La agonía y el éxtasis

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

 

Florencia, 1488. Hijo de una familia acomodada, Miguel Ángel tiene trece años cuando ingresa en el taller del maestro Ghirlandaio. A su padre siempre le había disgustado esa pasión por la pintura ya que deseaba para su hijo una carrera más satisfactoria. Pero, impresionado por la genialidad de Miguel Ángel, su maestro, en lugar de cobrarle, pagará al padre para que le deje enseñar al muchacho y conseguirá así vencer su inicial resistencia. De este modo empieza la trayectoria de uno de los más grandes artistas de todos los tiempos.

Gracias a una minuciosa recreación histórica, la narración nos conduce hasta la Italia del Renacimiento, época en la que el arte florecía bajo el mecenazgo de poderosas familias de príncipes y papas. En plena turbulencia política y religiosa, rodeado de oscuras e influyentes personalidades, Miguel Ángel va creando su obra monumental, mientras vive intensos amores y desamores con las damas más relevantes de la corte. Todo el esplendor y el dramatismo de una época clave para la cultura humana enmarcan este fascinante retrato de uno de los artistas más geniales de todos los tiempos.

Irving Stone

La agonía y el éxtasis

ePUB v1.0

JeSsE
10.06.12

Titulo original:
La agonía y el éxtasis. (The agony and the ecstasy ).

Irving Stone, 1965.

Salvat, 1995.

A mi mujer, Jean Stone.

LIBRO PRIMERO

EL ESTUDIO

I

Estaba sentado ante un espejo dibujando su propio rostro: las enjutas mejillas, los altos pómulos, la amplia y achatada frente, y las orejas, colocadas demasiado atrás en la cabeza, mientras los oscuros cabellos caían hacia adelante, sobre los ojos color ámbar de pesados párpados.

«
No estoy bien diseñado
», pensó el niño de trece años, seriamente concentrado.

Movió ligeramente su delgado pero fuerte cuerpo para no despertar a sus cuatro hermanos, que dormían, y luego ladeó la cabeza para escuchar el esperado silbido de su amigo Granacci desde la Vía dell'Anguillara. Con rápidos trazos de carboncillo comenzó a dibujar de nuevo sus rasgos, ampliando el óvalo de los ojos, redondeando la frente. Luego llenó algo más las mejillas, dio más carnosidad a los labios y más fuerza al mentón.

Hasta él llegaron las notas del canto de un pájaro a través de la ventana que había abierto para recibir la frescura de la mañana. Ocultó su papel de dibujo bajo el almohadón de la cama y bajó silenciosamente la escalera circular de piedra para salir a la calle.

Su amigo Francesco Granacci era un muchacho de diecinueve años una cabeza más alto que él. Tenía los cabellos del color del heno y los ojos azules. Desde hacía un año, estaba proporcionando a Miguel Ángel materiales de dibujo y grabados que sacaba subrepticiamente del estudio de Ghirlandaio, con los que estaba montando una especie de santuario en la casa de sus padres, al otro lado de la Vía dei Bentaccordi. A pesar de ser hijo de padres acaudalados, Granacci ingresó de aprendiz a los diez años en el estudio de Filippino Lippi. A los trece, había posado para la figura central del joven resucitado en el San Pedro resucita al sobrino del Emperador, obra inacabada de Masaccio que se hallaba en la iglesia del Carmine. Ahora estaba también de aprendiz en el estudio de Ghirlandaio. No tomaba muy en serio sus trabajos de pintura, aunque poseía un ojo infalible para descubrir el talento pictórico en otros.

—¿De verdad vienes conmigo esta vez? —preguntó, excitado.

—Sí —respondió Miguel Ángel—. Éste es el regalo de cumpleaños que me hago a mí mismo.

—Bien —dijo Granacci, y tomó del brazo a su pequeño amigo, guiándolo por la tortuosa Vía dei Bentaccordi—. Recuerda lo que te dije sobre Domenico Ghirlandaio. Hace cinco años que estoy con él y lo conozco bien. Muéstrate humilde. Le agrada que sus aprendices sepan apreciar sus valores.

Habían entrado en la Vía Ghibellina, cerca de la portada del mismo nombre, que marcaba los límites del segundo muro de la ciudad. Pasaron por el Bargello, con su pintoresco patio, y luego, tras doblar a la derecha por la calle Procónsul, ante el Palazzo Pazzi.

—Apresurémonos —dijo Granacci—. Este es el mejor momento del día para Ghirlandaio, antes de que empiece a dibujar.

Avanzaron por las angostas calles. Pasaron frente a los palacios de piedra, con sus escalinatas exteriores. Prosiguieron por la Vía dei Tedaltini, y un trecho más adelante, a su izquierda, por el Palazzo della Signoria. Para llegar al estudio de Ghirlandaio tenían que cruzar la Plaza del Mercado Viejo, donde se veían medias reses frescas colgadas de garfios delante de las carnicerías. Desde allí sólo había una corta distancia a la Calle de los Pintores. Al llegar a la esquina vieron abierta la puerta del estudio del pintor.

Miguel Ángel se detuvo un momento para admirar el San Marcos de mármol, original de Donatello, que estaba en un alto nicho de Orsanmichele.

—¡La escultura es la más grande de todas las artes! —exclamó, emocionado.

—No estoy de acuerdo contigo —dijo Granacci—. ¡Pero apresúrate! ¡Tenemos mucho que hacer!

El niño suspiró profundamente, y entraron juntos en el taller de Ghirlandaio.

II

El estudio era una espaciosa habitación de alto techo que olía fuertemente a pintura. En el centro se veía una tosca mesa: dos tablones sobre caballetes. Alrededor de ella media docena de aprendices estaba inclinada sobre sus dibujos. En uno de los rincones, un hombre mezclaba colores en un mortero. En las paredes se veían cartones pintados de frescos ya terminados: La última cena, para la iglesia de Todos los Santos, y La llamada de los primeros apóstoles, para la Capilla Sixtina de Roma.

En otro rincón, al fondo, sobre un estrado ligeramente elevado, estaba sentado un hombre de unos cuarenta años. La superficie de su mesa era el único lugar ordenado de todo el estudio, con sus filas de plumas, pinceles, cuadernos de dibujo, tijeras y otros materiales colgados de ganchos. Y tras él, en la pared, estantes llenos de volúmenes y manuscritos iluminados.

Granacci se detuvo ante el estrado del pintor.

—Señor Ghirlandaio —dijo—, éste es Miguel Ángel, de quien le he hablado.

Miguel Ángel sintió que le escrutaban dos ojos, de los que se decía que eran capaces de ver más con una sola mirada que cualquier otro artista de Italia. Pero también el niño empleó sus ojos, dibujando para la carpeta de su mente al artista sentado ante él, vestido con un jubón azul y un manto rojo. Cubría su cabeza un gorro de terciopelo también rojo. El rostro, sensible, tenía unos labios gruesos, prominentes pómulos, ojos hundidos en profundas cuencas y espesos cabellos negros que le llegaban a los hombros. Los largos y delgados dedos de la mano derecha rodeaban su garganta.

—¿Quién es tu padre? —preguntó Ghirlandaio.

—Ludovico di Leonardo Buonarroti-Simoni.

—He oído ese nombre. ¿Cuántos años tienes?

—Trece.

—Mis aprendices comienzan a los diez. ¿Dónde has estado estos tres últimos años?

—He perdido el tiempo en la escuela de Francesco da Urbino, quien quería enseñarme latín y griego.

Ghirlandaio hizo un gesto que indicaba que la respuesta le había agradado.

—¿Sabes dibujar?

—Tengo capacidad para aprender.

Granacci, deseoso de ayudar a su amigo, pero imposibilitado de revelar que había estado sacando dibujos del estudio de Ghirlandaio para que Miguel Ángel los copiase, intervino:

—Tiene buena mano. Ha dibujado las paredes de la casa de su padre en Settignano. Hay un dibujo, un sátiro…

—¡Ah! —exclamó el pintor—. Muralista, ¿eh? Un futuro competidor para mis años de decadencia…

—Jamás he intentado el color. No es mi vocación —dijo Miguel Ángel.

—Eres pequeño para tener trece años. Pareces demasiado débil para el rudo trabajo de este taller.

—Para dibujar no se necesitan grandes músculos…

Se dio cuenta enseguida de que había dicho una inconveniencia y que había alzado la voz. Los aprendices habían levantado las cabezas al oírle. Pero Ghirlandaio era un hombre bonachón:

—Bien —dijo—. Dibújame algo. ¿Qué quieres como modelo?

—¿Por qué no el taller?

Ghirlandaio emitió una risita:

—Granacci —ordenó—, dale a Buonarroti papel y carboncillo de dibujo. Y si nadie se opone, volveré a mi trabajo.

Miguel Ángel buscó un lugar cerca de la puerta, desde el que se dominaba la totalidad del taller, y se sentó en un banco a dibujar.

Sus ojos y su mano derecha eran buenos compañeros de trabajo, e inmediatamente captaron las características esenciales del espacioso taller. Por primera vez desde que había entrado en el estudio, respiraba normalmente. De pronto, se dio cuenta de que alguien estaba inclinado sobre él, a su espalda.

—No he terminado —dijo.

—Es suficiente. —Ghirlandaio cogió el papel y lo estudió un instante.

—¿Has trabajado en otro estudio? ¿En el de Rosselli, acaso?

Miguel Ángel estaba enterado de la antipatía de Ghirlandaio hacia Rosselli, que tenía el otro taller de pintura de Florencia.

El niño hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No —respondió—. He dibujado en la escuela, cuando Urbino no podía verme. Y he copiado a Giotto, en la iglesia Santa Croce, y a Masaccio, en la del Carmine…

—Granacci tenía razón —replicó Ghirlandaio—. Tienes buena mano.

—Es una mano de cantero —dijo Miguel Ángel orgullosamente.

—En un taller de pintores de frescos no es necesario un cantero, pero no importa. Te iniciaré como aprendiz, en las mismas condiciones que si tuvieras diez años. Tendrás que pagarme seis florines el primer año.

—¡No puedo pagarle nada!

Ghirlandaio lo miró seriamente.

—Los Buonarroti no son pobres campesinos, y puesto que tu padre desea que ingreses como aprendiz…

—Mi padre me ha pegado cada vez que le he hablado de dibujo o pintura.

—Pero yo no puedo admitirte a no ser que él firme el acuerdo del Gremio de Doctores y Boticarios. ¿Por qué no habrá de pegarte nuevamente cuando le digas…?

—Porque el hecho de ser admitido será mi mejor defensa. Eso y que usted le abonará seis florines el primer año, ocho el segundo y diez el tercero.

—¡Inaudito! —exclamó Ghirlandaio—. ¡Pagarle por el privilegio de enseñarte!

—Es la única manera en que puedo venir a trabajar para usted.

Maestro y aprendiz habían invertido sus posiciones, como si hubiera sido Ghirlandaio quien, por necesitar a Miguel Ángel, lo hubiera hecho llamar a su taller. Miguel Ángel se mantuvo firme, respetuoso tanto hacia el pintor como hacia sí mismo, sin que sus ojos vacilasen al mirar a Ghirlandaio. De haber mostrado la menor debilidad, el pintor le habría vuelto la espalda, pero ante aquella decidida actitud sintió admiración hacia el niño. E hizo honor a su reputación de bondadoso al decir:

—Es evidente que jamás podremos terminar los frescos del coro de Tornabuoni sin tu inapreciable ayuda. Tráeme a tu padre.

De nuevo en la Vía dei Tavolini, rodeados de comerciantes y clientes que se movían febrilmente de un lado a otro, Granacci pasó un brazo por los hombros del pequeño, y dijo:

—Has violado todas las reglas, pero has conseguido entrar.

III

Al pasar frente a la casa del poeta Dante Alighieri y la pétrea iglesia de la Abadía, Miguel Ángel experimentó la sensación de recorrer una galería de arte, pues los toscanos tratan la piedra con la ternura que todo amante reserva para su amada. Desde la época de sus antepasados etruscos, la gente de Fiesole, Settignano y Florencia había extraído piedra de las canteras de sus montañas para convertirla en hogares, palacios, iglesias, fuertes y muros. La piedra era uno de los frutos más ricos de la tierra toscana. Desde la niñez conocían su olor y su sazón, tanto de su corteza exterior como de su «
carne
» interior: cómo la transformaban los rayos del sol, la lluvia, la luz de la luna llena o el soplo del helado viento invernal. Durante mil quinientos años, sus antepasados habían trabajado la nativa
pietra serena
para construir una ciudad de majestuosa belleza.

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