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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (14 page)

—Lo perdono —dijo
Il Magnifico
, a la vez que hacía un ademán como restando toda importancia a la cuestión—. ¿Cuántos años tiene, Miguel Ángel?

—Quince.

—¿Quién es su padre?

—Ludovico di Leonardo Buonarroti-Simoni.

—He oído ese nombre.

Abrió su escritorio y sacó un cartapacio de pergamino, de cuyo interior extrajo docenas de dibujos que extendió sobre la mesa. Miguel Ángel no podía creer lo que veía.

—Pero… ¡esos dibujos son míos,
messer
! —exclamó.

—En efecto.

—Bertoldo me dijo que los había destruido.

Lorenzo se inclinó sobre la mesa, hacia el muchacho.

—Hemos puesto numerosos obstáculos en su camino, Miguel Ángel. Bertoldo lo ha perseguido despiadadamente con sus críticas duras y muy pocos elogios o promesas de premios. Queríamos estar seguros de que poseía nervio, fortaleza, resistencia. Sabíamos que tenía verdadero talento, pero no conocíamos su carácter. Si nos hubiera abandonado por falta de elogios o premios en dinero…

Se acercó a Miguel Ángel, después de rodear la mesa, y agregó:

—Miguel Ángel, en usted hay una verdadera pasta de escultor. Bertoldo y yo estamos convencidos de que podría llegar a ser el heredero de Orcagna, Ghiberti y Donatello. Me agradaría que viniera a vivir a palacio, como miembro de mi familia. Desde este momento, no tiene que preocuparse más que de la escultura.

—Lo que más me gusta es trabajar el mármol.

Lorenzo rió de buena gana:

—¿Así que ni una palabra de gracias, ni la más ligera expresión de placer ante la perspectiva de venir a vivir al palacio de un Medici? ¡Sólo su amor hacia el mármol!

—¿No es por eso por lo que me ha invitado?

—Senz 'altro. ¿Quiere traer aquí a su padre? Debo hablarle.

—Mañana. ¿Cómo debo llamarlo,
messer
?

—Como quiera.

—No Magnifico.

—¿Porqué no?

—Porque un cumplido pierde toda su fuerza si uno lo escucha día y noche.

—¿Con qué nombre piensa en mi?

—Lorenzo.

—Lo dice con cariño.

—Porque lo siento.

—En el futuro, no me pregunte qué debe hacer. Ya me he acostumbrado a esperar lo inesperado de usted.

Granacci se ofreció otra vez a interceder por él ante Ludovico, y éste no parecía comprender lo que el amigo de su hijo decía.

—Granacci —preguntó—, ¿está empeñado en llevar a mi hijo por mal camino?

—El palacio de Lorenzo de Medici no es exactamente el mal camino,
messer
Buonarroti. Se comenta que es el palacio más hermoso de toda Europa.

—¿Y qué tiene que hacer un picapedrero en un hermoso palacio? Será para trabajar como lacayo.

—Miguel Ángel no es un picapedrero. Es un escultor —replicó Granacci seriamente.

—No importa. ¿En qué condiciones va al palacio?

—No ha comprendido,
messer
, no recibirá salario alguno.

—¡Cómo! ¿Trabajará sin salario? ¿Otro año perdido?


Il Magnifico
ha pedido a su hijo que vaya a vivir al palacio. Será un miembro más de la familia Medici. Comerá con los grandes del mundo… Aprenderá en la Academia Platón, integrada por los eruditos y sabios más conocidos de Italia. ¡Y tendrá a su disposición todo el mármol que necesite para esculpir!

—¡Mármol! —gimió Ludovico, como si la palabra fuera un anatema.

—¡No puede negarse a ver y hablar a
Il Magnifico
!

—¡Iré —murmuró Buonarroti—, sí, iré! ¿Qué otra cosa puedo hacer? Pero no me gusta.

Ya en el palacio, de pie ante Lorenzo de Medici en el
studiolo
, con Miguel Ángel a su lado, éste observó que su padre se mostraba humilde, casi patético. Y le inspiró lástima.

—Buonarroti-Simoni, desearíamos que Miguel Ángel viviera con nosotros aquí para estudiar escultura. Se le proveerán todas las necesidades. ¿Me concede al muchacho? —dijo Lorenzo.

—Magnifico
messer
, no me es posible negarme a lo que me pide —respondió Ludovico, inclinándose profundamente—. No solamente Miguel Ángel, sino todos nosotros, con nuestras vidas, estamos a disposición de Vuestra Magnificencia.

—Bien. ¿Qué hace? ¿En qué se ocupa?

—Nunca he seguido ningún oficio o comercio. He vivido de mis escasos ingresos, atendiendo las pocas posesiones que me han dejado mis antepasados.

—Entonces, utilíceme. Vea si en Florencia hay algo que yo pueda hacer por usted. Le ayudaré hasta el límite de mi poder.

Ludovico miró a su hijo, y luego desvió la mirada.

—No sé hacer otra cosa que leer y escribir —dijo—. El compañero de Marco Pucci, en la Aduana, acaba de fallecer. Me agradaría mucho ocupar el puesto que ha dejado vacante.

—¿La Aduana? ¡Solamente paga ocho escudos al mes!

—Me parece que podría desempeñar correctamente ese cargo.

—La verdad —dijo Lorenzo—, esperaba que pediría algo mucho más importante. Pero si desea ser el compañero de Pucci, puede serlo.

Se volvió de nuevo hacia Miguel Ángel, que estaba rígido a su lado. Una cálida sonrisa iluminó el cetrino rostro de
Il Magnifico
.

—Hace sesenta años que mi abuelo Cosimo invitó a Donatello a su palacio para que ejecutase la estatua de bronce de David —dijo.

LIBRO TERCERO

EL PALACIO

I

Un paje lo escoltó por la gran escalinata y a lo largo del corredor hasta una dependencia situada frente al patio central. El paje llamó a una puerta. Bertoldo la abrió.

—Bienvenido a mi casa, Miguel Ángel —dijo—.
Il Magnifico
cree que me queda ya tan poco tiempo que desea que te enseñe hasta en sueños.

Miguel Ángel se encontró en un interior en forma de «
L
», dividido en habitaciones separadas. Había dos camas de madera cubiertas con mantas blancas y colchas rojas. Cada una de ellas tenía un cofre al pie. Bertoldo tenía su cama en la parte interior de la «
L
». Cubriendo la pared de su cabecera se veía un tapiz pintado que representaba el Palazzo della Signoria. Contra el ángulo interno de la «
L
» se alzaba un gran armario lleno de libros propiedad de Bertoldo y algunos candelabros de bronce que él había diseñado para Donatello. En los diversos estantes se veían también los modelos de arcilla y cera de la mayor parte de sus esculturas.

La cama de Miguel Ángel estaba colocada en la parte de la L donde se hallaba la puerta, y desde ella podía ver las esculturas del armario, peno no la cama de Bertoldo. En la pared frente a la cama había una tableta de madera pintada que representaba el Baptisterio.

—Esta disposición nos brindará el aislamiento que necesitamos —dijo Bertoldo—. Pon tus cosas en el cofre al pie de la cama. Si tienes algo de valor, lo encerraré en este cofre antiguo.

Miguel Ángel lanzó una mirada a su pequeño lío de ropas y medias zurcidas.

—Lo único que tengo de valor son mis manos, y me gusta tenerlas siempre junto a mí.

—Te llevarán mucho más lejos que tus pies.

Se retiraron temprano y Bertoldo encendió las velas de los candelabros de bronce, que alumbraron las dos habitaciones. No podían verse el uno al otro, pese a que sus camas estaban separadas sólo unos centímetros entre ellas, por lo que podían hablar en voz baja.

—Sus esculturas parecen hermosísimas a la luz de las velas —dijo Miguel Ángel.

Bertoldo guardó silencio unos segundos. Luego respondió:

—Poliziano dice: «
Bertoldo no es un escultor de miniaturas, sino un escultor miniatura
».

Miguel Ángel contuvo una exclamación. Bertoldo oyó el pequeño ruido que hizo en su boca el aliento contenido, y dijo suavemente:

—Existe un cierto elemento de verdad en esa cruel crítica: ¿No te parece un poco patético que desde tu almohada puedas abarcar, con una sola mirada, toda mi vida de trabajo?

—¡Pero la escultura no se mide por las libras que pesa, Bertoldo!

—Por cualquier sistema que se la mida, la mía es una contribución modesta. El talento es barato; la dedicación es cara. A ti te costará la vida.

—¿Y para qué otra cosa es la vida?

Bertoldo suspiró:

—¡Ay! Yo creía que era para muchas cosas: la caza del halcón, probar recetas de cocina, perseguir a las muchachas hermosas. Ya conoces el adagio florentino: «
La vida es para gozarla
». El escultor tiene que crear una masa de trabajo. Tiene que producir durante cincuenta o sesenta años, como lo hicieron Ghiberti y Donatello.

El anciano estaba cansado y se durmió enseguida. Miguel Ángel permaneció despierto, cruzadas las manos bajo su cabeza. No le era posible discernir la diferencia entre «
la vida es para gozarla
» y «
la vida es trabajo
». Allí estaba él, instalado ya en el palacio Medici, absorto y entusiasmado en la contemplación de ilimitadas obras de arte para estudiarlas, y con un rincón del jardín de escultura lleno de hermoso mármol para esculpir. Y se quedó dormido con una sonrisa de satisfacción.

Despertó con las primeras luces del día, se vistió en silencio y salió a los salones del palacio. Permaneció una hora en la capilla, extasiado ante los frescos de Benozzo Gozzoli Los tres hombres sabios del Oriente; abrió varias puertas y se halló, absorto y temeroso, ante La Ascensión de Donatello; el San Pablo de Masaccio; La batalla de San Romano, de Uccello… hasta que su corazón le pareció tan liviano, tan etéreo, que creyó estar soñando.

A las once regresó a su habitación y descubrió que el sastre de palacio había dejado ropas nuevas encima de su cama. Divertido, se puso aquellas sedas de colores y luego se detuvo ante el espejo, contemplándose con satisfacción. Era sorprendente el gran atractivo que le conferían aquellas prendas: el gorro carmín, que reflejaba el color de sus mejillas; el cuello-capucha del manto violeta, que parecía dar a su cabeza una mejor proporción; la camisa dorada y las calzas de seda rosa.

Estaba encantado con aquellos cambios en su aspecto que no sólo lo hacían aparecen algunos centímetros más alto, sino más robusto. Los altos pómulos ya no tenían aquel aspecto esquelético y ni siquiera se notaba que sus orejas estaban un poco más atrás de lo normal. Se peinó cubriendo con algo de su rizada cabellera la parte superior de la frente. Sus pequeños ojos, de pesados párpados, parecían ahora más abiertos, y su expresión, reflejaba por fin haber hallado un lugar para sí en el mundo… En su ensimismamiento no vio entrar a Bertoldo.

—¡Ah! —exclamó al darse cuenta—. Bertoldo… Estaba…

—¿Te admiras con ese atuendo?

—No, pero jamás pensé que unas prendas pudieran cambiarme tanto.

—Ahora tendrás que dejarlas. Son únicamente para las fiestas.

—¿No es una fiesta la cena de los domingos?

—Ponte esta blusa y esta túnica. Cuando llegue el Día de la Virgen podrás pavonearte con esa otra ropa.

Miguel Ángel suspiró, se sacó las lujosas prendas y luego miró con picardía a su maestro:

—Está bien, un cuello de encaje nunca favorecerá a un caballo de carga.

Ascendieron pon la ancha escalera desde el entresuelo al largo vestíbulo y luego doblaron a la derecha, hasta llegar al comedor. Miguel Ángel se sorprendió al encontrarse en un sobrio salón en el que no había una sola obra de arte. Los paneles de la pared y los dinteles de las puertas estaban labrados en oro laminado y las paredes eran de un color crema que daba una sensación de frescura. En el extremo del salón había una mesa para doce personas, con otra a cada lado, que con aquélla formaban una «
U
». A cada lado de éstas había numerosos asientos, por lo que ninguno de los comensales estaba a más de unas pocas sillas de distancia de Lorenzo, y todos ellos podían comer en la mayor intimidad.

Habían llegado temprano. Miguel Ángel se detuvo un instante en el hueco de la puerta. Lorenzo, que tenía a Contessina a su derecha y un comerciante florentino a su izquierda, los vio.

—¡Ah, Miguel Ángel! —exclamó—. Venga a sentarse con nosotros. Aquí no tenemos lugares fijos; quien llega primero toma la silla vacía que más le agrade.

Contessina posó una mano sobre la silla a su lado, invitándole a sentarse junto a ella. Al hacerlo, Miguel Ángel observó la hermosa vajilla que adornaba la mesa: vasos de cristal, cuadrados, con bordes de oro; vajilla de plata con la flor de lis florentina incrustada en oro, cuchillos de plata, cucharas con el escudo de armas de los Medici. Mientras expresaba a Lorenzo su admiración por todo aquello, varios pajes del palacio retiraban unas plantas verdes para dejar al descubierto, en un nicho que imitaba una concha marina, la orquesta del palacio: un clavicordio de doble teclado, un arpa, tres grandes violas y un gran laúd.

—Bienvenido al palacio, Miguel Ángel —le dijo Contessina—. Mi padre dice que debe ser desde ahora como otro miembro de la familia. ¿Debo llamarle hermano?

—Quizá primo fuese mejor —respondió él, después de vacilar un instante. Contessina rió y dijo:

—Me resulta agradable que su primera comida aquí sea en domingo. Los otros días de la semana no se permiten mujeres a la mesa. Nosotras comemos en la galería de arriba.

—Entonces, ¿no podré verla durante la semana? —inquirió él, desolado.

—El palacio no es tan grande.

Miguel Ángel contempló a los comensales a medida que fueron presentándose. Mientras la orquesta tocaba
Un cavaliere de Spagna
, hicieron su aparición en pequeños grupos, como cortesanos que asistiesen a una recepción real: Lucrezia, la hija de Lorenzo, con su esposo, Jacopo Salviati; los primos segundos de
Il Magnifico
, Giovanni y Lorenzo de Medici, a quienes su primo había criado y educado cuando quedaron huérfanos; el prior Bichiellini, brillante rector de la Orden Agustina de la iglesia del Santo Spirito, donde se hallaban las bibliotecas que pertenecieran a Boccaccio y Petrarca; Giuliano da Sangallo, que había diseñado la exquisita villa de Poggio, en Caiano; el duque de Milán, en viaje a Roma con su séquito; el embajador del sultán de Turquía; dos cardenales de España; familias reinantes de Bolonia, Ferrara y Arezzo; miembros de la Signoria de Florencia; Piero Soderini, feo, cortés y delicado, a quien Lorenzo estaba preparando para el cargo de Primer Magistrado de Florencia; un emisario del Dux de Venecia; profesores de la Universidad de Bolonia; prósperos comerciantes de la ciudad y sus esposas; hombres de negocios llegados de Atenas, Pekín, Alejandría, Londres y otras importantes ciudades. Todos ellos acudían a presentar sus saludos al dueño de la casa.

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