es un buen buque, no muy grande, pero que puede fácilmente trasportar trescientos hombres. Lo manda un italiano, el capitán Lamberti, que parece un hombre digno de confianza. Como el seguro ofrece muy serias dificultades, tal vez insuperables, he propuesto, salvo rectificación de parte de ustedes, que los propietarios mismos se encarguen de asegurarlo. Esto importaría un gasto considerable.

—¿Han aceptado?

—Sí, pero piden diez mil duros.

—No será difícil encontrarlos —dijo Lorenzo.

—Bien. Ahora, ocupémonos un poco del plan general —dijo Castellar—. ¿Qué piensa el coronel Galindo?

El bravo coronel era un hombre de fisonomía simpática y esencialmente criolla. A primera vista, se notaba la ausencia del golpe de cepillo social, pero, en cambio, se veía el valor. Algo bajo y grueso, el pelo bastante largo, bigote y pera entrecana, brazos cortos y pies anchos. Se levantó, pero, al hablar, juzgó sin duda que así era más difícil y se volvió a sentar.

—Conozco dos o tres puntos en que el desembarque será fácil —dijo—. Escribiendo unos días antes a los amigos de la costa, estoy seguro que nos esperan quinientos hombres con caballada suficiente. Luego se lanza el manifiesto, entramos en campaña y...

—¿Qué manifiesto? —dijo uno de los ancianos.

—¡Pues... el manifiesto..., el manifiesto que se lanza siempre! —dijo Galindo mirando con asombro al que le interrumpía.

—Es necesario ponernos de acuerdo sobre ese documento —dijo el viejo formulista.

—Cuatro líneas bastarán, señor —contestó Castellar—. Una vez presentados los hechos en toda su brutalidad, no creo necesario agregar una palabra más.

—Sí, pero creo conveniente, creo indispensable determinar de una manera fija el objetivo de la expedición y anunciar el uso que se piensa hacer del triunfo.

—Es precisamente lo que pienso que debe evitarse —dijo Castellar con cierta impaciencia—. Mi pensamiento es éste: el manifiesto no debe ser ni blanco ni colorado...

—Sin embargo —replicó el tenaz anciano—, el atentado inicuo ha sido hecho en nombre del partido colorado...

Castellar iba a replicar, tal vez sin suficiente calma, cuando Narbal le previno:

—Puesto que se juzga necesario un manifiesto, ¿no creen ustedes, señores, que el llamado a dirigirlo al pueblo oriental sea el presidente constitucional de la República, que acaba de ser depuesto de una manera violenta? Nadie puede tener mayor autoridad que él. Una palabra suya pondrá las cosas en su lugar: ellos, los revolucionarios; nosotros, los defensores del orden legal.

El silencio que siguió no era sólo consideración por Narbal. Dos o tres personas sonrieron irónicamente, y la fisonomía de Castellar se oscureció.

—A mí me parece que el señor tiene razón —dijo Galindo con franqueza.

—Conviene que usted sepa lo que sucede, señor Narbal —dijo Castellar con tristeza—, puesto que tan noblemente nos trae su concurso. El doctor Erauzquin, presidente de la República Oriental es un hombre esencialmente inerte, sin ambiciones, sin resolución para ser enérgico, teniendo todos los elementos para conseguirlo y que llevamos al poder haciendo violencia a su voluntad. En su derrocamiento sólo vio su liberación y el medio de volver a la vida privada. Se encuentra actualmente en el Brasil, donde su fortuna le permitirá vivir tranquilamente, si es que no pasa a Europa en breve. Se le ha escrito, se le ha instado, se han tocado todas las cuerdas que suponíamos vibraran aún en él para decidirle a venir a ponerse a nuestro frente. Nos ha contestado ofreciéndonos dinero para ayudar a los compatriotas proscriptos que se encuentran sin recursos, pero añadiendo que por ningún motivo tomaría parte en ningún movimiento político. Es inútil contar con él. Me es doloroso hablar así, no sólo porque comprendo la falta que nos hará su adhesión moral, sino porque soy amigo particular del doctor Erauzquin.

Había algo de súplica en las últimas palabras de Castellar; todos lo comprendieron.

Un hombre viejo, el último de su grupo, no había abierto aún sus labios. Cuando el coronel Galindo habló, algo como una expresión de ira o de desprecio pasó por su cara. Al concluir Castellar, no pudo contenerse.

—Quieran los jóvenes aquí presentes —dijo— prestar un poco de atención a un hombre cargado de años y de experiencia. He estado encerrado ocho años en Montevideo, durante el sitio, que es y será nuestra página de gloria nacional. Desde 1852 hasta la fecha, he tomado parte activa en la política del Río de la Plata, con los vencedores pocas veces, muchas con los vencidos. No es ésta la primera vez que me encuentro en una reunión semejante. Como ustedes, he sido joven, me he indignado, me he batido, he quedado tendido en los campos de batalla, he evitado el golpe de los asesinos, conozco bien nuestra triste vida nacional. Hoy, ante el derrumbe de todas mis ilusiones, ante la realidad repugnante que destruye en un minuto tantos años de esfuerzo, siento que hablar es un deber, aunque vaya a chocar contra el noble sentimiento que anima a ustedes. Pero ustedes son nuestros hijos, ustedes son la esperanza única del país y no puedo conformarme en silencio al sacrificio estéril que van a imponerse. No, coronel Galindo, no encontrará usted quinientos hombres al desembarcar; encontrará usted mil, dos mil semibárbaros, guiados por caudillos locales que sostendrán frenéticamente el nuevo régimen de Montevideo, porque importa la derogación de toda ley y sujeción. Aunque no lo quiera, tendrá usted que hacer pie firme y presentar combate, pues sus soldados se lo exigirán. Y este puñado de jóvenes, lo más noble, lo más digno del país, el grano del porvenir, caerán uno a uno, luchando contra gauchos salvajes, cuya existencia sólo tiene importancia vegetativa. Robustecidos por un triunfo fácil e inevitable, los hombres de Montevideo se afirmarán en el poder ¡y toda esperanza de volver a la libertad y al decoro se alejará por muchos años!...

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