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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (58 page)

Después de la cena, Soderini pidió a Miguel Ángel que lo acompañase al Duomo, y dijo:

—Desde hace años, Florencia viene hablando de hacer esculpir los doce apóstoles para la catedral. De tamaño mayor que el natural, y en perfecto mármol de Seravezza. He hablado con los miembros del Gremio de Laneros y la Junta de Obras de la Catedral. Todos ellos consideran que es una idea magnífica.

—¡Es un trabajo para toda la vida! —murmuró Miguel Ángel.

—También lo fueron las puertas de Ghiberti.

—Eso era lo que Bertoldo quería que yo hiciese: un conjunto de trabajos para la posteridad.

Soderini enlazó un brazo al de Miguel Ángel y avanzó con él por la larga nave, hacia la puerta abierta.

—Eso lo convertiría en el escultor oficial de Florencia. El contrato que he discutido con el Gremio y la Junta incluye una casa para usted hecha por nosotros y un estudio diseñado por usted.

—¡Una casa y un estudio!

—Ya me parecía que le gustaría. Podría esculpir un apóstol cada año. Conforme los fuera entregando, iría apropiándose de una parte proporcional de la casa y del estudio. Mañana es la reunión mensual de las dos Juntas. Me han pedido que le diga que vaya.

Cuando comenzó a subir las colinas rumbo a Settignano, no pudo concentrar sus pensamientos en ninguno de los aspectos de la proposición de Soderini. Al llegar a la granja fue el orgullo el que se impuso: tenía solamente veintiocho años e iba a tener ya casa propia y un taller de escultura apropiado para esculpir en él heroicas figuras de mármol. Llegó a la casa de los Topolino y se puso a trabajar furiosamente en un bloque de
pietra serena
entre los cinco hombres.

—Será mejor que nos cuente —dijo el padre—, antes de que estalle.

—¡Soy un hombre acaudalado! ¡Voy a tener una casa propia!

Les contó lo del encargo de los doce apóstoles. El padre sacó una botella de vino añejo, de las reservadas para bodas y nacimientos de nietos. Todos bebieron un vaso para celebrar la buena noticia.

¿Por qué no se sentía feliz él también? ¿Era acaso porque no deseaba esculpir los Doce Apóstoles? ¿Vacilaba tal vez en realizar una obra que comprometería los doce años siguientes de su vida? No sabía si podría resistir aquella esclavitud, después de la deliciosa libertad con la que había esculpido el David. Incluso Donatello había esculpido solamente uno o dos apóstoles en mármol. ¿Cómo podría él crear algo distinto, que tuviera frescura, para cada una de las doce figuras?

Fue en busca de su amigo Giuliano da Sangallo, a quien encontró ante su mesa de trabajo.

—Sangallo —le dijo—, este proyecto no lo he concebido yo. ¿Le parece que un escultor debe aceptar un encargo que le llevará doce años cumplir, a menos que esté apasionadamente ansioso por hacerlo?

—Son muchos años —dijo Sangallo—, pero ¿podría rechazar el ofrecimiento del
gonfaloniere
y las Juntas? Le ofrecen el encargo más importante desde que Ghiberti ejecutó las famosas puertas. Si no acepta se ofenderían, y eso lo colocaría a usted en una situación difícil.

—Lo sé. No puedo aceptarlo y no puedo rechazarlo.

—Acepte el contrato, construya la casa y el estudio, esculpa todos los apóstoles que pueda. Cuando haya terminado, santo y bueno. Si no ha terminado cuando decida no seguir, podrá pagar el resto de esa propiedad en dinero efectivo.

Miguel Ángel firmó el contrato. La noticia se extendió por la ciudad rápidamente. La gente se inclinaba respetuosamente ante él en la Vía de Gori. Él respondía con movimientos de cabeza, preguntándose qué pensarían todos si supieran lo desgraciado que se sentía.

La familia Buonarroti estaba excitadísima proyectando la nueva casa. Tío Francesco y tía Cassandra decidieron que querían un tercer piso para ellos solos.

—Procura que la construyan pronto —dijo Ludovico—. Cuanto antes nos mudemos, antes tendremos que dejar de pagar alquiler.

Miguel Ángel se volvió hacia ellos, los miró con pena y respondió:

—Esa casa será para mí. Me servirá de hogar y de taller. No va a ser una residencia familiar.

Hubo un silencio de asombro. Luego, el padre y los tíos comenzaron a hablar a la vez, de tal modo que no era posible saber lo que decían.

—¡Cómo puedes decir una cosa semejante! —clamó por fin Ludovico—. Tu hogar es nuestro hogar. Con él ahorraremos el alquiler que ahora pagamos…

—Me proporcionan el terreno, pero sólo me asignan seiscientos florines para la construcción. Necesito un estudio enorme para poder trabajar esos grandes bloques de mármol. Su techo debe tener una altura de por lo menos nueve metros, y además necesito un gran patio exterior empedrado. Sólo quedará espacio para una casita pequeña, de un dormitorio o como mucho dos…

La tormenta se prolongó todo el día, pero Miguel Ángel, por primera vez en su vida, se mostró inflexible. Lo mínimo que podía sacar de provecho al contrato era una vivienda y un taller, una isla solitaria donde vivir. Pero tuvo que acceder a pagar el alquiler de la casa familiar con parte del dinero que se le entregaría mensualmente.

Una vez que tuvo un modelo en arcilla del David para el mariscal, envió a Argiento en busca de Ludovico Lotti, el mejor fundidor de campanas, y Bonaccorso Ghiberti, el fundidor de cañones. Los dos artesanos llegaron directamente desde sus fraguas con las ropas cubiertas de suciedad. El
gonfaloniere
les había pedido que ayudasen a Miguel Ángel a fundir la estatua de bronce.

Cuando los fundidores le llevaron al taller la estatua ya fundida, Miguel Ángel miró un poco aturdido la tosca figura de rojizo bronce, llena de protuberancias, manchada. Necesitaría punzones, limas y otras herramientas para darle un aspecto humano, y después pulirla a fin de que resultase presentable. Pero entonces, ¿fallaría a tal punto la memoria del mariscal qué no le fuese posible reconocer que este David no se parecía al de Donatello? ¡Lo dudaba!

X

El primer fruto de su contrato para los Doce Apóstoles fue la visita de un vecino a quien él había conocido en la Piazza Santa Croce. Se llamaba Agnolo Doni y era de su misma edad. Su padre había establecido un negocio de lanas, y cuando prosperó con él, adquirió un palacio semiabandonado cerca del de Albertini, en el barrio de Santa Croce. Agnolo Doni había heredado el palacio y el negocio, ganó una gran fortuna y remodeló el primero. Había ascendido tanto en la esfera social y comercial de Florencia, que ahora estaba comprometido con Maddalena Strozzi.

—Iré directamente al grano, Buonarroti —dijo—. Quiero que me haga una Sagrada Familia. Será mi regalo de boda a Maddalena Strozzi.

Miguel Ángel se entusiasmó. Maddalena se había criado junto a su Hércules.

—Los Strozzi un tienen excelente gusto artístico —murmuró—. Una Sagrada Familia en mármol blanco…

—¡No, no! —gritó Doni—. ¡Soy yo quien tiene un gusto excelente! Fue a mí a quien se me ocurrió encargarle su ejecución, no a Maddalena. Además, ¿de dónde saca eso de mármol blanco? ¡Costaría una fortuna! Yo lo que quiero es una pintura, que será utilizada para cubrir la superficie de una mesa redonda.

Miguel Ángel empuñó el martillo y el cincel.

—¿Y por qué viene a mí para una pintura? Hace quince años que no cojo un pincel.

—Por lealtad. Somos del mismo barrio. ¿Recuerda cuando jugábamos al fútbol en la Piazza Santa Croce?

Miguel Ángel sonrió irónico. Doni presionó.

—¿Qué me dice? Quiero una Sagrada Familia… Treinta florines… Diez por cada figura. Me parece una suma generosa, ¿no? ¿Cerramos el trato?

—Doni, puede elegir entre media docena de los mejores pintores de Italia: Granacci, Filippino Lippi… el hijo de Ghirlandaio, Ridolfo… Es un buen pintor y le cobrará barato.

—¡Yo quiero que sea usted y no otro! ¡Ya tengo el permiso del
gonfaloniere
Soderini!

—Bien —replicó Miguel Ángel—. Le pintaré esa Sagrada Familia y le costará cien florines de oro.

—¿Cien? —protestó Doni—. ¿Cómo es posible que pretenda explotar a un amigo de la infancia?

Después de un buen rato de discusión, acordaron setenta florines. Desde la puerta, Doni dijo, no sin cierta bondad:

—Era el peor jugador de calcio del barrio. Me sorprende que sea tan buen escultor. ¡Lo que no se puede dudar es que es el artista del momento!

—¿Porque estoy de moda me quiere a mí?

—¿Qué mejor razón que ésa? ¿Cuándo podré ver los bocetos?

—Los bocetos son cosa mía. El producto terminado es cosa suya.

—Sin embargo, permitió que el cardenal Piccolomini viera los dibujos.

—Hágase nombrar cardenal.

Cuando Doni se fue, Miguel Ángel se dio cuenta de que había sido un idiota al dejarse convencer. ¿Qué sabía él de pintura? ¿Y qué le importaba? Podría dibujar una Sagrada Familia, porque hacerlo sería una diversión para él, pero ¿pintarla? El hijo de Ghirlandaio lo haría mucho mejor que él.

A los pocos días dibujó a María como una mujer joven, sana, de fuertes piernas y brazos; un Jesús gordezuelo, de sonrosadas mejillas y cabello rizado. Luego dibujó un abuelo barbudo y unió las tres figuras en un afectuoso grupo, sobre la hierba. No tuvo la menor dificultad con los tonos de la carne, pero las túnicas y mantos de María y José, así como la mantilla de Jesús, parecían eludirle.

Granacci fue a verle y rió al ver la confusión de Miguel Ángel.

—¿Quieres que te ponga los colores? ¡Estás haciendo un merengue!

—¿Por qué no te honró Doni con este trabajo desde el primer momento? —respondió—. Tú también eres del barrio de Santa Croce. ¡Y también jugaste al calcio con él!

Al final, ejecutó una serie de tonos simples. Pintó la túnica y el manto de la madre en rosa pálido y azul; la mantilla del niño, en naranja oscuro; y el ropaje de José, en azul pálido. En primer plano aparecía un puñado de flores que crecían entre la hierba. El fondo tenía solamente la cara de Juan, que miraba picarescamente hacia arriba. Para divertirse, pintó un mar a un lado de la familia y montañas en el lado opuesto. Delante del mar y de las montañas puso cinco adolescentes desnudos, sentados contra una pared, como celestes criaturas bronceadas iluminadas por el sol.

El rostro de Doni adquirió el color de su roja túnica cuando llegó, llamado por Miguel Ángel, para ver el cuadro terminado.

—¡Muéstreme una sola cosa que sea sagrada en este cuadro de campesinos! —gritó—. ¡Enséñeme un solo sentimiento religioso! ¡Se está burlando de mí!

—¿Cree que estoy tan loco como para desperdiciar mi trabajo en una burla? Ésta es una buena gente, tierna en su amor al niño.

—¡Yo le pedí una Sagrada Familia en un palacio! Lo sagrado no tiene nada que ver con el ambiente. ¡Es una cualidad espiritual interior! ¡No puedo regalar esta merienda campestre a mi delicada prometida! ¡Perdería prestigio ante la familia Strozzi!

—¿Me permite recordarle que no se reservó usted el derecho de rechazar mi obra?

Doni se enfureció, y gritó horrorizado:

—¿Qué hacen esos cinco muchachos ahí desnudos?

—Acaban de bañarse en el mar y se están secando al sol —respondió Miguel Ángel con toda calma.

—¡A quién se le ocurre poner unos muchachos desnudos en un cuadro cristiano!

—Piense en ellos como figuras de un friso. Esto le proporciona, a la vez, una pintura cristiana y una escultura griega, sin que le cueste más. Recuerde que su ofrecimiento original fue de diez florines por figura.

—¡Llevaré el cuadro a Leonardo da Vinci! —gruñó Doni—. ¡Haré que borre de él esas cinco figuras obscenas!

Hasta ese momento, Miguel Ángel se había estado divirtiendo. Ahora exclamó:

—¡Lo demandaré por estropear una obra de arte! ¡Recuerde a Savonarola! ¡Lo llevaré ante el Consejo!

Doni emitió un nuevo gruñido y partió como una tromba. Al día siguiente, llegó al taller un servidor suyo con una bolsa que contenía treinta y cinco florines, la mitad del precio convenido, y un recibo para que Miguel Ángel lo firmase. Miguel Ángel envió a Argiento con la bolsa y una notita en un papel que decía: «
La Sagrada Familia le costará ahora ciento cuarenta florines
».

Florencia gozó con aquella lucha de intereses, y hasta se concertaron apuestas sobre quién vencería. Miguel Ángel comprobó que los apostadores daban ventaja a favor de Doni, pues se sabía que nadie lo había ganado en una puja comercial. No obstante, faltaba ya muy poco tiempo para la boda, y Doni se había jactado ante todos de que su regalo de boda a su prometida sería una obra del artista oficial de la ciudad.

Un día se presentó en el taller con una bolsa que contenía setenta florines.

—Aquí tiene su dinero. Deme el cuadro.

—Doni, eso no sería justo —respondió Miguel Ángel—. Este cuadro no le gusta. Lo libero del compromiso.

—¡Es usted un estafador! Convino en pintar el cuadro por setenta…

—Convenio que usted mismo ha dejado abierto a una reconsideración al ofrecerme treinta y cinco florines. Mi precio, ahora, es ciento cuarenta.

Doni se fue de nuevo, más furioso que nunca.

Miguel Ángel decidió que ya se había divertido bastante, y estaba a punto de enviar el cuadro a Doni, cuando un pequeño
contadino
descalzo le llevó una notita que decía:

«Me he enterado de que Maddalena quiere su cuadro. Ha dicho que ningún regalo de boda le agradaría más».

Reconoció de inmediato la letra de Contessina. Sabía que ella y Maddalena Strozzi habían sido amigas desde niñas, y se alegró al comprobar que la segunda seguía tratándose con ella. Tomó papel y pluma y escribió una nota a Doni:

«Comprendo perfectamente que mi cuadro le resulte caro. Como viejo y querido amigo suyo, lo absuelvo de su compromiso, y por mi parte regalaré el cuadro de la Sagrada Familia a otro amigo mío».

Doni llegó corriendo no bien Argiento volvió de entregar la nota, y arrojó una bolsa sobre la mesa de trabajo de Miguel Ángel.

—¡Exijo que me entregue el cuadro! ¡Es mío por derecho legal!

Desató el cordón de la bolsa y volcó los ciento cuarenta florines.

—¡Cuéntelos! —gritó—. ¡Son ciento cuarenta piezas de oro! ¡Y todo por una familia que está merendando en el campo!

Miguel Ángel tomó el cuadro y lo entregó al iracundo Doni, que se fue inmediatamente. Cuando estuvo solo, tomó las monedas de oro. Aquel asunto resultó divertido. Fue tan refrescante como unas vacaciones.

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