—Alguien se acerca demasiado al Arca. ¡Plaf! Su ángel queda partido en una docena de pedazos…
Miguel Ángel sintió que la furia le apretaba la garganta.
—¡No se atreverá!
—¡No, no, Buonarroti! Yo no. Soy demasiado delicado. Pero alguien más torpe… podría tropezar…
San Petronio resultó, al final, un anciano con el rostro cubierto de profundos surcos, pero en su cuerpo había una potencia inherente. Miguel Ángel sabía que, como dibujante, había hecho un buen trabajo. Pero como artista creador, consideraba haber contribuido poco o nada.
—Es muy hermosa —dijo Aldrovandi cuando vio la pieza ya pulida—. ¡Ni siquiera Dell'Arca la habría podido superar!
—Pero yo estoy decidido a darle algo más —dijo Miguel Ángel tercamente—. No debo partir de Bolonia sin haber esculpido algo realmente sensacional y original.
—Muy bien, se ha tenido que disciplinar para darnos el San Petronio que queríamos. Ahora yo disciplinaré a Bolonia para que acepte el San Próculo que desea esculpir usted.
Bolonia la Gorda se convirtió en Bolonia la Flaca, para él. No regresaba a casa para comer al mediodía. Cuando un paje del palacio Aldrovandi le llevaba alimentos calientes, los dejaba enfriar si no coincidían con el momento en que quería suspender el trabajo unos minutos. Ahora que se acercaba la primavera, podía trabajar más horas cada día y, con frecuencia, llegaba de vuelta al palacio Aldrovandi después del anochecer; sucio, sudoroso, cubierto de polvillo de mármol o tiznado de carboncillo, listo para caer en su lecho como un leño, completamente agotado. Pero los servidores le llevaban una gran tina de madera llena de agua caliente y tendían sobre la cama una muda limpia.
A Clarissa la veía muy pocas veces, puesto que asistía a escasas reuniones. Pero cuando la veía, el deleite y el tormento lo sacudían noches enteras, ahuyentando el sueño y llenando su mente durante días, mientras intentaba inútilmente crear la figura de San Próculo; en su lugar dibujaba la de Clarissa, desnuda bajo sus sedas.
Prefería no verla, porque le resultaba demasiado doloroso.
El uno de mayo, Aldrovandi le dijo que podía dejar de trabajar. Aquél era el día más feliz del año para Bolonia, en el que reinaba la Condesa del Amor. La gente se reunía para recoger florecillas silvestres, que después regalaba a sus parientes y amigos, y los románticos cortesanos jóvenes plantaban árboles cubiertos de cintas de colores bajo las ventanas de sus amadas y les ofrecían serenatas.
Miguel Ángel acompañó a los Aldrovandi hasta fuera de la portada principal de la ciudad, donde había sido levantada una plataforma cubierta de damasco y festones de flores. Era allí donde se coronaba a la Condesa del Amor, en presencia de toda la población, que se congregaba para rendirle homenaje.
También él deseaba rendir homenaje al amor, o lo que fuera que hacía hervir la sangre en sus venas aquella mañana en que el aire campestre de primavera llegaba perfumado y embriagador.
Pero no vio a Clarissa. Vio, sí, a Marco entre los miembros de su familia, con dos jóvenes doncellas prendidas de sus brazos, aparentemente elegidas por ésta para casarlo con alguna de ellas. Vio a la mujer mayor que acompañaba a Clarissa en sus salidas a hacer compras por la ciudad, y a su criada. Pero por mucho que buscó no pudo encontrar a Clarissa.
Y de pronto se encontró con que ya no estaba ante la plataforma de Mayo, ni entre la multitud. Sus pies lo llevaban rápidamente por el camino que conducía a la villa de Clarissa. No sabía lo que haría cuando llegase allí. Ignoraba qué diría, cómo explicaría su presencia a la persona que le abriese la puerta. Temblaba todo su cuerpo mientras corría cuesta arriba por el camino.
La portada principal estaba abierta. Entró y se acercó a la puerta del edificio, llamó una y otra vez. Cuando ya empezaba a creer que no había nadie en la casa y que había obrado como un estúpido, la puerta se abrió un poco. ¡Y ante él apareció Clarissa, vestida con un peinador, suelta la frondosa cabellera dorada que le llegaba casi hasta las rodillas! No tenía afeites ni joyas, y su rostro le pareció más hermoso, su cuerpo, más deseable, porque carecía de artificios.
Entró. En la villa no se oía el menor ruido. Ella cerró la puerta y corrió el cerrojo. E inmediatamente se estrecharon en un apasionado abrazo, fundidos en uno los dos cuerpos, húmedas sus bocas, que parecían beberse una a otra ansiosamente.
Clarissa lo llevó a su dormitorio. No tenía prenda alguna bajo el peinador. El esbelto cuerpo, los pechos de rosados pezones, el dorado monte de Venus, eran exactamente como el ojo de dibujante de Miguel Ángel sabía que tenían que ser: una perfecta belleza femenina hecha para el amor.
Aquello fue como penetrar profundamente en el mármol blanco, con la palpitante y viva acometida de su punzón golpeando hacia arriba en el viviente mármol, todo su cuerpo tras cada golpe, siempre más y más profundamente dentro de la suave y rendida sustancia, hasta alcanzar la delirante culminación, igual que un estallido.
Después del Día de Mayo completó el dibujo de su viril San Próculo mártir ante las puertas de Bolonia en el año 303, mientras gozaba de la plenitud de su vigor y juventud. Lo vistió con una túnica con cinturón que nada hacía para ocultar el vigoroso torso, las caderas y las piernas desnudas. Cuando componía su modelo de arcilla, la experiencia que había obtenido al esculpir el Hércules rindió su fruto, pues le fue posible lograr los muslos fibrosos, las abultadas pantorrillas, hasta darles el aspecto del verdadero torso y piernas de un heroico guerrero, poderoso, indestructible.
Luego, sin la menor vergüenza, modeló su propio retrato utilizando un espejo de su dormitorio: la torcida nariz, los altos pómulos y los separados ojos, con el mechón de cabellos que cubría su frente.
Al esculpir el mármol y sentir los golpes del martillo y los cinceles, Vincenzo desapareció de su mente. Entornados los ojos, para protegerlos contra los pequeños trozos que volaban al ser herido el mármol, y ante la aparición de la forma que iba surgiendo del bloque, se sintió nuevamente gigante, y Vincenzo comenzó a perder estatura, hasta que por fin dejó de ir al patio.
Cuando el sol de las primeras horas de la tarde calentaba demasiado para que fuese posible trabajar en el cercado patio, cogía un carboncillo de dibujo y papel y se iba frente a la iglesia para sentarse en la fresca piedra ante las tallas de Della Quercia. Y cada día refrescaba su mente copiando una figura distinta: Dios, Noé. Adán, Eva, mientras trataba de capturar una parte de aquel poder de Della Quercia para impartir emoción, drama, conflicto y realidad a sus figuras de piedra.
Los meses más calurosos del verano pasaron en plena realización. Se levantaba antes del amanecer, y cuando aparecía el sol estaba ya trabajando el mármol. Esculpía unas seis horas antes de comer el salami y el pan que llevaba en una canastilla, y por la noche, cuando la oscuridad comenzaba ya a ocultar los planos y superficies de la figura, la envolvía en una tela mojada y la llevaba nuevamente al cobertizo, cuyas puertas cerraba con llave. Luego caminaba hasta el ancho y poco profundo río Reno, donde nadaba unos minutos, para regresar por fin al palacio Aldrovandi, mientras las estrellas relucían en el profundo palio azul de la llanura Emiliana.
Vincenzo había desaparecido, igual que Clarissa. Se enteró, por una observación casual de Aldrovandi, que Marco la había llevado a su villa de caza de los Apeninos para pasar allí los calurosos meses estivales. También la familia Aldrovandi partió para su villa de verano en las montañas. Durante la mayor parte de julio y todo agosto, Bolonia estaba desierta como si hubiese sido diezmada por alguna plaga. En el palacio estaba él solo con un par de servidores que se consideraban demasiado viejos para viajar; sólo veía a su anfitrión cuando éste llegaba a caballo para pasar uno o dos días en la ciudad con el fin de atender alguno de sus numerosos asuntos, tostado el rostro por el aire de la montaña. Una de esas veces llevó a Miguel Ángel sensacionales noticias de Florencia.
—Fray Savonarola ha dejado de lado todo disimulo y se ha lanzado a la guerra contra el Papa —exclamó.
—¿Y qué ha respondido el Papa? —preguntó Miguel Ángel.
—Llamó al monje a Roma para que le explicara sus divinas revelaciones. Pero Savonarola se ha negado a ir y ha enviado al Papa la siguiente carta: «
Todos los buenos y sabios ciudadanos consideran que mi partida de esta ciudad constituiría un perjuicio para el pueblo, y a la vez os sería de muy escasa o nula utilidad en Roma… Debido a que debo continuar este trabajo, estoy seguro de que las dificultades que se oponen a mi partida surgen de la voluntad de Dios. Por lo tanto, no es voluntad de Dios que yo abandone esta ciudad por el momento
».
Aldrovandi rió, y dijo:
—Ese es un sistema infalible, ¿no le parece?
También Miguel Ángel se negó a abandonar Bolonia, cuando Aldrovandi le sugirió que fuese a pasar unas vacaciones con él, en la montaña.
—Muchas gracias —le dijo—, pero ahora estoy adelantando muy rápidamente el San Próculo. A este paso, lo terminaré cuando llegue el otoño.
El verano había pasado. Bolonia levantó de nuevo sus persianas y abrió las puertas de sus comercios. El otoño sentó sus reales y el San Próculo estaba terminado. Miguel Ángel y Aldrovandi estaban ante la estatua. El primero paseó sus dedos acariciantes por la pulida imagen. Estaba extenuado, pero se sentía feliz. Y Aldrovandi también.
—Pediré a los padres que fijen la fecha de la inauguración. ¿Qué le parece durante las fiestas de Navidad?
Miguel Ángel no contestó. Al escultor le correspondía esculpir, y al cliente inaugurar la estatua… y pagar.
—Mi trabajo está hecho —dijo, por fin—, y siento la nostalgia de Florencia. A usted sólo le diré que ha sido un buen amigo.
No podía alejarse sin despedirse de Clarissa, y eso hizo necesaria una pequeña demora. Finalmente, Aldrovandi lo invitó a una reunión en una villa escondida en las colinas, donde los acaudalados jóvenes boloñeses se sentían libres para llevar a sus amantes a bailar y divertirse. Miguel Ángel comprendió que no se le brindaría ni la más pequeña oportunidad de permanecer a solas con ella en alguna sala de música o biblioteca. Tendrían que decirse adiós en plena sala, rodeados de veinte parejas.
—He esperado para despedirme de usted, Clarissa. Regreso a Florencia.
Las cejas de la joven se unieron un instante, pero la sonrisa no desapareció del bello rostro.
—Lo siento. Me resultaba agradable saber que estaba aquí.
—¿Agradable una tortura? —preguntó él.
—En cierto modo. ¿Cuándo regresará?
—No lo sé. Tal vez nunca.
—Todo el mundo regresa a Bolonia. Está de camino a todas partes.
—Entonces, yo también regresaré.
La familia lo recibió con sincera alegría. Ludovico estaba encantado con los veinticinco ducados que Miguel Ángel le había llevado. Buonarroto parecía haber crecido enormemente. Sigismondo, pasada ya la niñez, estaba trabajando de aprendiz en el gremio de vinateros. Y Giovansimone había dejado la casa por completo y estaba regiamente instalado en una casa en la orilla opuesta del Arno. Era uno de los jefes del ejército juvenil de Savonarola.
Granacci trabajaba muy seriamente, desde el amanecer hasta la noche, en el taller de Ghirlandaio, donde intentaba mantener a flote la
bottega
. Cuando Miguel Ángel fue a verlo allí, vio los papeles que se estaban retirando de los nuevos frescos de la capilla de San Zanobi.
—Ahora trabajamos el doble que antes —suspiró Mainardi—, pero ninguno de nosotros posee el genio de Domenico, a excepción de su hijo Ridolfo, que sólo tiene doce años, y pasarán diez antes de que pueda ocupar el lugar de su padre.
Cuando regresaban a casa, Granacci le comunicó las novedades.
—La familia Popolano quiere que les esculpas algo.
—¿Popolano? ¡No conozco a nadie con ese apellido!
—Te equivocas —respondió Granacci, ligeramente mordaz—. Son los primos Lorenzo y Giovanni Medici. Han cambiado su apellido para ponerlo a tono con el Partido del Pueblo, y ahora ayudan a gobernar Florencia. Me pidieron que te llevara a verlos cuando volvieses.
Los dos hermanos Popolano lo recibieron en una sala llena de preciosas obras de arte procedentes del palacio de Lorenzo. Miguel Ángel vio, estupefacto, un Botticelli, un Gozzoli, un Donatello y muchas otras piezas.
—No las hemos robado —dijo Giovanni, risueño—. La ciudad las puso en subasta pública, y nosotros las compramos.
Dicho eso, ordenó a un paje que sirviese vino dulce y pastas. Mientras esperaban, Lorenzo le dijo que seguían interesados en tener un San Juan joven. Si accedía a ir a vivir al palacio, para mayor conveniencia suya, sería bien recibido.
Aquella noche todas las campanas de la ciudad sonaban con tanta fuerza que le recordaron el adagio toscano: «
Las campanas suenan para convocar a la gente, pero ellas jamás van a misa
». Cruzó las angostas y retorcidas calles de la ciudad hasta llegar al palacio Ridolfi. Se había hecho afeitar y cortar el cabello. Vestía sus mejores ropas.
Los Ridolfi habían sido miembros del Partido Bigi, que fue exculpado por el Consejo del Pecado de ser partidarios de los Medici, y ahora eran ostensiblemente miembros de los
frateschi
, o republicanos. Contessina lo recibió en la sala, siempre atendida por su vieja nodriza. Estaba embarazada.
—¡Miguel Ángel! —exclamó al verlo.
—¡Contessina! ¿
Come va
?
—Me dijo un día que tendría muchos hijos…
Contempló las pálidas mejillas, los ojos febriles, la respingona nariz de su padre. Y recordó a Clarissa, la sintió junto a Contessina, en aquella habitación.
—He venido a decirle que sus primos me han ofrecido un trabajo de escultura. No pude unirme al ejército de Piero, pero no quiero que pese sobre mi conciencia ninguna otra deslealtad.
—Sí, me he enterado del interés que tienen —dijo ella—. Miguel Ángel, ya ha probado su lealtad cuando ellos le hicieron el ofrecimiento la primera vez. No hay necesidad de que continúe esas demostraciones. Si desea aceptar ese encargo, hágalo.
—Lo haré, Contessina.
—En cuanto a Piero… por el momento mi hermana y yo vivimos bajo la protección de las familias de nuestros esposos. Si Piero ataca algún día con un ejército poderoso, y la ciudad se ve realmente en peligro, sólo Dios sabe lo que será de nosotros.