Kolonie Waldner 555 (14 page)

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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Bélico

—Quiero que sepa doctor Sommer, que lo que usted y su equipo han realizado aquí, tan lejos de nuestra patria, es la base de nuestra victoria porque este desarrollo extraordinario nos permitirá el acceso a nuevas armas revolucionarias imbatibles para nuestros enemigos. —Alguien trajo unas botellas de excelente vino chileno y Helmut propuso un brindis general.

—Por nuestro
führer
Adolf Hitler y por la Gran Alemania! ¡
Sieg Heil
!

El equipo de filmación de la UFA también se sumó al acontecimiento y al brindis. Su responsable Simon Wittig estaba exultante.

—¡Jamás había filmado algo tan extraordinario! Estas imágenes serán un revulsivo para nuestro pueblo y la genialidad de nuestros desarrollos. ¡Gracias doctor Sommer! —Tras el brindis y durante algunos minutos hubo un ambiente distendido entre los presentes. Helmut quería saber cómo llevarían aquel material cinematográfico hasta Alemania y por descontado que él quería una copia para mostrar a sus hombres en la Kolonie Waldner 555. Se lo habían ganado también—. Esta filmación será revelada aquí en Chile y haré varias copias. Una de ellas es para usted y su equipo. —respondió Wittig.

—No hay problema, ya estaba previsto y tengo la confirmación y autorización del Ministerio de Propaganda en Berlín. Nosotros regresaremos con todo el equipo en una semana a bordo de un submarino. —Helmut sorbió un poco de vino.

—Excelente, nosotros estaremos todavía aquí tres días —Wittig afirmó—. En dos días tendré la filmación revelada y su copia. De hecho, ya tengo a parte de mi equipo en Viña del Mar trabajando en esto y con todo preparado. No podemos demorarnos más.

El doctor Sommer requirió la presencia de Helmut de forma privada.

—Espero sus noticias —le indicó Helmut a Wittig. Se volvió y se dirigió hacia el doctor.

—El motor funciona, los últimos ajustes ya están realizados y sólo queda su instalación en una de las naves discoidales. Estoy hablando de tener preparado todo el primer ingenio a nivel operativo en enero de 1944 y montajes a mediados del mismo año. ¿Cómo lo ve? —Helmut pensaba el calendario que le indicaba el doctor.

—Ya sabe que nuestro problema siempre es el mismo, doctor: tiempo. El
führer
nos presiona constantemente para la obtención de resultados operativos lo antes posible. Dentro de las prioridades en la investigación, este motor es de la máxima prioridad. Si usted puede entregar el prototipo operativo en diciembre, mejor que en enero. Ya lo sabe. —Helmut bajó el tono, ante la cara de Sommer—. Doctor Sommer, sé que usted es el mejor científico del mundo en su campo y verá que no me entrometo en su trabajo, no sólo por mi desconocimiento técnico de su área, sino porque sólo sería un estorbo para usted y su equipo, y les haría perder un tiempo precioso. Yo sólo soy un coordinador, nada más. —Sommer, confirmó las palabras de Helmut.


Hauptsturmführer
Langert, mi equipo y yo siempre le hemos agradecido que nos haya permitido trabajar con absoluta autonomía y con todos los medios a su alcance. En esta ocasión también ganaremos tiempo al tiempo y procuraré que el prototipo operativo esté en marcha antes de final de año. No voy a ocultarle que es un objetivo muy difícil y que mi equipo está al borde de la extenuación, pero comprendemos que ese es nuestro deber con nuestra patria. Si no surge ningún incidente destacable, voy a poner todos los medios para conseguirlo. Le mantendré informado, no se preocupe. —Helmut estrechó la mano del doctor, que este le había extendido.

—Gracias por su compromiso, doctor Sommer. Sé que lo conseguirá.

Capítulo 6
Un secuestro y una misión

Inicios de 1944

El doctor Burton llegó hasta su casa en el bulevar de la Ópera, en la mejor zona de Manaos. Poco antes había visitado una tienda de productos delicatessen donde compró algunos manjares para celebrar el cumpleaños de su mujer Rachel. Compró un excelente vino francés que la tienda tenía todavía de antes de la ocupación alemana de Francia de 1940. Aparcó su coche y entró en el edificio donde tenía su apartamento. No podía dejar de pensar en el anillo, en su portador y en lo que le había explicado el profesor Da Silva. ¿Por qué los Estados Unidos tenían tanto interés en aquel asunto y por qué desplazar a un general desde la base aérea de Natal para capturar al tal Stukenbrok? ¿Qué era todo aquello? ¿Realmente había militares alemanes en Brasil? Por un momento intentó olvidar todo aquello y pensó en el cumpleaños de su mujer Rachel, que le esperaba en casa.

De repente todo se desvaneció. Alguien le aplicó un pañuelo con formol que le hizo perder el conocimiento. Dos individuos le introdujeron rápidamente en un automóvil que esperaba con el motor en marcha. El coche desapareció en la noche. Nadie deambulaba en ese momento por allí. No hubo testigos.

El doctor Burton fue abriendo los ojos con dificultad. Sentía un malestar intenso generalizado. Su vista fue acostumbrándose a la escasa luz del lugar. Una mortecina bombilla de veinte vatios iluminaba la estancia en el centro mismo del techo y sin pantalla de ningún tipo. Parecía hallarse en una habitación muy sobria en la que había la cama donde estaba, una pequeña mesita de noche a su derecha y un galán de noche frente a él, donde descansaba su chaqueta. Sentía algo de frío, lo que era normal según pensó, ante lo que había sucedido; era la reacción lógica del cuerpo a una anestesia muy potente. Pudo ver una puerta a su izquierda. No había ventanas ni ningún otro elemento que indicase una salida al exterior. El silencio era absoluto. Trató de incorporarse y lentamente lo consiguió. Sentía como todos sus músculos trataban de volver a la normalidad. Miró la hora, pero alguien le había quitado el reloj. No tenía ni idea del tiempo que llevaba allí. Por un momento pensó en Rachel… Oyó un ruido en el exterior y de repente la puerta se abrió en ese momento, interrumpiendo sus pensamientos.

—Doctor Burton, acompáñenos por favor —dijo una voz suave, pero enérgica con claro acento alemán. Tres hombres de paisano se habían situado frente a él. Su aspecto físico no era el del brasileño estándar. Dos de ellos le cogieron por los brazos ayudándole a avanzar.

—Permita que le ayudemos, doctor. —Burton trató de balbucear algunas palabras.

—¿Qué sucede? ¿Qué hago aquí? Soy ciudadano de los Estados Unidos… —El que parecía jefe del grupo sonrió.

—Sí, sí, ya sabemos todo eso, pero ahora estamos en Brasil y usted tiene que contestar a algunas preguntas. —Salieron a un pasillo, también iluminado de forma escasa. No había decoración alguna. Pasaron frente a varias puertas cerradas. Subieron por una escalera y Burton pudo percibir luz exterior. Se oía un piano.

El grupo entró en una sala de estar muy bien iluminada por luz natural, con unos ventanales que daban a lo que parecía un jardín, según intuyó Burton a través de las cortinas translúcidas. Una cantidad enorme de libros, perfectamente ordenados en sus estanterías, llenaba tres de las cuatro paredes hasta el techo. Una escalera de librería permitía el acceso en cada pared. Un piano de cola se hallaba junto a uno de los ventanales y a su lado una enorme esfera del mundo. Al piano estaba un hombre joven que, sin levantar la mirada, interpretaba con brío una pieza que Burton desconocía. También iba vestido de paisano. El grupo se paró ante el piano y permaneció en espera mientras el pianista seguía con la pieza musical.

Mientras esperaban y Burton se iba reanimando, este observó que el pianista llevaba un anillo de la calavera en el dedo anular de su mano izquierda. Ya no tenía dudas, se trataba de nazis y peor aún: SS. No tenía otra opción que esperar. El pianista terminó la pieza, miró a Burton y sonrió.

—Reconozco que interpretar los
Preludio
s de Liszt al piano es complicado. Pero voy mejorando. Me recuerda a la apertura de los partes de guerra por radio en nuestra patria. —Se puso en pie y se acercó al doctor que, obviamente, le miraba con cara de extrañeza—. Doctor Burton, es un placer conocerle. Espero que se sienta mejor ahora. Lamento el procedimiento, pero no hemos tenido otra opción. Mi nombre es Thomas Schelling y aunque nuestros países estén en guerra, estamos en Brasil y por ello nuestras diferencias deben quedar a un lado. No podemos importunar a nuestro anfitrión… —remachó sonriendo. Burton se vio con fuerzas para responder.

—No sé quiénes son ustedes, ni qué pretenden de mí. Soy ciudadano norteamericano, que trabajo en el hospital Sâo José de Manaos, como médico responsable de las áreas de quemados y cirugía general. Es cuanto puedo decirles. Indíqueme por qué estoy aquí y qué pretenden de mí. Luego quiero regresar a mi casa.

—Siéntese, por favor —le dijo Schelling con voz pausada mientras le indicaba un cómodo sillón y hacia salir a los hombres que habían acompañado a Burton hasta allí—. Creo que estaremos mejor solos. —Burton no pudo dejar de mirar el anillo que portaba su captor. Este detalle no escapó a Schelling que parecía más atento a los detalles de lo que podría parecer—. Veo que mira el anillo que llevo, ¿lo conoce? —Burton puso cara de poco interés.

—Me llama la atención la calavera. —Schelling se recostó en la butaca.

—Este es el motivo por el cual está usted aquí. —Se incoporó hacia Burton—. Doctor Burton, usted no sólo ha mostrado interés por este anillo, sino que sabe de alguien que lo portaba. ¿Lo recuerda? —La pregunta no daba margen de maniobra a Burton y dejaba ver claramente que Schelling sabía más de lo que aparentaba. Por ello, decidió ir a lo directo—. Sí, recuerdo a un paciente con graves quemaduras que llevaba un anillo como ese. Llegó en muy mal estado, tras un accidente aéreo y ese anillo estaba entre sus pertenencias. —Burton trató de justificar su interés por el anillo—. Veo, señor Schelling, que usted ha seguido mis pasos. Mi interés por el anillo vino por la falta de datos de esa persona. Lo trajeron unos pescadores al servicio de urgencias del hospital, diciendo que había caído una aeronave en el río y ese era el piloto. Se marcharon y no tuvimos más noticias. El anillo indicaba un nombre y fechas, pero era información muy escasa para determinar la identidad del paciente. En ningún momento estuvo consciente y por ello no pudimos preguntarle. Mi equipo y yo estábamos tratando de salvarle la vida. —La cara de Schelling mostraba una cierta decepción, que Burton interpretó como con un cierto punto teatral.

—Y ¿eso es todo lo que puede decirme, doctor? —Esperó unos segundos—. ¿No sucedió algo más con el paciente? Seguro que puede recordarlo. —Burton mostró un cierto enojo.

—Me imagino, señor Schelling, que sabrá que hay protocolos médicos que pertenecen al paciente y son de carácter confidencial. Lo que le he explicado ha ido más allá de lo permisible. Es todo lo que puedo decirle… —Schelling movió la cabeza negativamente, como recriminando la respuesta del doctor.

—Edward ¿me permite que le llame así? —Burton se sorprendió ante la familiaridad que le pedía Schelling, pero movió afirmativamente su cabeza—. Bien, gracias, será más fácil así. Mire Edward, sabemos que alguien quiso matar a ese hombre, seguramente sionistas que están tras nuestra pista y la de ustedes y que el general White, de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos con base en Natal, se lo llevó por la fuerza de su hospital hasta esa base, suponemos que para su tratamiento y posterior interrogatorio. ¿Es así? —Burton se sintió acorralado.

—Sí, creo que así es. No he vuelto a saber de ese paciente. No sé si llegó vivo a Natal, si le curaron allí, ni su estado actual. No puedo ayudarle en nada más señor Schelling. Dígame qué hago aquí, por favor y déjeme marchar.

Schelling miraba fijamente a su interlocutor.

—Eso no será tan fácil, me temo —Se volvió a recostar en el cómodo sillón—. ¿Qué sabe de este anillo? Sabemos que estuvo con un joyero y en la universidad buscando información. ¿Por qué no se lo entregó al general White cuando se llevó a Stukenbrok? Nos resulta muy extraño que un norteamericano no ayude a su ejército. —Burton sintió como un calambrazo al escuchar de nuevo aquel nombre. Trató de que no se notase, aunque era absurdo, pensó.

—Quizás fue un error por mi parte, lo reconozco, pero me sentí humillado en mi hospital y delante de mi equipo por la forma en que actuó el general White y sus hombres. No fue nada más que eso. Reconozco también que la curiosidad me embargó ante el anillo y los símbolos que porta. Tenía un punto de fascinación, incluso para un neófito como yo en estos asuntos.

—Sí, es cierto que es fascinante, pero sabrá también que significa muchas cosas en la nueva Alemania que estamos construyendo.

Burton se sintió algo más tranquilo, aunque con ganas de marcharse, como era lógico.

—Bueno, aunque sí conozco alguno de sus significados, eso no tiene nada que ver conmigo. Fue una estupidez por mi parte y nada más. Sigo siendo prisionero de ustedes y quisiera volver con mi mujer y a mi vida normal. No puedo ser de ayuda, ni deseo serlo señor Schelling, aunque esto sea Brasil.

Thomas Schelling se puso de pie tras las últimas palabras de Burton.

—No está usted en posición de exigir nada. Esa estupidez que usted dice que cometió al quedarse con el anillo, le compromete con nosotros. Usted ha entrado en nuestro círculo y sabe demasiado. Ahora está comprometido con nuestros objetivos. —Tras estas palabras Schelling se quedó observando el rostro de Burton—. Y sabe otra cosa, le necesitamos para una operación que tenemos que hacer. Usted es indispensable. —Burton pareció estallar.

—Yo no estoy comprometido con nadie, señor Schelling, excepto con mi equipo y mis pacientes. Nadie más. Yo estoy trabajando en Brasil y no soy un soldado. No tengo nada que hacer con ustedes ni sus objetivos que, desde luego, no son los míos. —Schelling sonrió.

—Le diré algo, Edward, su mujer también está aquí retenida. —Burton sintió un vuelco en su corazón—. Cuando usted regresaba a su casa y le interceptamos, ya habíamos raptado a su mujer. Creo que ahora le resultará más fácil colaborar, ¿no es así? —Como un resorte, Burton saltó hacia Schelling, pero este ya había colocado el cañón de su Walther PPK en la frente de Burton—. Me comprende ahora, doctor Burton, no hablo en broma. —Burton mantuvo la dura mirada de Schelling. No era un héroe, pero aquello era indignante.

—Mire señor Schelling, es la segunda vez que me ponen una pistola en la frente en muy poco tiempo. Me voy acostumbrando a ello, créame. La primera vez fue un general norteamericano, ahora es un oficial alemán. Son exactamente iguales, defiendan la bandera que defiendan, luchen por quien luchen. Sólo buscan el dolor y la muerte, independientemente del por qué. Son la misma basura…

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