La agonía y el éxtasis (24 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

—Como podéis ver y oír, no hablo con mi propia lengua, sino con la de Dios —dijo—. ¡Soy su voz en la tierra!

Un frío estremecimiento recorrió la concurrencia. Savonarola no estaba menos emocionado que sus admiradores.

XIV

Miguel Ángel llegó al Duomo al mismo tiempo que su padre y el resto de la familia para oír al nuevo profeta. Se quedó junto a la puerta y contempló los mármoles de Donatello y Luca della Robbia, que parecían gritarle: «
¡La gente es buena!
», mientras Savonarola tronaba: «
¡La humanidad es perversa!
».

¿Quién tenía razón, Donatello y Della Robbia o Savonarola?

Aunque la ciudad estaba sacudida por una convulsión religiosa, Miguel Ángel seguía trabajando tranquilo. Contrariamente a Savonarola, no podía convencerse de que Dios hablaba por la boca del monje, pero experimentaba la sensación de que si Dios veía, aprobada el trabajo que él realizaba.

Sintió cierta admiración hacia Savonarola. ¿Acaso no era un idealista? Y en cuanto a su fanatismo, ¿no había dicho Rustici: «
Eres como Savonarola, ayunas porque no tienes el valor suficiente para dejar el trabajo a las horas de comer
»?

Miguel Ángel había recibido la acusación con cierto disgusto, pero ¿acaso no sentía que debía consagrarse a la tarea de revolucionar la escultura marmórea como Fidias había adorado la egipcia, tornándola humanamente griega? ¿No habría estado dispuesto a ayunar y orar hasta no tener fuerzas ni para arrastrarse por el jardín al cobertizo, si ello fuera necesario? Creía en Dios. Si Dios podía crear la tierra y el hombre, ¿no podría crear también un profeta… o un escultor?

La Signoria invitó a Savonarola a pronunciar un sermón en el gran salón del Palazzo della Signoria. Lorenzo, los cuatro
platonistas
y la importante jerarquía Medici de toda la ciudad anunciaron su intención de concurrir. Miguel Ángel ocupó un lugar entre Contessina y Giovanni, frente al estrado en el que Savonarola se hallaba de pie ante un atril. El gobierno de la ciudad, en pleno, ocupaba los bancos que había tras él.

Cuando Savonarola se refirió por primera vez a Lorenzo de Medici como un tirano, Miguel Ángel vio que los labios del Magnifico se entreabrían ligeramente en una sonrisa. Miguel Ángel apenas había oído aquellas palabras, pues estaba contemplando el gran salón y pensaba qué maravillosos frescos podían pintarse en sus paredes.

Pero la sonrisa de Lorenzo se esfumó al proseguir el monje su despiadado ataque:

—Todo lo malo y lo bueno de la ciudad dependen de su jefe, y, por lo tanto, la responsabilidad del mismo es enorme —dijo—. Si avanza por la buena senda, toda la ciudad será santificada. Los tiranos son incorregibles, porque son orgullosos. Dejan todos los asuntos en manos de malos ministros. No escuchan a los pobres ni condenan a los ricos. Corrompen a los electores y agravan las pesadas cargas del pueblo.

Miguel Ángel empezó a escuchar más atentamente, porque Savonarola acusó a Lorenzo de haber confiscado el Fondo Total Florentino, integrado por el dinero que pagaban al tesoro de la ciudad las familias más pobres como garantía de que, a su debido tiempo, contarían con la dote sin la cual ninguna joven toscana podía aspirar a casarse; de haber utilizado aquel dinero para adquirir manuscritos sacrílegos y obras de arte obscenas, así como para organizar bacanales con las que entregaba al pueblo de Florencia a las garras del demonio.

La oscura tez de Lorenzo adquirió un tono verdoso.

Pero Savonarola no había terminado: Lorenzo, el corrompido tirano, debía desaparecer. La deshonesta Signoria, ahora sentada tras él, debía desaparecer también, igual que los jueces, funcionarios y dignatarios. Era imprescindible integrar un gobierno enteramente nuevo, regido por una nueva y rigurosa serie de leyes, para convertir a Florencia en una ciudad de Dios.

¿Quién debía gobernar, revisar las leyes y ejecutarlas? ¡Savonarola! ¡Dios lo había ordenado así!

XV

Cuando Miguel Ángel llegó al
studiolo
encontró allí a Fra Maríano. El predicador humanista de San Gallo había perdido una buena parte de su congregación, que se pasó a Savonarola.

—No intentaremos refutar las acusaciones personales de Savonarola —decía Lorenzo—. Los hechos de asuntos como el Fondo Total son claros y todos los florentinos los conocen. Pero profetizar la destrucción de Florencia está causando una creciente histeria en la ciudad. Fra Maríano, he estado pensando que usted es la solución de este asunto. ¿Me permite que le sugiera que predique un sermón sobre el tema: «
No es para ti saber el momento y razón que el Todopoderoso ha fijado por su propia autoridad
»?

El rostro de Fra Maríano se iluminó.

—Podría pasar revista a la historia de las profecías —dijo—. Las formas en que Dios habla a su pueblo; y demostrar que lo único que le falta a Savonarola es el caldero de los brujos…

—No, no —repuso Lorenzo—, su sermón tiene que ser sereno e irrefutable, tanto en los hechos como en la lógica, de tal modo que nuestro pueblo vea la diferencia entre las revelaciones y las brujerías.

La discusión versó sobre qué materiales bíblicos y literarios debería emplear Fra Maríano. Miguel Ángel salió de la habitación disimuladamente.

Siguió un mes de intranquilidad y sostenido trabajo. Miguel Ángel se aisló de todo contacto con el mundo. Comía y dormía poco, y atacaba infatigablemente las figuras de su composición escultórica.

Fra Maríano subió al púlpito y comenzó el sermón. Con su voz culta y sabia recitó una frase de Cosimo de Medici: «
Los Estados no se gobiernan con padrenuestros
». La concurrencia rió discretamente. Más tarde, el monje se refirió con inteligencia a la necesidad de la separación entre la Iglesia y el Estado.

Era un buen comienzo. Los fieles escuchaban en silencio, con una atención que crecía por momentos. Y Fra Maríano procedió, mediante lógicas etapas, a demostrar el verdadero papel de la Iglesia y su posición en la vida espiritual de su pueblo.

Pero de pronto el sermón sufrió un vuelco. Fra Maríano alzó los brazos sobre su cabeza, su rostro enrojeció y adoptó una actitud tan violenta como la de Savonarola. Su voz cambió al mencionar por primera vez el nombre de Girolamo Savonarola. Dejó todos los argumentos tan cuidadosamente preparados y calificó al monje de «
diseminador de escándalos y desórdenes
», agregando una serie de malignos epítetos.

Seguía gritando desde el púlpito cuando Lorenzo reunió a su familia y, saliendo de la iglesia, se alejó.

Por primera vez desde su llegada al palacio, Miguel Ángel lo encontró sumido en una atmósfera sombría. Lorenzo sufrió un agudo ataque de gota. Poliziano, visiblemente perturbado, se aferró a Lorenzo como un niño, esfumado su ingenio y profundidad. Fiemo y Landino parecieron considerar con aprensión la obra de toda su vida, pues Savonarola amenazaba con quemar todos los libros existentes en Florencia, menos los comentarios cristianos aprobados. Pico fue el más profundamente herido de todos: no sólo había recomendado que fuese llamado Savonarola a Florencia, sino que todavía simpatizaba con la mayor parte del programa del monje, y era demasiado honesto para ocultarlo a Lorenzo.

Lorenzo reaccionó lanzando otro ataque frontal, al pedir al prior Bichiellini, de Santo Spirito, que se uniese a ellos en el
studiolo
. El prior, hombre enérgico, de cincuenta años, era famoso en Florencia por ser el único que usaba gafas en la calle.

—Los rostros de la gente al pasar —explicó cierta vez a Miguel Ángel— son como las páginas de un libro. Por medio de estos cristales de aumento, estudio mejor sus expresiones y su carácter.

Ahora, el prior estaba sentado junto a la mesa del
studiolo
, mientras Lorenzo preguntaba si convendría que enviase a buscar a Roma al más brillante de los predicadores agustinos «
para que inculcase sentido común a los florentinos
».

—Creo que conozco al hombre que más nos conviene. Escribiré inmediatamente —dijo.

Florencia acudió a escuchar al monje agustino visitante, quien expuso intelectualmente los extremos y peligros de las prédicas de Savonarola, pero los concurrentes a la iglesia del Santo Spirito, después de oírlo, se alejaron sin hacerle mucho caso.

Miguel Ángel intentó encerrarse de nuevo en su cobertizo, pero las paredes eran demasiado delgadas como para no enterarse diariamente de las malas noticias: Pico trató de disuadir a Lorenzo de poner espías que vigilaran a Savonarola, basándose en que el monje estaba demasiado dedicado a su misión para cometer la clase de «
pecado de la carne
» en que esperaba sorprenderlo Lorenzo. El sistema de espionaje establecido por Savonarola descubrió a los espías de Lorenzo y los acusó públicamente. Fra Maríano había desertado y fue a postrarse de rodillas ante Savonarola, para implorar su perdón. Sólo un puñado de estudiantes asistió a las últimas conferencias de la Academia Platón. Los impresores de Florencia se estaban negando ya a imprimir nada que no fuese aprobado previamente por el monje. Sandro Botticelli desertó también y, pasándose a las filas de Savonarola, declaró públicamente que sus desnudos femeninos eran obscenos, lascivos e inmorales.

Miguel Ángel aprobaba todavía la cruzada del monje. Solamente desaprobaba de ella los ataques contra los Medici y las artes. Cuando intentó explicar aquel dilema a Bertoldo, éste se mostró quisquilloso, y la próxima vez que el muchacho le enseñó su trabajo, exclamó que Miguel Ángel no había acertado con el significado real de la Batalla de los Centauros.

—No has aprendido nada de la «
Batalla
» mía que hay en Pisa —dijo—. Supongo que te has dejado influenciar por Savonarola. Es necesario que incluyas los caballos, los mantos volantes al viento, las armas, pues, de lo contrario, ¿qué te queda para esculpir?

—La gente —murmuró Miguel Ángel
sotto voce
.

—Tu mármol está atacado de pobreza. Si quieres que te dé mi opinión, tirarás ese bloque como un experimento que ha salido mal y pedirás a Granacci que te encuentre otro.

Bertoldo dejó de ir unos cuantos días al fondo del jardín. Miguel Ángel tuvo otro visitante: su hermano Leonardo, cada vez más cadavérico.

—Bienvenido a mi taller, Leonardo —le dijo Miguel Ángel.

—He venido por tu escultura. Queremos que se la ofrezcas a Dios.

—¿Y cómo debo hacer eso?

—Destruyéndola. Ésa será la primera pira de Savonarola para purificar Florencia.

Aquella era la segunda invitación que se le hacía en el sentido de destruir su obra.

—¿Es que debo considerar obsceno este trabajo? —preguntó.

—¡Es sacrílego! Llévalo a San Marco y arrójalo tú mismo a las llamas.

La voz de Leonardo tenía un intenso fervor emocional que puso nervioso a Miguel Ángel. Lo cogió de un codo y lo acompañó hasta la puerta del fondo del cobertizo, hasta dejarlo en la calle.

Había planeado algunas semanas de pulido para hacer destacar las características más salientes de sus figuras. Pero en lugar de eso, pidió a Granacci que lo ayudase a trasladar el bloque al palacio aquella misma noche.

Ayudado por su amigo y Bugiardini, llevó el bloque al
studiolo
de Lorenzo. Éste no veía el mármol desde hacía un mes, o sea, desde el sermón de Fra Maríano. Entró en la habitación pálido, ojeroso, caminando penosamente con ayuda de un bastón, y fue cogido completamente de sorpresa. «
¡Ah!
», exclamó, y se dejó caer en una silla. Allí estuvo un largo rato en silencio, fija la mirada en la escultura, estudiándola parte por parte, figura por figura, mientras sus mejillas se iban tiñendo de color. Parecía que la vitalidad volvía a sus miembros. Miguel Ángel seguía de pie a su lado. Finalmente,
Il Magnifico
se volvió hacia él y lo miró con brillantes ojos.

—Ha hecho bien en no pulirlo. Las marcas del cincel contribuyen a destacar la anatomía.

—Entonces, ¿aprueba este trabajo, Excelencia?

—¡No he visto jamás un mármol semejante!

—Ya hemos recibido una oferta por la pieza. De Savonarola, por mediación de mi hermano Leonardo, para ofrecerla a Dios en la hoguera que preparan.

—¿Y qué ha respondido?

—Que no tenía derecho a darla, pues pertenece a Lorenzo de Medici.

—¿También para entregarlo a Savonarola, que lo quemará?

—Si ése es su deseo… Pero supongamos, Excelencia, que yo hubiese ofrecido ya la pieza a Dios, a ese Dios que creó al hombre a su semejanza de bondad, fuerza y belleza. Savonarola dice que el hombre es vil. ¿Puede haberlo creado Dios?

Lorenzo se puso de pie bruscamente y paseó unos instantes por la habitación sin que al parecer le molestase ya el dolor de su pierna. Entró un paje y puso una pequeña mesa para dos.

—Siéntese y coma algo mientras le hablo —dijo Lorenzo—. Yo también comeré, aunque no tenía apetito antes de que usted llegara, Miguel Ángel… Savonarola no solamente busca lo que él denomina obras antirreligiosas y desnudos «
lascivos
»; también tiene intención de destruir las pinturas y las esculturas que no se ajustan a sus puntos de vista, los frescos de Masaccio, Filippo Lippi y Benozzo Gozzoli, así como los de Ghirlandaio y toda la estatuaria griega y romana, o sea, la mayor parte de nuestros mármoles. Poco quedará que no sean los ángeles de Fra Angélico en San Marco. Si le permitimos que haga su voluntad, puesto que su poder crece cada día, Florencia será saqueada, como lo fueron Atenas y Espanta. Si los florentinos siguen a Savonarola hasta el final del camino que ya ha anunciado, todo cuanto se ha conseguido realizar desde la época de mi bisabuelo desaparecerá, y Florencia volverá a hundirse en las tinieblas.

Conmovido por la intensidad de aquella emoción de Lorenzo, Miguel Ángel exclamó.

—¡Qué equivocado estaba al creer que Savonarola reformaría solamente lo que hay de malo en Florencia! Ahora comprendo que destruirá también lo bueno. Como escultor ya no sería más que un esclavo, con ambas manos cortadas.

—Quiero que dé un paseo conmigo. Hay algo que deseo enseñarle —dijo Lorenzo.

Fueron a la parte posterior del palacio y atravesaron una pequeña plaza cerrada. Llegaron al frente de la iglesia de San Lorenzo, la familiar de los Medici. En su cripta estaba sepultado Cosimo, el abuelo de Lorenzo, cerca de unos púlpitos de bronce diseñados por Donatello y ejecutados por Bertoldo. En la vieja sacristía había un sarcófago diseñado por Brunelleschi que contenía los restos de los padres de Cosimo: Giovanni di Bicci y su esposa. Un sarcófago de pórfido contenía los de Piero
el Gotoso
, padre de Lorenzo. Pero la fachada principal de la iglesia seguía siendo de ladrillo color tierra y desigualmente espaciado. Era evidente que no estaba terminada.

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