La agonía y el éxtasis (57 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Hizo que todos ellos observasen la figura desde todos los ángulos les señaló la fuerza estructural vertical, cómo los brazos serían liberados del mármol, que todavía los protegía uniéndolos al torso, el tronco de árbol que sería el único objeto que sostendría al desnudo gigante. La figura estaba inclinada todavía en un ángulo de veinte grados en el bloque, pero Miguel Ángel demostró cómo, al ir eliminando el mármol negativo que ahora lo rodeaba, el David quedaría erguido verticalmente.

A la tarde siguiente, Soderini fue al patio del Duomo con un documento de aspecto oficial en una mano, y dio unas cariñosas palmadas a Miguel Ángel.

—Las Juntas quedaron completamente satisfechas —dijo—. ¿Quiere que le lea? Escuche: «
Los honorables señores cónsules del Gremio del Arte Lanero han decidido que la Junta de Obras del Duomo puede dar al escultor Miguel Ángel Buonarroti cuatrocientos florines grandes de oro en pago del Gigante llamado David, y que Miguel Ángel deberá completar dicha estatua, hasta perfeccionarla, en un plazo de dos años a contar desde el día de la fecha
».

—Ahora —respondió Miguel Ángel entusiasmado— puedo olvidarme del dinero hasta que haya terminado. ¡Eso es la gloria para un artista!

Esperó hasta que Ludovico le habló nuevamente de la cuestión, y entonces respondió:

—Ya ha sido fijado el precio, padre: cuatrocientos florines grandes de oro.

Los ojos del padre brillaron de alegría.

—¿Cuatrocientos florines grandes de oro? ¡Excelente! Porque sumados a los seis florines mensuales que recibirás mientras dure el trabajo…

—No —replicó Miguel Ángel—. Continúo recibiendo esos seis florines mensuales por espacio de dos años…

—Bien —dijo Ludovico tomando su pluma—. Veamos: veinticuatro veces seis es igual a… ¿a ver?, sí: ciento cuarenta y cuatro, que agregados a los cuatrocientos suman quinientos cuarenta y cuatro florines. ¡Así es mejor!

Pero Miguel Ángel movió la cabeza, impaciente, y dijo:

—No, padre. Nada más que cuatrocientos florines grandes en total. Los pagos mensuales son por concepto de anticipo, que serán deducidos al final.

Toda la alegría desapareció de los ojos de Ludovico, al ver que se le esfumaban aquellos ciento cuarenta y cuatro florines.

Y Miguel Ángel comprendió que, desde aquel mismo instante, su padre andaría por la casa con una expresión dolorida, como si alguien se hubiera aprovechado de él, para engañarlo. No había comprado su paz. Quizás ese algo llamado paz no existiera.

IX

Había diseñado al David como un hombre independiente, erguido y libre de todo espacio a su alrededor. La estatua no debería ser colocada jamás en un nicho, arrimada a una pared o utilizada para decorar una fachada o suavizar la aguda esquina de un edificio. El David tenía que estar completamente rodeado de espacio libre. El mundo era un campo de batalla, y el hombre estaba perennemente en él bajo presión, precario en el lugar que ocupaba. David era un guerrero, un luchador, no un brutal e insensato saqueador, capaz de alcanzar la libertad.

Y ahora la figura se tomó agresiva, comenzó a empujar para salir de la masa que la producía, luchando por definirse. Su propio paso marcaba el impulso del material de tal modo tal que Sangallo y Sansovino, que fueron a visitarlo un domingo por la tarde, quedaron asombrados ante la pasión que se reflejaba en la estatua.

—¡Jamás he visto nada igual! —exclamó Sangallo—. Ha arrancado más pedazos de mármol a este bloque en el último cuarto de hora que tres de esos canteros amigos suyos en cuatro horas.

—¡No es la cantidad lo que me aterra! —agregó Sansovino—. ¡Es su impetuosidad! He estado observando atentamente y he visto fragmentos que saltaban a dos metros de altura. ¡Ha habido momentos en que creí que toda la estatua iba a volar en pedazos!

—¡Miguel Ángel! —exclamó Sangallo—. ¡Ha estado afeitando tan profundamente que si se hubiera pasado un pelo del limite podría haber arruinado toda la estatua!

Miguel Ángel dejó de trabajar y se volvió hacia sus amigos.

—Una vez que el mármol ha salido de la cantera deja de ser una montaña para convertirse en un río. Puede correr y cambiar su curso. Eso es lo que yo estoy haciendo ahora, ayudo a este río de mármol a cambiar de lecho.

Tampoco le asustó la advertencia de Sansovino, pues estaba ya perfectamente identificado con el centro de gravedad del bloque; y cuando eliminaba mármol lo hacia con el conocimiento preciso de cuánto podía eliminar.

La única espina que tenía clavada aún en sus carnes era aquella despectiva declaración de Leonardo da Vinci sobre el arte de la escultura. A él se le antojaba una amenaza muy seria. La influencia de Leonardo en Florencia era cada día mayor. Si llegaba a convencer a un número suficiente de personas de que la escultura en mármol era un arte de segunda categoría, una vez que su David estuviese terminado era probable que fuese recibido con indiferencia. Y sintió una creciente necesidad de contraatacar.

Al domingo siguiente, cuando la Compañía del Crisol estaba reunida en el taller de Rustici y Leonardo insistió en menospreciar la escultura, Miguel Ángel respondió:

—Es cierto que la escultura no tiene nada en común con la pintura. Existe en su propio ámbito. Pero el hombre primitivo talló la piedra durante miles de años antes de comenzar a pintar en las paredes. La escultura es el arte original, el primero.

—Y por ese mismo argumento se condena —contestó Leonardo con su voz de registro agudo—. Satisfizo únicamente hasta que el grandioso arte de la pintura se hubo desarrollado. Y ahora se está extinguiendo.

Furioso, Miguel Ángel atacó a su vez, en forma personal.

—Eso no es cierto, Leonardo —barbotó—. ¿Negará usted que su estatua ecuestre de Milán es tan colosal que jamás podrá ser fundida y, por lo tanto, nunca podrá existir como escultura en bronce? ¿Negará que su enorme modelo en arcilla se está desintegrando tan rápidamente que ya es el hazmerreír de todo Milán? ¡No me extraña que hable así de la escultura, porque no es capaz de llevar a feliz término una pieza!

Se produjo un incómodo silencio en todo el salón.

Unos días después, Florencia se enteró de que, a pesar de los pagos que se le habían hecho a César Borgia, éste avanzaba hacia Urbino e incitaba a la rebelión a la población de Arezzo contra el régimen de Florencia. Leonardo da Vinci se unió al ejército de César Borgia como ingeniero, para trabajar con Torrigiani y Piero de Medici. Y Miguel Ángel se enfureció.

—¡Es un traidor! —dijo a Rustici, que estaba al cuidado de las propiedades de Leonardo mientras durase la ausencia de éste—. César Borgia le ofrece un gran salario, y él ayudará a conquistar Florencia. Después de que la ciudad le dio hospitalidad y encargos de importantes obras de pintura…

—En realidad, no se trata de una cosa tan grave —respondió Rustici para aplacarlo—. Leonardo está un poco confundido. Parece que no puede terminar su cuadro de la
Monna Lisa
del Giocondo. Le interesan más sus nuevas máquinas de guerra que el arte. Vio en el ofrecimiento de César Borgia la oportunidad de poner a prueba muchos de sus inventos. No entiende de política…

—Diles eso a los florentinos —respondió Miguel Ángel ácidamente— cuando sus máquinas de guerra derriben las murallas de la ciudad.

—Se justifica plenamente que te sientas así, Miguel Ángel, pero trata de recordar que Leonardo es un poco amoral. No le interesan ni el bien ni el mal aplicados a las personas, sino únicamente en lo que se refiere a la ciencia y a los conocimientos falsos y verdaderos.

—Supongo que debería alegrarme de quedar libre de él. Ya huyó otra vez y estuvo ausente dieciocho años. Espero que esta vez tarde en volver lo mismo.

Rustici hizo un gesto de impotencia y replicó:

—Tú y él sois como los Apeninos: estáis muy por encima del resto de nosotros, y a pesar de ello os odiáis. ¡Eso no tiene sentido!

El ciclo de las estaciones llevó a Florencia un tiempo maravillosamente cálido. Los chaparrones ocasionales no tuvieron otro efecto en el David que lavar el polvillo de mármol que cubría la estatua. Miguel Ángel trabajaba desnudo hasta la cintura, dejando que el sol golpease directamente en su cuerpo trasmitiéndole su fuerza. Subía y bajaba por la escala de madera del andamio con la agilidad de un gato, mientras esculpía el grueso cuello, la heroica cabeza y la masa de cabellos desde la parte más alta del andamio. La espina dorsal la cincelaba con sumo cuidado, como queriendo indicar que era la fuente de todo movimiento. No podía haber parte alguna del David que no fuese palpable y perfecta. Nunca había comprendido por qué los órganos genitales habían sido representados siempre como despojados de belleza. Si Dios había hecho al hombre como decía la Biblia que hizo a Adán, ¿habría hecho la parte destinada a la procreación como algo nefando, indigno de ser visto? Tal vez el hombre pervirtió los usos de esa parte, como consiguió pervertir tantas otras cosas en la tierra; pero ¿qué tenía eso que ver con su estatua? Lo que había sido despreciado, él lo convertiría en sublime.

En junio, Piero Soderini fue elegido
gonfaloniere
por otro periodo de dos meses. La gente empezaba a preguntarse por qué, si era el mejor hombre de Toscana para el cargo, no se le permitía gobernar más tiempo.

Cuando Miguel Ángel se enteró de que Contessina iba a ser madre otra vez, se dirigió al despacho de Soderini para abogar por la causa de la hija de Lorenzo de Medici.

—¿Por qué no puede regresar a su casa para el nacimiento del hijo que espera? —le preguntó—. Ella no ha cometido delito alguno contra la República. Era hija de
Il Magnifico
antes de ser esposa de Ridolfi. Se está poniendo en peligro su vida por medio de ese aislamiento en una casa de campesinos que carece de todas las comodidades…

—Las campesinas han tenido hijos durante siglos en esas casas.

—Pero Contessina no es una campesina. Además, es delicada. No ha sido criada como ellas. ¿No podrías interceder en su favor ante el Consejo de los Setenta?

—Es imposible —respondió Soderini con voz inexpresiva—. Lo mejor que puede hacerse en su favor es no mencionar el nombre de Ridolfi.

A mediados del periodo de dos meses de gobierno de Soderini, mientras Arezzo y Pisa estaban nuevamente en rebelión, Piero de Medici fue recibido en Arezzo y se le prometió ayuda. César Borgia no se atrevía a atacar por miedo a represalias de los franceses, y las puertas de la ciudad permanecían cerradas a cal y canto durante el día. Miguel Ángel recibió una nota, en la que se le invitaba a cenar con el
gonfaloniere
en el Palazzo della Signoria.

Soderini se hallaba sentado ante una mesa baja, con su blanca cabellera mojada todavía por el baño. Cambiaron algunas palabras sobre el estado en que avanzaba el trabajo del David y luego Soderini le dijo que el Consejo de los Sesenta estaba a punto de modificar la constitución. El próximo
gonfaloniere
tendría el cargo para toda su vida. A continuación se inclinó sobre la mesa y dijo confidencialmente:

—Miguel Ángel, habrá oído hablar de Pierre de Rohan, mariscal de Gié. Estuvo aquí en 1494, como uno de los más íntimos consejeros del rey Carlos VIII durante la invasión, ¿verdad? Probablemente recordará también que en el patio del palacio de los Medici, el David de bronce de Donatello tenía el lugar de honor…

—Sí, el día que fue saqueado el palacio, la turba me empujó contra la estatua con tal fuerza que me hizo un chichón en la cabeza.

—Entonces lo conoce perfectamente. Pues bien, nuestro embajador ante la corte de Francia ha escrito que el mariscal se enamoró del David durante su estancia en el palacio Medici y desearía tener una estatua igual. Durante años hemos estado comprando con dinero la protección de Francia. ¿No sería gratificante que, por una vez, podamos pagarla con una obra de arte?

Miguel Ángel miró al hombre que había llegado a ser tan amigo suyo. Sería imposible negarle nada. Pero preguntó:

—¿Pretenden que yo copie ese trabajo de Donatello?

—Digamos mejor que podría introducir algunas pequeñas variaciones, pero no tantas como para desilusionar el recuerdo del mariscal.

—Nunca he tenido ocasión de hacer algo por Florencia. Esto que acaba de decirme me satisface. ¡Si no hubiera sido tan idiota de negarme a aprender de Bertoldo!

—En Florencia tenemos excelentes fundidores: Bonaccorso Ghiberti, el fundidor de cañones, y Ludovico Lotti, el fundidor de campanas.

La sensación de patriotismo se esfumó cuando se encontró nuevamente ante el David de Donatello, en el patio de la Signoria. ¡Él se había alejado tanto de aquella concepción en la figura que estaba esculpiendo!

¿Y si no podía avenirse a copiar esa pieza y, al mismo tiempo, no podía modificarla radicalmente…?

Con un cajón para sentarse y unas hojas de papel de dibujo volvió al patio a la mañana siguiente. Su David era unos años más viejo que el de Donatello, más masculino y musculoso, dibujado con las tensiones interiores que pueden ser trasplantadas al mármol, muy pocas de las cuales estaban presentes en el pulido bronce que tenía ante sí. Preparó un armazón en el banco de trabajo del taller y empleó sus horas de descanso en convertir sus dibujos en una tosca estructura de arcilla. Lentamente fue formando un desnudo con un turbante que sujetaba la cabellera. Le divirtió pensar que, en bien de los intereses de Florencia, tenía que modelar una cabeza de Goliat, sobre la cual descansaba el pie triunfal de David. El mariscal no podría sentirse feliz sin aquella cabeza.

El día uno de noviembre, Soderini fue designado
gonfaloniere
vitalicio en una pintoresca ceremonia realizada en la escalinata de la Signoria, con toda Florencia congregada en la plaza, y Miguel Ángel en primera fila. Pero casi enseguida, el invierno se lanzó sobre la ciudad. Miguel Ángel y Argiento volvieron a colocar el techo, y sobre éste las tejas. Los cuatro braseros no alcanzaban a disipar el tremendo frío. Beppe colgó una lona en la abertura del lado del taller, pero del cielo encapotado llegaba poca luz, y con aquella lona desapareció del todo. Ahora el sufrimiento era doble: el frío y la oscuridad. Y tampoco ayudó mucho la primavera, pues a principios de marzo comenzaron unas lluvias torrenciales que duraron varias semanas.

Hacia finales de abril Miguel Ángel recibió una invitación para cenar en el nuevo emplazamiento de la Signoria, en cena presidida por
Monna
Argentina Soderini, la primera mujer que residía en aquel palacio. Las paredes del comedor estaban pintadas al fresco y el techo en dorado. La mesa estaba tendida delante de la chimenea, en la que ardía un alegre fuego.

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