La agonía y el éxtasis (56 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Miguel Ángel se sentó junto a la ventana de su habitación, insomne. Desde allí veía las torres y las cúpulas de Florencia. De vez en cuando se levantaba de la silla y paseaba por la habitación para volver luego a su vigilia de la ventana. ¿Por qué había esculpido dos estatuas de David, una de ellas ya triunfante sobre Goliat y la otra preparándose para arrojar la piedra con la honda? Ninguna pieza de escultura podía estar en dos momentos distintos del tiempo, como tampoco podía ocupar dos lugares en el espacio. Tendría que decidir cuál de los dos guerreros iba a esculpir en el bloque Duccio.

Al llegar el amanecer fue como si el primer rayo de sol penetrase en su cerebro para iluminarlo. Tendría que eliminar a Goliat. Su cabeza negra, muerta, salpicada de sangre, fea, no tenía lugar en una obra de arte. El significado pleno de David se oscurecía por el hecho de tener aquella cabeza eternamente encadenada a sus tobillos. Lo que David había hecho se convirtió en un acto físico que finalizó con la muerte de su adversario. Sin embargo, para él, eso era solamente una pequeña parte del significado de David, que podía representar la audacia del hombre en todas las fases de la vida: pensador, estudioso, poeta, artista, científico, estadista, explorador; un gigante de la mente, del intelecto, del espíritu y del cuerpo. Sin el detalle recordatorio de la cabeza de Goliat, podía permanecer como el símbolo del valor del hombre y su victoria sobre sus más importantes enemigos.

David tenía que aparecer solo, como lo había estado en el valle del Terebinto.

Aquella decisión lo dejó exaltado… y extenuado. Se metió entre las finas sábanas y cayó en un profundo sueño.

Estaba sentado en su taller frente al bloque y dibujaba la cabeza, el rostro y los ojos de David mientras se preguntaba:

«
¿Qué siente David en este momento de conquista? ¿Gloria? ¿Satisfacción? ¿Se sentiría el hombre más fuerte del mundo? ¿Le inspiraría cierto desprecio Goliat y contemplaría con arrogancia la huida de los filisteos para volverse luego y aceptar las aclamaciones de los israelitas? ¿Qué podría encontrar en el David triunfante digno de ser esculpido? La tradición lo había representado siempre después del hecho. No obstante, David, después de la hazaña, era ciertamente un anticlímax, puesto que su gran momento había pasado ya
».

«
¿Cuál era entonces el David importante? ¿Cuándo se convirtió en un gigante? ¿Después de dar muerte a Goliat? ¿O en el momento en que decidió intentarlo? ¿Cuando lanzaba con brillante y mortífera puntería la piedra de su honda? ¿O antes de entrar en batalla, cuando decidió que los israelitas tenían que ser liberados de su vasallaje a los filisteos? ¿No era la decisión más importante que el acto en sí?
»

Para él, en consecuencia, era la decisión de David la que lo convertía en un gigante, no el hecho de matar a Goliat. Había cometido el error de fijar y concebir a David en el momento equivocado.

¿Cómo había podido ser tan estúpido, tan ciego? David, representado después de la muerte de Goliat, no podía ser más que el David bíblico, un individuo especial. Pero él no se conformaba con retratar un hombre; él buscaba el hombre universal. A todos los hombres que desde el principio de los tiempos habían afrontado la decisión de pelear por la libertad.

Era ése el David que él había estado buscando, aprehendido en la exultante cima de su resolución, reflejando todavía las emociones de temor, vacilación, repugnancia, duda; el hombre a quien importaba poco el choque de las armas y la recompensa material; el hombre que, por haber dado muerte a Goliat, quedaría comprometido de por vida a guerrear y a las consecuencias de la guerra: el poder. David tenía que saber que el hombre que se entregaba a la acción se vendería a un inexorable amo que le ordenaría todos los días y años de su vida. Sabría, intuitivamente, que nada de lo que ganase como recompensa por una acción, ningún reino, o poder, o riqueza, compensaría a un hombre la pérdida de su aislamiento. Aquel concepto abrió amplios horizontes a Miguel Ángel. Desde ese instante dibujó con autoridad y fuerza; modeló en arcilla una figura de cuarenta y cinco centímetros de altura. Sus dedos no podían seguir la alocada carrera de sus pensamientos y emociones. Y con asombrosa facilidad, intuyó en qué lugar del bloque se hallaba David. Las limitaciones de aquella pieza de mármol comenzaron a presentársele como ventajas y forzaron en su mente una simplicidad de diseño que quizá no se le habría ocurrido nunca de haber sido perfecto el bloque. ¡Y el mármol adquirió entonces vida entre sus manos!

Cuando se cansaba de dibujar, se unía a sus amigos para pasar unas horas de charla. Sansovino se trasladó al taller del Duomo para comenzar a esculpir un mármol de San Juan bautizando a Cristo que habría de ser colocado sobre la puerta Este del Baptisterio. Estableció su pequeño taller entre el de Miguel Ángel y el que ocupaban los canteros de Beppe. Cuando Rustici se aburría de trabajar solo en sus dibujos para una cabeza de Boccaccio y una Anunciación en mármol, iba al patio y dibujaba con Miguel Ángel o Sansovino. Después, en el mismo patio, se les unió Baccio para diseñar un crucifijo que esperaba que le fuese encargado para la iglesia de San Lorenzo. Bugiardini traía comida caliente, en cazuelas, de una hostería cercana, y así los ex aprendices pasaban horas de camaradería, mientras Argiento servia la comida en la mesa de trabajo de Miguel Ángel, arrimada a la pared del fondo.

De cuando en cuando, Miguel Ángel subía por las colinas e iba a Fiesole para dar al pequeño Luigi Ridolfi una lección de
pietra serena
. El niño parecía gozar plenamente. Se parecía mucho a su tío Giuliano y tenía la viveza e inteligencia de Contessina.

—Se porta maravillosamente con Luigi, Miguel Ángel —observó Contessina un día—. Giuliano también lo amaba. Algún día usted tendrá un hijo suyo…

Miguel Ángel movió la cabeza negativamente. Luego dijo:

—No, Contessina. Como la mayoría de los artistas, soy un mendigo. Termino un encargo y tengo que salir a buscar el siguiente, y trabajar en cualquier ciudad: Roma, Nápoles, Milán o Portugal, como lo hizo Sansovino. Y ésa no es vida para una familia.

—Creo que se trata de algo más profundo —dijo Contessina con su débil pero firme voz—. El mármol es su esposa. El Baco, la Piedad, el David, son sus hijos. Mientras esté en Florencia, Luigi será como su hijo. Los Medici necesitan amigos. Y los artistas también.

El cardenal Piccolomini envió un representante a Florencia para que viese las estatuas destinadas al altar de Bregno. Miguel Ángel le enseñó las ya terminadas de San Pedro y San Pablo, y los bocetos de los papas, que prometió terminar pronto. Al día siguiente, Baccio llegó al taller, muy sonriente. Se le había otorgado el encargo del crucifijo. Como San Lorenzo no podía proporcionarle un lugar para trabajar, pidió a Miguel Ángel que le permitiera compartir con él el pequeño taller de la plaza.

—En lugar de pagarte alquiler, te podría terminar los dos papas, de acuerdo con tus dibujos. ¿Qué me dices?

Esculpió las dos piezas a satisfacción de Miguel Ángel, quien consideró que, con las cuatro estatuas terminadas y el San Francisco, el cardenal Piccolomini le daría un respiro. Cuando Baccio comenzó a tallar su crucifijo, Miguel Ángel se alegró de haber accedido a su petición: su trabajo era honesto y lleno de sentimiento.

Giuliano da Sangallo volvió de Savona, donde había completado un palacio para el cardenal Royere en una finca de la familia. Al salir de Savona, había sido interceptado y hecho prisionero durante seis meses por los Pisano. Fue necesario pagar trescientos ducados por su rescate. Miguel Ángel lo visitó en el hogar familiar.

—Cuénteme algo de su diseño para el «
Gigante
» —pidió Sangallo—. Además, le agradecería que me dijese si sabe de alguna obra arquitectónica interesante en Florencia.

—Hay varias de gran urgencia —dijo Miguel Ángel—. Una mesa giratoria lo suficientemente fuerte para soportar un bloque de mármol de mil kilos, con el fin de que yo pueda iluminarlo con el sol como más me convenga, un andamio de cerca de cinco metros para poder cambiar de altura a mi antojo y trabajar alrededor del bloque.

Sangallo rió.

—Será mi mejor cliente —dijo—. A ver, deme pluma y papel. Lo que necesita es una serie de cuatro torres con estantes abiertos para colocar tablones en la dirección que le convenga, así, ¿ve? En cuanto a su mesa giratoria, ésa es una tarea de ingeniería…

VIII

El tiempo estaba tormentoso. Beppe y sus hombres colocaron un techo de madera desde la pared del fondo, en un ángulo bien pronunciado, para dejar espacio para el bloque. Luego lo cubrieron de tejas para que el agua de la lluvia no se filtrase.

El bloque parecía llamarlo para que se entregarse a él totalmente. Las herramientas se abrían paso en su carne con terrible penetración en busca de codos, muslos, pecho y rodillas. Los blancos cristales, que habían estado dormidos por espacio de medio siglo, cedían amorosamente a cada golpe del martillo y del cincel.

Aquélla era su tarea más ambiciosa. Nunca hasta entonces había tenido semejante amplitud de figura, semejante sencillez de diseño; nunca hasta entonces se había sentido poseído de una precisión, fuerza, penetración y profundidad de pasión tan absolutas. Le era imposible pensar en nada más y ni siquiera podía detenerse para comer o cambiarse de ropa. Alimentaba su hambre de mármol veinte horas diarias. Cuando su mano derecha se cansaba de empuñar el martillo, lo cambiaba a la izquierda y lo movía con idéntica precisión y sensibilidad exploradora. Por la noche esculpía a la luz de las velas, con absoluta tranquilidad, pues Argiento se retiraba al otro taller al ponerse el sol.

Había hecho frente al desafío de la parte de mármol trabajada por otro escultor, que había inclinado la figura un ángulo de veinte grados dentro del bloque, diseñándola diagonalmente, al bies, y ahora él era como un ingeniero que intentaba incrustar en su diseño una fuerte estructura vertical, comenzando por el pie derecho y continuando hacia arriba por la pierna, el torso y el cuello del gigante, para terminar en la cabeza. Con aquella columna de sólido mármol, su David podría erguirse y jamás se produciría un derrumbamiento interior.

La clave de la belleza y del equilibrio de la composición era la mano derecha de David empuñando la piedra. Aquélla era la forma de la que emergía el resto de la anatomía y el sentimiento de David. Aquella mano, con sus venas marcadas, creaba una anchura y una masa que compensaba la delgadez que se veía obligado a darle a la cadera izquierda. El brazo y el codo del lado derecho integrarían la forma más delicada de la composición.

Conforme el trabajo iba absorbiéndolo no le fue posible a Granacci convencerlo de que fuese a cenar a la villa. Asistía muy pocas veces a las reuniones en el taller de Rustici, y cuando iba era únicamente porque la noche era demasiado fría para trabajar. Leonardo era el único que protestaba, pues no podía tolerar que Miguel Ángel fuese a las reuniones con aquellas ropas sucias y los cabellos llenos de polvillo de mármol. Por la expresión de Leonardo y los olisqueos de aquella nariz aristocrática, Miguel Ángel se dio cuenta de que el gran pintor creía que era él quien olía mal, pero no le preocupó mucho. Era mucho más fácil dejar de asistir a las reuniones de la Compañía del Crisol que perder tiempo en acicalarse para las mismas.

El día de Navidad acompañó a su familia a la misa mayor en Santa Croce. El día de Año Nuevo pasó inadvertido para él. Ni siquiera fue al taller de Rustici para recibir el año 1502 con los demás miembros de la compañía. Trabajó furiosamente los días del oscuro mes de enero, para lo cual se veía obligado a mover la mesa giratoria a cada momento para conseguir la mejor luz. El cuello de la estatua era tan tremendo que podía trabajar en él sin temor de que la cabeza se desprendiese del resto.

Soderini visitó el taller para ver cómo progresaba la estatua. Sabía que Miguel Ángel no tendría paz en su casa hasta que no se estableciese el precio que se le habría de pagar por la estatua terminada. Hacia la mitad de febrero, cuando Miguel Ángel llevaba ya cinco meses trabajando, Soderini le preguntó:

—¿Le parece que ha adelantado lo bastante como para que el Gremio y la Junta vengan a ver la estatua? Puedo citarlos aquí y arreglar la firma del contrato definitivo…

Miguel Ángel alzó la mirada hacia la estatua. Su estudio de anatomía había ejercido gran influencia en su trabajo. Señaló a Soderini cómo la estructura de los músculos consiste en fibras que corren en una misma dirección; toda la acción que se desarrollaba en el David corría paralelamente a esas líneas fibrosas. Luego, de mala gana, contestó a la última pregunta de Soderini:

—A ningún artista le gusta que su obra no se vea inacabada, como lo está ésta todavía.

—Indudablemente recibiría un premio mucho mayor si pudiera esperar a que la estatua estuviera terminada…

—¡No puedo! —suspiró Miguel Ángel—. ¡Ninguna cantidad adicional de dinero me compensaría dos años de penurias con mi padre!

—Traeré a esos señores en cuanto nos reunamos en un día de sol.

Terminó el mal tiempo. Salió el sol y secó las calles de la ciudad. Miguel Ángel y Argiento retiraron las tejas del techo y las colocaron en pilas para el invierno siguiente. Luego quitaron también los tablones, dejando que la luz del sol inundase el taller. El David latía de vida en todas las fibras de su cuerpo. Hermosas venas de un color gris azulado se extendían por las piernas, como venas humanas. El considerable peso de la estatua descansaba ya sobre la fuerte pierna derecha.

Le llegó un aviso de Soderini, anunciándole que los miembros de las Juntas irían al taller al mediodía siguiente. Miguel Ángel ordenó:

—Argiento, empieza a limpiar enseguida. Estoy pisando trozos de mármol y polvo de por lo menos dos meses.

—No me culpe a mí —exclamó Argiento—. No sale usted de aquí ni el tiempo suficiente para que yo pueda barrer. Estoy convencido de que le agrada pisar todo eso.

¿Qué debía decirles a esos señores que vendrían a juzgar su obra? Si este concepto del David le había supuesto meses de dolorosa búsqueda intelectual, no le era posible justificar en una hora, o menos, todo cuanto se había apartado de la tradicional forma de esculpir florentina. ¿No pensarían más los jueces en lo que él les decía que en lo que su mano había esculpido?

Argiento tenía todo limpio y ordenado en el taller, cuando llegó Soderini, acompañado de dieciséis miembros del Gremio y la Junta. Miguel Ángel los recibió cordialmente. Se reunieron todos en torno a la inconclusa estatua, contemplándola con asombro. El canciller Michelozzo pidió a Miguel Ángel que les mostrase cómo trabajaba el mármol. Miguel Ángel tomó martillo y cincel y les enseñó cómo la parte superior del segundo se hundía en el martillo al hundirse él a su vez en el mármol, sin crear explosión alguna, sino más bien una suave fuerza insinuante.

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