La agonía y el éxtasis (28 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

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¿Cómo puedo establecer una figura, ni siquiera el más rudimentario bosquejo
» se preguntó, «
si no sé lo que estoy haciendo? ¿Cómo puedo lograr otra cosa que una estructura superficial, a flor de piel, curvas exteriores, bosquejos de huesos y algunos músculos en juego? Todo eso es un conjunto de efectos y nada más. ¿Qué sé yo de las causas que los producen? ¿Qué sé de la estructura vital de un hombre, la que está bajo la superficie y que mis ojos no pueden ver? ¿Cómo puedo saber qué es lo que crea, desde dentro, las formas que yo veo desde fuera?
».

Estas preguntas se las había formulado ya, algún tiempo atrás, a su maestro Bertoldo. Y ahora ya conocía la respuesta, la única respuesta, que estaba sepultada dentro de sí mismo desde hacía mucho. No había escapatoria posible. Jamás podría llegar a ser ni siquiera parte del escultor que pretendía ser, si no se preparaba debidamente por medio de la disección, si no estudiaba todos los componentes del cuerpo humano y la función exacta que cada uno de ellos cumplía y cómo alcanzaban sus fines, las interrelaciones que existían entre todas las partes: huesos, sangre, cerebro, músculos, tendones, piel, órganos, intestinos. Las estatuas completas, capaces de ser observadas desde todos los ángulos, tenían que ser eso, completas. Un escultor no podría crear movimientos sin percibir primero su causa; no podría reproducir una tensión, un conflicto, un drama, un esfuerzo o potencia, a no ser que viese todas las fibras y sustancias en movimiento dentro del cuerpo que originaban esa potencia y ese impulso.

En una palabra: ¡tenía que aprender anatomía! Pero ¿cómo? ¿Debía estudiar cirugía? Para eso se necesitaban años. Y aunque decidiese seguir aquella larga carrera, ¿de qué le serviría disecar uno o dos cuerpos masculinos al año con un grupo de estudiantes autorizados para hacerlo en la Piazza della Signoria?

No, no; tenía que haber otro medio para practicar o, por lo menos, presenciar muy de cerca una disección.

Recordó que Marsilio Ficino era hijo del médico que había asistido siempre a Cosimo de Medici. Y decidió ir a verlo.

Partió rumbo a Careggi, a la villa de Ficino, con el propósito de exponerle el problema. El sabio, que ya tenía cerca de sesenta años, trabajaba incansablemente día y noche en su biblioteca, llena de manuscritos, con la esperanza de poder completar su comentario sobre Dionisio el Areopagita.

No bien se encontró ante el brillante anciano, Miguel Ángel le expuso sin ambages el motivo de su visita. Y luego le preguntó:

—¿Sabe usted si alguien practica actualmente la disección?

—¡De ninguna manera! ¿Ignora, acaso, el castigo que se impone a toda persona que viola un cadáver?

—¿Destierro de por vida?

—No, amigo mío: ¡la muerte!

Después de un silencio, Miguel Ángel inquirió:

—¿Y si uno estuviera dispuesto a correr ese riesgo? ¿Cómo podría hacer para diseccionar?

Aterrado, Ficino exclamó, alzando los brazos:

—Mi querido amigo, ¿cuántas veces le parece que podría salir airoso? Le sorprenderían con el cadáver mutilado y sería ahorcado y colgado de una de las ventanas del tercer piso del Palazzo della Signoria.

El problema no se apartaba un solo instante de su mente. ¿Dónde podría encontrar cadáveres disponibles? Los muertos de las familias ricas eran sepultados en las tumbas familiares; los de las familias de la clase media se veían sometidos siempre a los ritos religiosos. ¿Qué muertos de Florencia estaban vigilados? ¿Qué cadáveres no tenían a nadie que los reclamase? Únicamente los de los muy pobres, los que morían sin familia, los mendigos que llenaban los caminos de toda Italia. Éstos eran llevados a hospitales cuando estaban enfermos. ¿A qué hospitales? A los que pertenecían a las iglesias, donde las camas eran gratuitas. Y la iglesia que poseía el hospital de caridad más grande era la que tenía también las más espaciosas salas hospitalarias para huéspedes.

¡Santo Spirito!

Santo Spirito, donde conocía no solamente al prior, sino todos los corredores, la biblioteca, los jardines, el hospital y los claustros.

¿Podría pedirle al prior Bichiellini aquellos cadáveres que nadie reclamase?

Si el prior era descubierto, le ocurriría algo peor que la muerte: sería expulsado de la orden y excomulgado. No obstante, se trataba de un hombre valiente, que no temía a poder o fuerza alguna de la tierra siempre que no se ofendiese a Dios. Aquellos Agustinos, cuando creían obrar bien, no sabían lo que era el miedo.

Además, ¿qué podía alcanzarse en la vida sin riesgo? ¿Acaso un italiano de Génova no había navegado aquel mismo año, con tres pequeñas carabelas, sobre el Atlántico, de donde se le había dicho que caería al vacío, para buscar una nueva ruta a la India?

Si el prior estaba dispuesto a aceptar el riesgo, ¿podría él, Miguel Ángel, ser tan egoísta como para pedírselo? ¿Justificaría el fin semejante riesgo?

Pasó unos días poseído de una enorme agitación y unas noches insomne antes de llegar a una decisión. Iría a ver al prior Bichiellini con una petición honesta y franca, revelándole con entera sinceridad lo que quería y necesitaba. No le insultaría adoptando una actitud solapada.

Pero antes de decidirse a hablar con el prior, tenía que conocer con precisión en qué forma llevaría a cabo su plan. Vagó por Santo Spirito, recorrió todos los claustros, los huertos, las calles y pequeñas callejas que rodeaban todo aquel barrio, comprobando qué entradas había, qué puntos de observación podían ser utilizados, qué accesos a la capilla del cementerio y, dentro del monasterio propiamente dicho, la ubicación de la morgue, donde colocaban los cadáveres por la noche para sepultarlos a la mañana siguiente.

Trazó la ruta por la que podía penetrar sin ser visto utilizando la portada Posterior, que daba a la Vía Maffia para dirigirse por los jardines y corredores a la morgue. Lo haría a altas horas de la noche y saldría antes del amanecer.

Tenía que decidir cuándo iba a exponer su caso al prior, el momento y el lugar más oportunos, tanto para aumentar sus probabilidades de éxito como para alcanzar una claridad de propósitos. El lugar donde debía hacer frente al prior era, indudablemente, su despacho, entre sus libros y manuscritos.

El prior le dejó exponer sólo una parte de su propuesta, lanzó una rápida mirada al diagrama que tenía extendido en la mesa y luego alzó una mano y contuvo la explicación de Miguel Ángel.

—¡Basta! ¡Comprendo perfectamente! —dijo—. No hablemos nunca más de este asunto. No me lo has expuesto. Se ha desvanecido como el humo, sin dejar el menor rastro.

Aturdido por la rapidez del rechazo, Miguel Ángel reunió los mapas que había bosquejado y, sin saber cómo, se encontró en la Piazza Santo Spirito, consciente tan sólo de que acababa de poner a su amigo en una situación intolerable. El prior no querría verlo más. A la iglesia podía ir, porque pertenecía a todos, pero no a los claustros. ¡Había perdido todos los privilegios que le había otorgado su noble amigo!

Caminó por las calles y se sentó, confundido, frente a su bloque de mármol. ¿Qué derecho tenía él a esculpir un Hércules, a intentar la interpretación de la figura favorita de Lorenzo? Se pasó los dedos por el fracturado hueso de la nariz como si ésta le doliese por primera vez.

¡Estaba desolado!

IV

Estaba sentado en un banco, frente a un fresco. Santo Spirito estaba en silencio, después de la misa del amanecer.

El prior Bichiellini salió de la sacristía, vio a Miguel Ángel y se acercó a él. Estuvo un instante estudiando las vacilantes líneas del dibujo que trazaba el muchacho. Luego preguntó:

—¿Dónde has estado estas últimas semanas, Miguel Ángel?

—Yo… pues…

—¿Qué tal va esa escultura?

No se observaba el menor cambio en su actitud hacia él. El mismo interés, idéntico afecto…

—Está… en el taller…

—Pensé en ti cuando recibimos un nuevo manuscrito iluminado. Hay algunos dibujos de figuras del siglo IV que posiblemente te interesarán. ¿Deseas verlo?

Miguel Ángel lo siguió a través de la sacristía, el claustro y un corredor, hasta llegar a su despacho.

Encima de la mesa había un hermoso pergamino manuscrito, ilustrado en azul y oro. El prior abrió un cajón de la mesa y sacó una larga llave, que colocó sobre el manuscrito para mantenerlo abierto. Hablaron unos instantes y luego el prior dijo:

—Ahora, los dos tenemos trabajo que hacer. Vuelve a verme pronto, no te olvides.

Miguel Ángel volvió a la iglesia, poseído de una cálida sensación sumamente grata. ¡No había perdido la amistad del prior! ¡Había sido perdonado y el incidente ya estaba olvidado! Si bien era cierto que no había adelantado un solo paso en su búsqueda de los medios para aprender anatomía, por lo menos no había causado un daño irreparable.

Pero no tenía intención de abandonar aquella búsqueda. Sentado en el duro banco, incapaz de trabajar, se preguntó si robar una tumba, si profanar, no sería la solución más práctica, ya que no comprometía a nadie más que a él, si era descubierto. Pero ¿cómo iba a desenterrar un cadáver, rellenar de nuevo la fosa para que no se advirtiese que había sido violada, llevar el cuerpo a una casa cercana, y devolverlo al cementerio cuando hubiese completado sus exploraciones?

Todo aquello se le antojó físicamente imposible.

Fue a la biblioteca de Santo Spirito para intentar descubrir entre los libros alguna nueva indicación sobre cómo habían concebido a Hércules los antiguos.

El prior volvió a ofrecerle su ayuda, y le encontró un pesado volumen que se hallaba en uno de los estantes más altos; recorrió sus páginas y por fin exclamó:

—¡Ah! Sí, aquí está… Hay algún material.

Y volvió a poner la larga llave de bronce sobre las páginas para mantener abierto el volumen.

Después de la cuarta o quinta visita, Miguel Ángel tomó plena conciencia de la llave. El prior la utilizaba no solamente para mantener abiertos los libros, sino como señal cuando cerraba alguno y como puntero cuando quería destacar algunas líneas al muchacho.

¡Siempre la llave! Siempre la misma llave. Y nunca había otra persona en el despacho, ya fueran monjes o amigos.

¿Por qué?

En las semanas siguientes, volvió una docena de veces. Si se ponía a dibujar durante una hora o algo más, el prior atravesaba la iglesia, le saludaba cordialmente y le invitaba a que lo acompañase a su despacho. E invariablemente la larga llave de bronce salía del cajón de la mesa para ser utilizada de diversas maneras.

Durante la noche, Miguel Ángel permanecía despierto. Veía la llave ante sí. Durante el día iba a dar largos paseos hasta la cantera de Maiano y dialogaba consigo mismo.

«
Eso tiene que significar algo, pero ¿qué? ¿Para qué será esa llave? ¿Para qué sirven las llaves? Evidentemente, para abrir y cerrar puertas. ¿Cuántas puertas hay en Santo Spirito que me interesen? ¡Sólo una! ¡La de la morgue!
».

Tendría que arriesgarse.

Si el prior dejaba allí la llave para que él la cogiese, muy bien. Si no era así, entonces fingiría que se la había llevado sin darse cuenta, y la devolvería al día siguiente. Durante la noche, penetraría por el jardín del fondo del monasterio y se dirigiría a la morgue. Si la llave pertenecía a la puerta de dicha dependencia, entonces comprendería que su suposición era cierta.

Pero ¿y si no era así?

Llegó al monasterio alrededor de medianoche.

En su camino, consiguió avanzar cuando los guardianes nocturnos habían pasado ya con sus linternas en su ruta predeterminada.

Encontró el arco central abierto y se deslizó al corredor que daba acceso a las celdas de los pacientes, cuyas puertas estaban todas cerradas. Se dirigió hacia la morgue. En un nicho ardía una lámpara de aceite. Sacó una vela de la bolsa de lona verde que llevaba, encendió la mecha de la lámpara y ocultó la vela bajo la capa.

Su único peligro serio era el jefe de la enfermería, pero puesto que dicho monje tenía también a su cargo la administración de las propiedades de la Orden y trabajaba desde el amanecer hasta la puesta del sol, no era muy probable que se aventurase fuera de su celda para realizar inspecciones a tan avanzada hora de la noche. Una vez servida, a las cinco, la cena de los pacientes, éstos se retiraban a dormir y las puertas de sus celdas quedaban cerradas.

Ante la de la morgue se quedó rígido un instante. Luego insertó la llave e hizo un lento movimiento hacia la derecha y enseguida a la izquierda. Sintió que la pestaña de la cerradura corría. Un instante después había abierto la puerta, se deslizó silenciosamente en la habitación y cerró con llave. En aquel momento, no sabía si le sería posible armarse del valor suficiente para realizar la tarea que tenía ante él.

La morgue era una estancia pequeña, de unos dos metros cuarenta por tres. Las paredes de piedra estaban pulcramente encaladas. En el centro de la habitación, sobre angostos tablones montados en caballetes de madera y envuelto de pies a cabeza en una sábana, había un cadáver.

Miguel Ángel se quedó recostado contra la puerta. Respiraba hondamente, y la vela se movía en sus temblorosas manos como las ramas de un árbol en un temporal. Era la primera vez en su vida que se encontraba solo con un muerto en una habitación cerrada, y a punto de cometer un acto sacrílego. Sentía un miedo tan enorme como jamás había experimentado en su vida.

«
¿Quién era la persona que se encontraba allí, tapada completamente por la sábana? ¿Qué encontraría cuando le sacase aquel blanco sudario?
»

Pero reaccionó, mientras se preguntaba: «
¿Qué tontería es ésta? ¿Qué puede significar para el muerto todo cuanto le haga? Su cuerpo no va al reino de los cielos, sino su alma. Y yo no tengo la intención de disecar el alma de este pobre hombre
».

Algo más tranquilo con aquellos pensamientos, dejó la bolsa en el suelo y buscó un lugar donde colocar la vela. Aquello era de suma importancia para él, no sólo como luz para ver lo que hacía, sino como reloj. Porque tenía que estar fuera de la morgue antes de las tres de la madrugada, cuando los monjes que trabajaban en los grandes hornos de panadería del monasterio, en la esquina de la Vía Sant Agostino con la Piazza Santo Spirito, se levantaban para elaborar el pan del día, destinado a los residentes del monasterio, los pobres y los parientes de cuantos allí vivían. Había necesitado largos experimentos para asegurarse con exactitud de la duración de cada vela encendida. La que ahora llevaba era de las que duraban tres horas. En cuanto comenzase a vacilar la luz, tendría que retirarse. Y además, era necesario tener sumo cuidado de que no cayesen gotas de cera al suelo, pues a la mañana siguiente podían ser descubiertas. Vació la bolsa, que contenía unas tijeras y un cuchillo de cocina. La extendió en el suelo y luego aseguró la vela sobre ella con unas gotas de su propia cera. Se quitó la capa, pues estaba sudando a pesar de la frialdad de la habitación, y la colocó en un rincón. Por fin murmuró una oración y se acercó al cadáver, tembloroso y tan pálido casi como aquél.

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