La agonía y el éxtasis (19 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Con Granacci, Torrigiani y Rustici iba a contemplar todas las obras de arte de Florencia, pero sólo copiaba las que tenían alguna relación con el tema de la
Madonna
y el Niño.

La de Bernardo Rossellino, en la iglesia de Santa Croce, le pareció una mujer gorda e inexpresiva. En la misma iglesia, la de Desiderio da Settignano parecía una
contadina
, vestida con ropas de Toscana, acompañada de un
bambino
y rodeada de gente ordinaria llegada a la ciudad para una fiesta.

Fueron a Orsanmichele para ver la Virgen de la Natividad de Orcagna, que a él le pareció una mujer tierna, amorosa y con fuerza, pero que Miguel Ángel juzgó primitiva, como de madera. La estatua de Nino Pisano, en Santa María Novella, parecía ser la mejor esculpida, pero la figura de la
Madonna
era claramente la esposa de un comerciante que llevaba en brazos a su hijito ricamente vestido. Además, estaba pésimamente proporcionada y carecía de espiritualidad. Una terracota de Verrocchio presentaba a una
Madonna
y Niño. Ella era una mujer de cierta edad, que contemplaba perpleja a su hijo, de pie y bendiciendo al mundo.

A la mañana siguiente fue solo a dar un paseo a orillas del Arno, en dirección a Pontassieve. Se internó en las colinas, y mientras caminaba se dio cuenta de que aún no había encontrado lo que quería expresar sobre María y su hijo. Lo único que sabía era que deseaba expresar algo fresco y vital. Se puso a meditar sobre el carácter y el destino de María. La Anunciación era un tema favorito entre los pintores florentinos: el arcángel Gabriel descendiendo de los cielos para anunciar a María que habrá de tener un hijo de Dios. En todas las pinturas que recordaba, la noticia parecía sorprender a María completamente, y al parecer no se le había brindado alternativa entre la aceptación y el rechazo.

Pero, ¿podía ser así? ¿Era posible que una misión tan trascendental, la más importante asignada a ser humano alguno desde los días de Moisés, hubiera sido impuesta a María sin su conocimiento o consentimiento? Con toda seguridad Dios tenía que haber amado a María sobre todas las mujeres de la tierra, para elegirla y confiarle tan divina tarea. Entonces, ¿no era lógico suponer que tuvo que darle a conocer su plan, relatándole todos los pasos del camino desde Belén hasta el Calvario? Porque ésa era la única manera de brindarle la oportunidad de rechazar la misión.

Y si María contaba con la libertad de elegir, ¿cuándo era más probable que hubiese ejercido ese derecho? ¿En la Anunciación? ¿Cuando ya había nacido su hijo? ¿En cualquier momento de su crianza, mientras Jesús era una criatura? Porque, una vez aceptase, ¿no significaba ello que debería cargar su propia cruz desde ese instante hasta el día de la crucifixión de su hijo? Conociendo el futuro, ¿cómo era posible que sometiese a su hijo a semejante agonía? ¿No era posible que hubiera dicho: «
¡No! ¡Mi hijo no! ¡No permitiré que eso suceda!
»? Pero al mismo tiempo, ¿cómo podía ella rebelarse contra la voluntad de Dios, cuando Él le había pedido que le ayudase? ¿Hubo jamás mujer mortal a quien se le impusiera tan espantoso dilema?

Miguel Ángel decidió que esculpiría a María en el momento de la decisión, mientras amamantaba a su hijo, cuando, al saberlo todo ya tenía que determinar el futuro para ella, para su hijo y para el mundo.

Ahora que ya comprendía lo que deseaba, le fue posible dibujar con un propósito determinado. María dominaría el mármol. Ella sería el centro de la composición, de talla heroica, una mujer a quien se le habría dado no solamente la libertad de llegar a su propia decisión, sino la fuerza interior y la inteligencia para hacerlo. El niño sería secundario, presente, vitalmente vivo, pero no un elemento que distrajera la atención.

Pondría al niño en el regazo de su madre, la cabeza hundida en el pecho materno y completamente de espaldas a quien contemplara la escultura. Eso daría a la criatura su lugar natural, sorprendido en la actividad más urgente del día; y en la misma línea simbólica, ése podría ser el momento en que María sentiría con más intensidad que era imprescindible llegar a una decisión.

Que él supiera, nadie había pintado o esculpido a Jesús de espaldas. De cualquier manera, su drama no comenzaría hasta treinta años después, y ésta era la época de su madre y el retrato de su madre.

Pasó revista a los centenares de bosquejos que había dibujado de la Madre y el Niño en los últimos meses, separando aquellos que pudieran amoldarse a su nuevo concepto, y con ellos ante sí, sobre la mesa, comenzó su búsqueda de los antecedentes del tema. ¿Dónde estaba María entonces? Ahí tenía un dibujo en el que se mostraba a una madre sentada en un banco, al pie de una escalera. ¿Quién estaba con ella, aparte de su hijo? Tenía otros dibujos en los que aparecían niños en actitudes de juego. La figura de María sería una especie de compendio de esas madres toscanas. Pero ¿cómo pintaba uno el rostro de la
Madonna
? Su recuerdo del aspecto de su propia madre tenía ya diez años y poseía una vaga y soñadora cualidad.

Hizo a un lado los dibujos. ¿Era posible concebir una pieza de escultura sin saber cuál era el mármol del que extraería su sustancia?

Buscó a Granacci, a quien habían dado una de las mayores habitaciones del casino para que la utilizase como estudio de pintor, y le preguntó si estaría dispuesto a acompañarlo en un recorrido por los comercios de mármol de la ciudad.

—Trabajaré mejor —le dijo— si tengo a mano el bloque de mármol para estudiarlo, tocarlo y descubrir su estructura interna.

—Bertoldo —respondió Granacci— dice que el mármol no debe ser comprado hasta no haber terminado los dibujos y modelos, porque entonces se puede estar seguro de elegir el bloque apropiado.

—También podría ser todo lo contrario —respondió Miguel Ángel, pensativo—. Creo que es una especie de casamiento…

—Muy bien; le pondré a Bertoldo alguna disculpa e iremos mañana.

En el barrio del Procónsul había docenas de comercios que vendían mármol. En sus tiendas se veían bloques de todos los tamaños, formas y colores, así como piedras ya cortadas para la construcción de edificios, marcos para puertas, ventanas y columnas. Pero en ninguna de ellas encontraron el bloque de mármol de Carrara que buscaba Miguel Ángel.

—Vayamos a los patios de los canteros de Settignano. Allí tendremos mas probabilidades de encontrar algo —sugirió a su amigo.

En el viejo patio donde Desiderio da Settignano había enseñado a Mino da Fiesole, vio un bloque que le atrajo de inmediato. Era de tamaño modesto, pero sus cristales eran de un blanco brillante. Derramó agua sobre él, en busca de grietas y golpeó los extremos con un martillo para escuchar el sonido que emitía la piedra. Registró la masa para comprobar si tenía burbujas, fallas, manchas.

—Este es el bloque que quiero, Granacci —exclamó jubiloso—. Aquí podré esculpir la
Madonna
y Niño. Pero antes tendré que verlo a la primera luz del sol. Entonces sabré con seguridad si es perfecto.

—Si te crees que voy a estar aquí sentado contemplando tu mármol hasta el amanecer… —respondió Granacci.

—No tendrás que hacerlo. Encárgate de negociar el precio.

—¿Sabes una cosa,
amico
? No creo una palabra de eso de que los primeros rayos del sol descubren las entrañas del mármol. ¿Qué diablos puedes ver al amanecer que no veas mejor ahora, por ejemplo, que hay una luz más intensa? Estoy seguro de que se trata de una especie de adoración pagana: ritos referentes a la fertilidad que hay que realizar al amanecer para asegurar que los dioses de las montañas se muestren propicios.

Miguel Ángel durmió abrigado con una manta bajo una de las arcadas de la casa de Topolino, pero antes del amanecer ya se había levantado y estaba junto al bloque de mármol cuando los primeros rayos del sol brillaron desde las cimas de las colinas. El bloque parecía traslúcido. Los ojos del muchacho podían atravesarlo en todos los sentidos a través de las capas de cristales que se superponían dentro de su unidad estructural. No había en él una sola falla perceptible.

Pagó al dueño, cargó el bloque en el carro que había pedido prestado a los Topolino y siguió a los dos bueyes blancos, como lo había hecho desde que tenía seis años.

Dos de los canteros le ayudaron a llevar el bloque al cobertizo de trabajo. Luego trasladó su mesa de dibujo y utensilios del casino al cobertizo. Bertoldo se acercó, intrigado.

—¿Ya estás listo para empezar a esculpir?

—No, me falta mucho todavía.

—Entonces, ¿por qué te has trasladado aquí?

—Porque quiero trabajar con tranquilidad, sin que nadie me moleste.

—¿Tranquilidad? Aquí tendrás el incesante ruido de los martillos de los
scalpellini
desde la mañana a la noche.

—Para mí, ése es un ruido agradable. Me crié escuchándolo.

—Pero yo tengo que pasar algún tiempo con los demás, en el casino. Si tú estás cerca de mí, puedo sugerir y corregir cuando necesites ayuda.

Miguel Ángel meditó aquellas palabras y luego respondió:

—Bertoldo, siento la necesidad de estar solo, trabajar donde no me vea nadie, ni siquiera usted. Pero podrá darme instrucciones cuando yo vaya a pedirlas.

—De esa manera —replicó Bertoldo— cometerás más errores,
caro
, y esos errores se prolongarán más.

—¿No es ésa la mejor manera de aprender? Creo que los errores deben ser prolongados hasta su lógica conclusión.

—Un consejo puede ahorrarte mucho tiempo.

—Tengo todo el tiempo que quiero… y más.


Davvero
—dijo Bertoldo, sonriente—. Tienes tiempo de sobra. Cuando necesites ayuda, ven a yerme.

A última hora de aquella tarde, cuando los demás se habían retirado del jardín, Miguel Ángel se volvió y vio a Torrigiani, que lo miraba irritado.

—Ahora resulta que ya te sientes demasiado bueno para dibujar a mi lado —dijo, ceñudo.

—¡Ah, Torrigiani, no digas eso! Es que quiero estar solo…

—¿Solo? ¿Quieres alejarte hasta de mí, que soy tu mejor amigo? Durante el primer año, cuando necesitabas ayuda y compañía, no era así. Pero ahora que
Il Magnifico
te ha elegido…

—Te ruego que me creas, Torrigiani. Nada ha cambiado entre tú y yo.

—Te dije que cuando estuvieras listo, te prepararía un banco de escultor junto a mi mesa de dibujo.

—¡Es que yo quiero cometer mis errores solo, sin responsabilidades para nadie!

—¿No será que tienes miedo de que te robemos tus secretos?

—¿Secretos? —exclamó Miguel Ángel, que ya perdía la paciencia—. ¿Qué secretos puede tener un aprendiz de escultor? Este es mi primer trabajo. Tú has hecho ya media docena…

—¡No! ¡Es a mí a quien rechazas! —insistió, terco, Torrigiani.

Miguel Ángel calló. ¿Había algo de verdad en aquella acusación? Había admirado la belleza física de Torrigiani, sus cuentos, canciones…, pero ya no quería hablar y escuchar anécdotas, no cuando tenía ante sí el bloque de mármol, que constituía un verdadero desafío a su capacidad.

—¡Pronto te has echado a perder! —dijo Torrigiani—. Pero quiero decirte una cosa: todos los que se sienten superiores a quienes les rodean al final terminan derrotados.

Unos minutos después llegó Granacci, que traía cara de disgusto. Inspeccionó el yunque, la tosca mesa de madera sobre caballetes, las banquetas de trabajo y la mesa de dibujo que se alzaba sobre una plataforma.

—¿Qué ocurre, Granacci? —preguntó Miguel Ángel.

—Es Torrigiani. Volvió al casino furioso y dijo algunas cosas desagradables sobre ti.

—Yo las he oído antes que nadie.

—Mira, Miguel Ángel. Hace un año te advertí que no debías intimar demasiado con Torrigiani. Ahora tengo que advertirte que no eres justo. No rompas tu amistad con él… Conozco tu creciente preocupación por la escultura, pero Torrigiani no ve nada tan mágico en el mármol y, con toda justicia, cree que todo esto es el resultado de tu vida en el palacio. Si rompemos con nuestros amigos porque nos cansamos de ellos, ¿cuántos de esos amigos seguirán siéndolo?

Miguel Ángel acarició con un dedo la superficie del bloque y respondió:

—Trataré de hacer las paces con él.

VIII

¡Cómo brillaba el bloque con los primeros saetazos del sol cuando lo colocó verticalmente sobre la banqueta de madera y se quedó contemplando el lustre producido por la luz, que penetraba en él y se reflejaba en las superficies de las más profundas capas de cristales! Llevaba ya varios meses de vida junto a ese bloque y lo había estudiado bajo los efectos de todas las distintas luces del día, desde todos los ángulos y bajo todas las condiciones atmosféricas. Había llegado lentamente a comprender su carácter, no profundizando en él con el cincel, sino a fuerza de percepción, hasta que le pareció que conocía cada capa, cada cristal de la masa, y cómo podría persuadir al mármol para que rindiese las formas que él necesitaba. Bertoldo le había dicho que las formas tenían que ser liberadas primeramente, antes de que fuese posible exaltarlas. Pero el mármol contenía miles de formas, porque, de no ser así, todos los escultores esculpirían idénticamente.

Cogió el martillo y el escoplo y comenzó a cortar con golpes vivos. El escoplo avanzaba siempre en la misma dirección, según comprobó al emplear el punzón: un dedo que hurgaba delicadamente en el mármol y extraía sustancia. El cincel dentado era como una mano que refinaba las texturas que dejaba el punzón; y el cincel plano parecía un puño, que hacía saltar las muescas del cincel dentado. Había estado en lo cierto respecto del bloque. Obedecía a todas las sensibilidades que él confiaba impartirle al trabajar hacia abajo, en dirección a las figuras, atravesando las sucesivas capas.

Estaba en pleno trabajo en su cobertizo cuando recibió la visita de Giovanni. Era la primera vez que el casi cardenal de quince años iba a verlo desde el año anterior, cuando iba acompañando a Contessina. A pesar de que la naturaleza le había negado todo atractivo, Miguel Ángel encontró que su expresión era inteligente, vivaz. Florencia decía que aquel segundo hijo de Lorenzo de Medici, un muchacho que amaba la vida y era alegre y despreocupado, tenía habilidad, pero que jamás la emplearía, porque la obsesión de su vida era evitar todo disgusto. Le acompañaba su primo Giulio, de su misma edad, a quien la naturaleza parecía haberse empeñado en dotar de todas las bellezas que a Giovanni le había negado. Era alto, delgado, de fino rostro, nariz recta y grandes ojos; un adolescente hermoso, grácil, eficiente, que amaba las tribulaciones y disgustos como si fueran su elemento natural, pero que era duro y frío como un cadáver. Reconocido como un Medici por Lorenzo, pero despreciado por Piero y Alfonsina debido a la ilegitimidad de su origen, Giulio sólo podría labrarse un lugar para sí por medio de algunos de sus primos. Se había decidido por el gordo y bondadoso Giovanni, siguiendo una estrategia astutamente: la de hacer todo lo que debía hacer su primo, cargar con sus disgustos y adoptar las decisiones que Giovanni deseaba. Cuando Giovanni fuese designado cardenal y se trasladase a Roma, Giulio lo acompañaría.

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