La agonía y el éxtasis (55 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Soderini se acercó a Miguel Ángel, le estrechó la mano y dijo:

—Éste es el primer encargo de importancia convenido por todas Juntas de la ciudad desde el advenimiento de Savonarola. Tal vez se inicie con él una nueva era para nosotros y podamos borrar la profunda sensación de culpabilidad que nos embarga.

—¿A qué culpabilidad se refiere,
gonfalonieri
?

—A la colectiva y a la individual. Hemos atravesado y sufrido malos tiempos desde la muerte de
Il Magnifico
; hemos destruido mucho de lo que hacía de Florencia la primera ciudad del mundo. El soborno de César Borgia fue solamente la última de las indignidades sufridas en los últimos nueve años. Pero esta noche estamos satisfechos. Más adelante, quizás estemos orgullosos de usted, cuando la escultura esté terminada. Pero por ahora estamos orgullosos de nosotros mismos. Creemos que todos nuestros artistas recibirán en breve grandes encargos de frescos, mosaicos, bronces y mármoles. Vislumbramos ya un renacimiento. Y usted está haciendo el papel de partera. ¡Le ruego que trate bien al recién nacido!

La fiesta se prolongó hasta el amanecer, pero antes se produjeron los incidentes que habrían de ejercer influencia en la vida de Miguel Ángel.

El primero de ellos lo llenó de júbilo. El achacoso y anciano Rosselli reunió a su alrededor a los otros diez miembros de la Compañía y anunció:

—No es propio que un miembro de esta Compañía del Crisol ser traído a estas orgías en una litera. Por lo tanto, por mucho que me desagrade conceder un «
ascenso
» a un hombre de la
bottega
de Ghirlandaio, renuncio en este instante a mi privilegio de miembro de la Compañía y designo a Miguel Ángel Buonarroti para que me reemplace.

Fue aceptado. No había formado parte de grupo alguno desde aquellos días de su aprendizaje en el jardín de escultura. Recordó nuevamente su solitaria niñez, cuán difícil le había sido granjearse amistades, ser alegre. Ahora todos los artistas de Florencia, hasta aquellos que llevaban mucho tiempo esperando a que se los invitase a ingresar a la Compañía aplaudían con entusiasmo su elección.

El segundo incidente habría de producirle considerable angustia.

Miguel Ángel estaba ya irritado contra Leonardo desde la primera vez que lo había visto cruzar la Piazza della Signoria con su inseparable y bien amado aprendiz-compañero, Salai, un muchacho de facciones puramente griegas a quien Leonardo vestía costosa y elegantemente. No obstante, comparado con Leonardo, Salai tenía una apariencia vulgar, pues el rostro del gran pintor e inventor era el más perfecto de cuantos se hubieran visto en Florencia desde aquella dorada belleza de Pico della Mirándola. Llevaba siempre aristocráticamente erguida su gran cabeza, la magnífica y amplia frente estaba coronada por una cabellera rojiza que le llegaba a los hombros. Su mentón parecía tallado en mármol estatuario de Carrara, aquel mármol que él despreciaba tanto. La nariz era perfecta, los labios, gordezuelos y sanguíneos, y los ojos, azules, penetrantes, llenos de inteligencia. La tez era fresca y rosada como la de una muchacha campesina.

El cuerpo de Leonardo, tal como lo vio Miguel Ángel aquel día mientras cruzaba la plaza, seguido por su acostumbrado séquito de servidores, hacia juego con el rostro: alto, elegante, de anchos hombros y breve cintura, dotado de la agilidad y fuerza de un atleta, vestido a la última moda y con suntuosos ropajes, aunque desdeñoso de los convencionalismos.

Miguel Ángel, ante él, se había sentido feo y deforme, a la vez que consciente de que sus ropas eran mezquinas, estaban gastadas y no le quedaban bien. Cuando habló de aquel encuentro a Rustici, que era amigo de Leonardo, recibió una reprimenda.

—¡No te dejes engañar por esa elegancia exterior! Leonardo tiene un cerebro magnífico. Sus estudios de geometría están profundizando la obra de Euclides. Hace años que disecciona animales y lleva cuidadosas anotaciones de sus dibujos anatómicos. En su estudio de geología, ha descubierto fósiles de seres marinos en las cimas de las montañas del Arno superior, con lo cual demostró que las mismas estuvieron antaño bajo el agua. Además, es ingeniero e inventor de increíbles maquinarias: un cañón de múltiples bocas, grúas para levantar grandes pesos, bombas de succión, medidores de agua y viento… Ahora mismo está terminando sus experimentos para una máquina que hará que el hombre pueda volar por el espacio como los pájaros. Esa pretensión de parecer un noble acaudalado, es un esfuerzo para persuadir al mundo de que olvide que él es hijo ilegítimo de la hija de un tabernero de Vinci. En realidad, es el único hombre de Florencia que trabaja tan intensa y prolongadamente como tú: veinte horas diarias. Debes buscar al verdadero Leonardo bajo esa elegancia defensiva.

Ante tan entusiasta defensa, Miguel Ángel no se atrevió a mencionar su irritación por el desprecio con que Leonardo se había expresado respecto de la escultura. Además, la cordial acogida que el gran pintor le había dispensado al llegar a la Compañía del Crisol apaciguó un poco su aversión. Pero de pronto oyó la voz de Leonardo que decía a su espalda:

—Me negué a intervenir en el concurso por el bloque Duccio porque la escultura es un arte mecánico.

—Supongo que no considerará mecánico a Donatello —interrumpió una voz más grave.

—En cierto sentido, sí —replicó Leonardo—. La escultura es mucho menos intelectual que la pintura y carece de muchos de sus aspectos naturales. He pasado años trabajando el mármol y el bronce, y puedo decirles por experiencia que la pintura es muchísimo más difícil y alcanza mayor perfección.

—Sin embargo, para un encargo de tanta importancia como ese…

—¡No! ¡Jamás volveré a esculpir mármol! El escultor termina la jornada de trabajo sucio y sudoroso, con la boca y las fosas nasales llenas de polvillo, malolientes las ropas. Cuando pinto, trabajo con mis mejores ropas y al final de la sesión termino inmaculadamente limpio y fresco, como si no hubiera hecho nada. Mis amigos van a mi taller a leerme poesías y hacer música mientras yo dibujo. Soy un hombre delicado. La escultura es para obreros.

Miguel Ángel se quedó rígido. Miró sobre su hombro. Leonardo estaba de espaldas a él. Sintió nuevamente que una enorme ira le crispaba los puños. Sentía un profundo deseo de agarrar a Leonardo de un hombro, obligarlo a que se volviese, y asestarle un golpe feroz en aquel hermoso rostro con su puño de escultor que él tanto despreciaba. Luego, se fue al extremo opuesto del salón, herido no sólo por él mismo sino por todos los escultores del mundo. ¡Algún día obligaría a Leonardo a tragarse aquellas palabras!

A la mañana siguiente despertó tarde. El Arno bajaba sin agua y tuvo que caminar varios kilómetros cauce arriba para encontrar un remanso, en el que se bañó y nadó un rato. Luego volvió, deteniéndose en Santo Spirito. Encontró al prior Bichiellini en la biblioteca y le informó de la novedad, que el monje escuchó sin cambio alguno de expresión.

—¿Y el contrato del cardenal Piccolomini? —preguntó.

—Cuando las dos Juntas firmen este encargo quedaré libre del otro.

—¿Con qué derecho? ¡Debes terminar lo que has empezado!

—Si, pero el «
Gigante
» es mi gran oportunidad. ¡Puedo crear una estatua maravillosa!

La voz de Bichiellini se tomó afectuosa:

—Comprendo que no desees gastar tus energías en figuras que no te satisfacen. Pero eso lo sabías desde el primer momento. Además, es posible que estés perdiendo tu integridad sin lograr beneficio alguno. El cardenal Piccolomini tiene muchas posibilidades de llegar a ser nuestro próximo Papa, y entonces la Signoria te ordenará que vuelvas a esculpir esas estatuas para Siena, de la misma manera que obedeció al Papa Alejandro VI y arrojó a Savonarola a la pira.

—Todo el mundo tiene su propio candidato a Papa —dijo Miguel Ángel, cáustico—. Giuliano da Sangallo dice que será el cardenal Rovere. Leo Baglioni asegura que será su cardenal Riario. Ahora usted dice que puede ser el cardenal Piccolomini…

El prior se levantó bruscamente, se apartó de Miguel Ángel y se dirigió a la arcada abierta que miraba sobre la plaza. Miguel Ángel corrió tras él.

—¡Perdóneme, padre! ¡Es que si no esculpo ahora el David, no sé qué será de mí!

El prior atravesó la plaza, dejando a Miguel Ángel inmóvil bajo el despiadado calor del sol.

VII

El patio de trabajo del Duomo ocupaba todo el ancho de la manzana, desde la Vía dei Servi, por el norte, hasta la Vía del Orologgio, por el sur, limitado por un muro de ladrillo de unos dos metros cuarenta de alto. La mitad anterior, donde había estado el bloque Duccio, alojaba a los obreros que atendían el mantenimiento de la catedral; la mitad posterior se utilizaba para almacenar leña, ladrillos y guijarros para empedrar las calles.

Miguel Ángel deseaba estar cerca de los trabajadores, a fin de poder oír el ruido de sus herramientas y sus voces, pero al mismo tiempo podía estar aislado de ellos si así lo deseaba.

En el centro del patio posterior se alzaba un roble, y detrás de él, en la pared que se extendía hasta un pasaje sin nombre, una puerta de hierro, cerrada y oxidada. Aquella puerta estaba exactamente a dos manzanas de su casa. Si así lo quería podía trabajar en horas de la noche o en los días de fiesta, cuando el patio estuviese cerrado.

—Beppe —preguntó—, ¿está permitido usar esta puerta?

—Nadie lo ha prohibido. La cerré con llave yo mismo hace años porque empezaron a faltarme materiales y herramientas.

—¿Podría utilizarla yo?

—¿Y por qué no usa la entrada principal?

—Es que si fuera posible construir mi taller al lado de esta puerta, yo podría entrar y salir sin molestar a nadie.

Beppe meditó la idea hasta estar seguro de que Miguel Ángel lo quería para no cruzarse con él y sus obreros. Luego dijo:

—Muy bien. Lo haré. Dibújame los planos.

Miguel Ángel necesitaba unos diez metros a lo largo de la pared del fondo, con el suelo empedrado para que resistiese el peso de la fragua y del yunque, así como para mantener seca la leña. La pared de ladrillos tendría que levantarse otros tres metros, aproximadamente, para que nadie pudiera ver el bloque o espiarlo mientras trabajaba sobre el andamio. A cada lado, a una distancia de unos seis o siete metros, quería paredes bajas de madera, pero aquel recinto de trabajo estaría abierto por encima y por delante los nueve meses secos del año. El «
Gigante
» quedaría así bañado por la luz del sol.

Decidió mantener el taller de la plaza. Sería un lugar para refugiarse en los momentos en que quisiera alejarse del mármol. Argiento dormiría allí y trabajaría con él en el nuevo taller durante el día.

El bloque Duccio estaba tan seriamente trabajado a lo largo del centro longitudinal que todo intento de moverlo tal como estaba podría resultar fatal. Compró varios pedazos de papel de los tamaños mayores que encontró, los pegó sobre la cara del bloque horizontal y cortó una silueta, con sumo cuidado de medir exactamente la profundidad del corte. Luego llevó las dos hojas de papel al taller de la plaza e hizo que Argiento las fijase en la pared. Movió la mesa de trabajo, con el fin de que quedase de cara a la silueta de papel y comenzó a unir otras hojas para dibujar en ellas un boceto del David, con indicaciones de las partes del bloque que debían ser eliminadas y las partes que deberían usarse. De vuelta en el patio, eliminó mármol de los extremos superior e inferior del bloque, equilibrando el peso de modo que el bloque no tuviera peligro de quebrarse.

Examinó los dibujos que habían satisfecho a las Juntas, y llegó a la conclusión de que ya no le servían. Había superado aquellas etapas elementales de su pensamiento. Lo único que sabia con seguridad era que éste iba a ser el David que él había redescubierto y que aprovecharía la ocasión para crear toda la poesía y la belleza, el misterio y el inherente drama del cuerpo humano, el arquetipo y esencia de las formas correlativas.

Los griegos habían esculpido cuerpos de tan perfectas proporciones en su mármol blanco, y de tanta fuerza, que jamás podrían ser superados, pero aquellas figuras no tenían mente ni espíritu. Su David sería la encarnación de todo aquello por lo que había luchado Lorenzo de Medici, de aquello que la Academia Platón consideraba como legítima herencia del hombre; no una pequeña criatura pecadora, que vivía únicamente para lograr la salvación en la otra vida, sino una gloriosa creación, llena de belleza, fuerza, valor, sabiduría, fe en sus semejantes, con un cerebro, una voluntad y un poder interior para dar forma a un mundo lleno del fruto del intelecto creador del hombre. Su David sería Apolo, pero considerablemente superado; Hércules, pero en una medida considerablemente mayor; Adán, pero muchísimo más perfecto: el hombre más plenamente realizado que el mundo hubiera visto hasta entonces.

Durante las primeras semanas del otoño logró tan sólo respuestas fragmentarias. Cuanto más frustrado se sentía, más complicados hacia sus dibujos. Y el mármol permanecía silencioso e inerte.

Un día preguntó a Beppe:

—¿Podría comprarme un bloque más o menos de una tercera parte del tamaño de éste? Quiero hacer un modelo de mármol, en lugar de arcilla.

—No sé. Me ordenaron que le proporcionase obreros, material. Pero un bloque como el que quiere cuesta dinero.

Pero cumplió, como siempre. Miguel Ángel tuvo un bloque bastante bueno, en el que se puso a trabajar furiosamente, como si intentara resolver su problema a fuerza de golpes de martillo y cincel. Lo que surgió del mármol fue un hombre joven, primitivo, poderosamente constituido, con un rostro idealizado, pero al mismo tiempo indeterminado. Granacci, al ver la figura, dijo, con expresión confundida:

—No entiendo. Está ahí, con un pie sobre la cabeza yaciente de Goliat y al mismo tiempo tiene una piedra en la mano y con la otra sujeta la honda que tiene en el hombro. Veo que tienes las ideas un poco embarulladas, ¿por qué no vienes a pasar un par de días en mi villa?

Miguel Ángel levantó la cabeza y miró a su amigo con extrañeza. Era la primera vez que Granacci reconocía tener una villa.

—Te divertirás y así podrás olvidar a tu David por dos o tres días.

—Convenido. No recuerdo haber sonreído desde hace varias semanas.

—Tengo allí algo que te hará sonreír con toda seguridad.

Y era cierto: una muchacha de nombre Vermiglia, rubia, según la tradición florentina, los cabellos peinados hacia atrás para dar más amplitud a la frente. Resultó ser una deliciosa ama de casa, que los acompañaba en sus charlas de sobremesa por la noche, a la luz de los candelabros.

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