La agonía y el éxtasis (60 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Volvió a la Piazza San Firenze y entró en la de la Signoria. Había una multitud detenida ante el David. Reinaba un profundo silencio. En la estatua había algunos pedazos de papel que habían sido pegados durante la noche. Se acercó, por entre la multitud, que, respetuosa, le abrió paso. Trato de leer lo que decían aquellos papeles, para pulsar la opinión pública. Se subió a la base de la estatua y leyó. Al llegar al tercer papel, sus ojos estaban húmedos de lágrimas. Todos aquellos mensajes eran de amor, de aceptación.

«Nos ha devuelto nuestra dignidad» «¡Estamos orgullosos de ser florentinos!» «¡Ha esculpido una bellísima estatua!». «¡Bravo!».

Sus ojos se posaron en otro papel. Lo tomó y leyó:

«Todo cuanto mi padre deseaba realizar por Florencia está expresado en su David.» Contessina Ridolfi de Medici.

Contessina había ido a la ciudad durante la noche, deslizándose sin que la viesen los guardianes. Se había arriesgado para ver su David, y dejó constancia de su admiración, como los demás florentinos.

Se dio la vuelta y quedó frente a la multitud que lo miraba. Se hizo un gran silencio en la plaza. Sin embargo, Miguel Ángel jamás había sentido una comunicación tan total. Era como si se leyesen mutuamente sus pensamientos, como si fuesen un solo cuerpo y una sola alma: cada uno de aquellos florentinos que ahora estaban a sus pies, en la plaza, eran parte de sí mismo, y él era parte de todos ellos.

XII

Le llegó una carta de Jacopo Galli en la que éste incluía un contrato firmado por los hermanos Mouscron, quienes convenían en pagar a Miguel Ángel cuatrocientos guildens de oro. La carta decía: «
Queda en libertad de esculpir cualquier Madonna y Niño que conciba. Y ahora, después de lo dulce, viene lo amargo. Los herederos de Piccolomini insisten en que esculpa el resto de sus estatuas. He conseguido que extiendan el plazo del contrato otros dos años. Es cuanto puedo hacer
».

¡Una prórroga de dos años! Inmediatamente, Miguel Ángel mandó aquellas estatuas a lo más recóndito de su mente.

Una repercusión instantánea de su David fue la visita a la casa de la familia Buonarroti de Bartolomeo Pitti, de la rama secundaria de los acaudalados Pitti que vivían en un palacio de piedra en la orilla opuesta del Amo. Bartolomeo era un hombre tímido, cuya modesta vivienda en la Piazza Santo Spirito albergaba una tienda de tejidos en la planta baja.

—Estoy iniciando una colección de obras de arte —dijo—. Hasta ahora tengo tres pequeñas pinturas sobre madera, deliciosas, pero no importantes. Mi esposa y yo daríamos cualquier cosa por contribuir a la creación de una obra de arte.

Aquella sencilla manera de expresarse del hombre agradó a Miguel Ángel.

—¿En qué forma desearía hacer eso,
messer
? —preguntó.

—Nos hemos preguntado si no habría algún pequeño bloque de mármol que estuviese dispuesto a esculpir para nosotros…

Miguel Ángel descolgó la primera pieza que había esculpido, el relieve de la
Madonna
y Niño ejecutado bajo la dirección de Bertoldo.

—Desde hace mucho tiempo —dijo— he comprendido hasta qué punto fallé en este bajorrelieve, que es mi primera obra, y por qué fallé. Me gustaría retomarlo de nuevo pero con figuras completas. Creo que podría reproducirlo sobre la base de este bajorrelieve. ¿Le agradaría que lo intentase para usted?

Pitti exclamó, entusiasmado:

—¡No puedo expresarle cuánto nos agradaría eso!

Miguel Ángel acompañó a su visitante hasta la calle. Al despedirse, le dijo:

—Algo bueno saldrá para usted. ¡Lo siento hasta en la médula de los huesos!

La Signoria aprobó una resolución por la cual se encargaba a Il Cronaca que construyese la casa y el taller para Miguel Ángel. Pollaiuolo había perdido los dibujos y no los podía encontrar.

—¿Qué le parece si preparo la estructura y el espacio para las habitaciones? —preguntó a Miguel Ángel—. Supongo que usted querrá diseñar los bloques de piedra.

—Si —dijo Miguel Ángel—. Me gustaría que la cocina estuviese en el piso superior, entre la sala y mi dormitorio. Una chimenea empotrada en la pared. Una galería con columnas fuera de mi dormitorio, que dé al patio de atrás. Suelos de ladrillos, buenas ventanas y una letrina en el segundo piso. Una puerta principal con cornisa de piedra. Todas las paredes interiores revocadas. Yo mismo las pintaré.

—No comprendo para qué me necesita —gruñó Il Cronaca—. Vamos al terreno y fijaremos el lugar para el taller, de manera que cuente con la mejor luz y sol.

Miguel Ángel le preguntó si sería posible encargar a los Topolino todo el trabajo de piedra de la casa.

—Siempre que garantice la calidad de su trabajo.

—Nos entregarán los bloques más perfectamente tallados que hayan salido de las canteras de Settignano.

El terreno estaba ubicado en la esquina del Borgo Pinti con la Vía della Colonna, catorce metros sobre el Borgo, contiguo al monasterio Cestello, y una longitud considerablemente mayor por la Vía della Colonna. Este lado terminaba en el taller de un herrero y carpintero. Compraron a éste unos tacos de madera, midieron el terreno y colocaron los tacos en los limites de la finca.

Il Cronaca volvió un par de semanas después con los planos de la casa y del taller contiguo. Era cuadrada por fuera, pero diseñada con apreciable comodidad por dentro. En el dormitorio del segundo piso había una galería abierta donde Miguel Ángel podría comer y descansar en verano.

Los Topolino comenzaron enseguida a cortar
pietra serena
de acuerdo con las especificaciones del arquitecto. Trabajaron los bloques destinados a la chimenea y las delgadas piedras para la cornisa, y una vez listos los bloques de la estructura exterior de la casa, toda la familia se puso a trabajar para levantarla. Il Cronaca trajo los revocadores para las paredes interiores, los albañiles para colocar las tejas, pero por las noches Miguel Ángel no pudo resistir la tentación de ir a su casa a pintar las paredes interiores, y empleó los mismos colores que había puesto en los ropajes de la Sagrada Familia pintada para Doni.

El dinero de los muebles tenía que salir de su bolsillo. Sólo pudo hacer compras modestas: una ancha cama, una cómoda y una silla para su dormitorio; sillas y una mesa para la galería, que podrían ser entradas cuando hiciese mal tiempo; una gran silla de cuero y un banco para la sala; y ollas, cazuelas, una sartén y envases para el azúcar, la sal y la harina, todo ello destinado a la cocina. Argiento trasladó su cama del taller de la plaza y la puso en la pequeña habitación de la planta baja, cerca de la puerta principal.

Miguel Ángel colgó su primera
Madonna
y Niño frente a su cama, y los Centauros en la sala.

Jubiloso, trabajó al sol, que inundaba su taller abierto. Cabeza y manos rebosaban de ideas que se atropellaban en fulminante sucesión: la figura en cera de la
Madonna
para Brujas; los bocetos para el fondo de Pitti; figuras preliminares para el Apóstol San Mateo, que iría al Duomo, el pulido del David destinado al mariscal francés. Cuando llegó de Carrara el bloque de un metro y medio de alto para la
Madonna
, Argiento le ayudó a colocarlo en una mesa giratoria en medio del taller. Al cabo de una hora, Miguel Ángel estaba ya cincelando los bordes, sentía las figuras que palpitaban dentro del bloque. Y bautizaba los ladrillos del suelo con la primera nevada de trozos y polvillo de mármol.

Su alegría personal no lo llevó a esculpir una
Madonna
alegre; por el contrario, su figura era triste. Ya había conocido el Descenso de la Cruz, por medio de sus esculturas. La tranquilidad de aquel primer bajorrelieve, cuando María no había llegado aún a su decisión, jamás podría ser captada de nuevo. Esta joven madre que ahora esculpía ya estaba comprometida: conocía el final de la vida de su hijo. Y por eso se mostraba poco dispuesta a dejarlo ir, a soltar aquella pequeña y gordezuela mano que buscaba protección entre las suyas. Y por eso lo amparaba con un costado de su manto.

La criatura, sensible al estado de ánimo de su madre, tenía un dejo melancólico en los ojos. Era un niño fuerte, tenía valor y habría de salir del seguro refugio de los brazos maternos, pero por el momento tomaba una de las manos de la madre entre las suyas, mientras con la otra se agarraba firmemente a su cuerpo. ¿No era de su propia madre de quien se estaba acordando ahora, triste, porque tenía que dejarlo a él solo en el mundo?

Granacci, al ver aquellas figuras, comento:

—Van a ser los dos seres más vivos de la capilla en donde sean colocados.

El prior Bichiellini, que no había formulado comentario alguno sobre el David, fue a casa de Miguel Ángel, para oficiar en la tradicional ceremonia de la bendición. Se arrodilló y murmuró una oración a la Virgen. Luego se puso en pie y echó un brazo sobre los hombros de Miguel Ángel.

—Esta
Madonna
y Niño —dijo— no podrían haber sido efectuadas con tan tierna pureza, si tú no tuvieras sentimientos tiernos y no fueras puro de corazón. Bendito seas y bendito sea también tu taller.

Celebró la terminación de su
Madonna
y Niño para Brujas colocando sobre la mesa giratoria un bloque cuadrado de mármol y dando los primeros golpes a la pieza que iba a esculpir para los Pitti. El modelo de cera tomó forma rápidamente, pues aquél fue un periodo idílico para Miguel Ángel: trabajaba en su propio taller. Esa era la primera escultura circular que intentaba. Inclinando el mármol hasta darle la forma de un platillo, pudo lograr planos de profundidad en los cuales la Virgen, sentada en un sólido bloque como la más importante de las figuras, emergía de cuerpo entero; el niño, aunque inclinado sobre un libro en el regazo de la madre, retrocedía a segundo plano. Juan, espiando por encima del hombro de María, estaba hundido en lo más hondo del platillo. Únicamente el rostro de María iba a ser pulido hasta darle los tonos cálidos de la carne de la Piedad. Le parecía que esta Virgen era la más fuerte de las que había realizado: una figura madura, el niño corporizaba la dulzura y el encanto de una criatura feliz. Y todas las figuras parecían moverse libremente dentro de su circulo.

Argiento envolvió el medallón tiernamente en mantas y pidió prestada una carretilla al carpintero de al lado para llevarlo a la residencia de los Pitti. Miguel Ángel caminaba a su lado. La subieron por la escalera y la colocaron sobre un angosto aparador. Los Pitti estaban mudos de asombro. Luego, padres e hijos comenzaron a hablar y reír todos a un tiempo y a moverse por la habitación para admirar la pieza desde todos los ángulos.

Los meses que siguieron fueron para Miguel Ángel los más felices de su vida. El David, al que la mayoría de los florentinos seguía llamando el «
Gigante
», fue aceptado por la ciudad como su nuevo símbolo, mentor y protector. Las cosas cambiaron para mejorar. César Borgia, gravemente enfermo, dejó de ser una amenaza; Arezzo y Pisa parecían dominadas; el Papa Julio II, amigo de Florencia, dio un cargo de suma importancia en el Vaticano al cardenal Giovanni de Medici. Se respiraba en la atmósfera un espíritu de confianza y energía. El comercio resurgía, había trabajo para todos y mercado para cuanto produjeran los hombres. El gobierno, con Soderini permanentemente a su cabeza, era estable y seguro, y habían sido olvidados los sanguinarios feudos de la ciudad-estado.

Florencia atribuía gran parte de todo ello al «
David-Gigante
». La fecha de su inauguración señaló una nueva era en las mentes de los florentinos. Los contratos y convenios ya se empezaban a fechar un mes después de la inauguración del «
Gigante
». En las conversaciones, el tiempo se señalaba diciendo: «
Esto ocurrió antes de inaugurarse el «Gigante
», o «
Lo recuerdo muy bien porque sucedió la segunda semana después de la inauguración del «Gigante
».

Miguel Ángel consiguió de Soderini la promesa de que Contessina, su marido e hijos podrían dirigirse a Roma para ponerse bajo la protección del cardenal Giovanni dc Medici, en cuanto él consiguiera convencer a los miembros del Consejo de los Setenta.

Miguel Ángel obligó a Argiento a pasar más tiempo adiestrándose con él. Fue a la casa de Contessina a dar sus lecciones a Luigi y a jugar con el pequeño Niccolo. Se mostró paciente con su familia y escuchó en silencio a Ludovico, que le hablaba de sus planes para buscar nuevas casas y granjas con el fin de ir acrecentando las propiedades que dejaría a sus hijos.

La familia Pitti le envió a Taddeo Taddei, un intelectual florentino que amaba las artes. Deseaba que Miguel Ángel le esculpiese un medallón.

Miguel Ángel tenía una idea, nacida mientras trabajaba la pieza de los Pitti. Abocetó la misma para Taddei, quien se mostró entusiasmado. Y ello le significó otro delicioso encargo para un hombre sensible, que sabría apreciar lo que él iba a esculpir.

Ahora, cuando le faltaban unos pocos meses para cumplir los treinta años, parecía haber alcanzado la plena expresión y aceptación que tanto había ansiado.

XIII

Pero aquel periodo de gracia duró muy poco.

Sangallo, desde que fue llamado a Roma por Julio II, había estado enviando cada dos o tres semanas noticias alentadoras para Miguel Ángel. Había hablado al Papa sobre el David. Le aconsejó que fuera a ver la Piedad, que estaba en San Pedro. Convenció al Pontífice de que no había un escultor igual a él en toda Europa. El Papa estaba ya decidido a encargar algunas esculturas de mármol y pronto especificaría lo que deseaba que se esculpiese para él. Entonces, llamaría a Miguel Ángel a Roma…

Miguel Ángel comentó algunas de aquellas cartas en las reuniones de la Compañía del Crisol, por lo cual, cuando Julio II llamó a Roma al escultor Sansovino para que le esculpiese dos tumbas: una para el cardenal Recanati y la otra para el cardenal Sforza, en Santa María del Popolo, el golpe fue terrible para él. La Compañía despidió a Sansovino con una ruidosa fiesta, a la cual asistió Miguel Ángel, a quien alegraba aquella buena suerte de su amigo, a la vez que ocultaba su propia humillación. Su prestigio acababa de sufrir un severísimo golpe. Muchos en Florencia se preguntaban: «
Si es cierto que Miguel Ángel es el primer escultor de Florencia, ¿por qué el Papa no lo mandó llamar a él, en lugar de a Sansovino?
».

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