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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (10 page)

En eso radicaba su genio. Ejercía una autoridad absoluta en materia de política, a pesar de lo cual gobernaba Florencia con tanta sensatez, inherente cortesía y dignidad, que las personas que de otro modo podrían haber sido enemigas suyas trabajaban con él en plena armonía. Ni siquiera su capacitado padre, Piero, ni su genial abuelo Cosimo, llamado el Pater Patriae por haber convertido a Florencia en una República después de varios centenares de años de sangrienta guerra entre
guelfos
y
gibelinos
, habían obtenido resultados tan felices. Florencia podía saquear el palacio de Lorenzo
Il Magnifico
en pocas horas, y expulsar a su dueño. Él sabía, lo mismo que el pueblo, y eso era precisamente lo que hacía funcionar tan admirablemente su gobierno, que no tenía título oficial. Porque así como carecía de arrogancia, le ocurría lo mismo con la cobardía: había salvado la vida de su padre en un audaz golpe militar, cuando tenía sólo diecisiete años, al invadir el campo de Afrente, en Nápoles, sin más ayuda que la que llevaba por las calles de Florencia, a fin de salvar la ciudad de una invasión.

Este era el hombre que ahora estaba a un par de metros de distancia de Miguel Ángel, hablando afectuosamente con Bertoldo sobre unas escrituras antiguas que acababan de llegar de Asia Menor. Porque la escultura era tan importante para Lorenzo como sus flotas de naves, que recorrían todos los mares del mundo conocido, sus cadenas de bancos por toda Europa, sus millones de florines de oro en productos y el inmenso volumen de sus operaciones comerciales. Algunos lo respetaban por sus fabulosas riquezas y otros por su poder, pero los estudiosos y artistas lo admiraban y amaban por la pasión que sentía hacia todo lo que fuese sabiduría, libertad de la mente, aprisionada por espacio de más de un milenio en oscuras mazmorras y que él había jurado liberar.

Se detuvo a charlar con los aprendices. Miguel Ángel se volvió para contemplar a la jovencita que caminaba al lado de
Il Magnifico
. Era una adolescente delicada, que vestía una túnica cuya amplia falda caía en suaves y sueltos pliegues, y un corpiño ajustado, bajo el cual llevaba una blusa amarilla, de cerrado cuello. Su rostro era tan pálido que ni siquiera el gorrito rosado que cubría su cabeza podía colorear sus delgadas mejillas.

Al pasar Lorenzo frente a su mesa y saludarle con un casi imperceptible movimiento de cabeza, los ojos de Miguel Ángel se encontraron con los de la niña. Dejó de trabajar y ella se detuvo, al parecer un poco asustada ante la feroz intensidad con que él la miraba. Por un instante Miguel Ángel pensó que ella iba a dirigirle la palabra, porque humedeció sus pálidos labios con la punta de la lengua. Luego, desvió la mirada y se reunió con su padre, que rodeó su cintura con un brazo. Después, ambos pasaron frente a la fuente, se dirigieron a la portada y salieron a la plaza.

Miguel Ángel se volvió a Torrigiani:

—¿Quién es esa jovencita? —preguntó.

—Contessina. Hija de Lorenzo. La última que queda en el palacio —le respondió Torrigiani.

III

Ludovico nunca dio su consentimiento al ingreso de Miguel Ángel en el jardín de escultura. Aunque toda la familia sabía que el muchacho ya no estaba en el taller de Ghirlandaio, todos evitaban aceptar aquella degradación negándose a reconocerla. Lo veían muy pocas veces, pues salía al amanecer, cuando todos dormían, menos su madrastra, que ya se había ido al mercado, y volvía a las doce en punto, cuando Lucrezia servía el asado o el guiso de ave. Después, trabajaba en el jardín hasta la noche, y emprendía el regreso a casa, demorándolo todo lo posible para que la familia estuviese acostada. Sólo permanecía despierto su hermano Buonarroto, que le contaba las incidencias del día, o su abuela, que lo esperaba a veces en la cocina para darle algo de comer.

Granacci no creía necesario levantarse tan temprano todas las mañanas o regresar tan tarde todas las noches. Sólo al mediodía estaban juntos los dos amigos. Granacci parecía cada día más deprimido.

—Es esa arcilla fría y pegajosa —se lamentaba—. ¡La odio! Estoy tratando de modelar lo peor posible para que Bertoldo no me considere con condiciones para trabajar la piedra. He probado la
pietra dura
una docena de veces y cada golpe de martillo parece atravesarme el cuerpo en lugar de atravesar la piedra.

—¡Pero Granacci,
carissimo
, el mármol tiene resonancia! —argumentó Miguel Ángel—. Es receptivo. La
pietra dura
es como el pan duro. Espera que te toque trabajar el mármol y verás que es como hundir los dedos en una masa fresca de pan.

—Eres inexorablemente duro con todo, pero en cuanto pronuncias la palabra mármol te conviertes en poeta.

Miguel Ángel se vio sumergido en un verdadero torbellino de dibujo. Bertoldo le había dicho el primer día: «
Aquí, en el jardín, el dibujo es el
sine qua non
; cuando llegues por la mañana, dibuja tu mano izquierda. Luego, quítate los zapatos y dibuja tus pies. Ésa es una buena práctica
».

—¿Y debo dibujar también mi mano derecha? —preguntó él.

—¡Ah! —se lamentó Bertoldo—. ¡Tenemos otro humorista en el jardín!

Cuando trabajaba la
pietra serena
para los Topolino, Miguel Ángel cambiaba el martillo de la mano derecha a la izquierda sin notar diferencia alguna de precisión o equilibrio. Una vez que hubo dibujado su mano izquierda en innumerables posiciones, empuñó la pluma con la izquierda y dibujó la otra, también en varias posturas.

Los modelos vivos eran reclutados en todos los barrios de Florencia, y era Lorenzo quien los proporcionaba: hombres cultos, vestidos de terciopelo negro; soldados de cuellos como toros, cabezas angulares y espesas cejas; buscavidas fanfarrones;
contadini
; calvos ancianos de ganchudas narices y fuertes mandíbulas; monjes cubiertos de hábitos negros; alegres jóvenes de la alta sociedad de Florencia, hermosos, de narices griegas que arrancaban en una misma línea con la frente, cabellos rizados que les llegaban en melena hasta el cuello; tintoreros de la lana, cuyos brazos aparecían siempre teñidos de colores; fortachones herreros; robustos mozos de cuerda, regordetas criadas…

Miguel Ángel se quejó de la enérgica crítica de Bertoldo a un torso que él acababa de dibujar:

—¿Cómo es posible que dibujemos solamente el exterior? Lo único que vemos es lo que empuja la piel. Si pudiéramos seguir el interior del cuerpo, los huesos, los músculos… Para conocer a un hombre tenemos que conocer sus entrañas y su sangre. Yo jamás he visto el interior de un hombre.

Bertoldo lanzó una maldición:

—A los médicos se les permite diseccionar un cuerpo humano un día especial del año, frente al Consejo. Aparte de eso, la disección es el peor crimen que se puede cometer en Florencia. Olvídate de eso, muchacho.

—Me olvidaré de decirlo, pero no de pensarlo —respondió Miguel Ángel—. Jamás podré esculpir con precisión hasta que no haya podido estudiar por dentro cómo funciona el cuerpo humano.

—Ni siquiera los griegos diseccionaban, y eso que eran un pueblo pagano que no tenía una Iglesia que se lo prohibiese. Tampoco necesitó Donatello desmembrar un cuerpo humano para adquirir sus maravillosos conocimientos. ¿Necesitas tú ser mejor que Fidias y Donatello?

—Mejor, no; pero diferente, sí.

Miguel Ángel jamás había visto tan agitado a Bertoldo. Por eso, extendió una mano y la colocó cariñosamente en el delgado brazo del anciano.

A pesar de aquellos choques diarios se hicieron amigos. Mientras los demás modelaban en arcilla o tallaban la piedra, Bertoldo llevaba al niño al casino y permanecía a su lado horas enteras, mientras Miguel Ángel copiaba amuletos egipcios, medallones griegos, monedas romanas. El maestro tomaba el objeto en sus manos y explicaba al pequeño aprendiz lo que había intentado lograr el antiguo artista.

Para su sorpresa, Miguel Ángel conquistó el afecto de Torrigiani, que trasladó su mesa de trabajo cerca de la de él. Torrigiani poseía una dominante personalidad y había conquistado al pequeño con su encanto, atenciones y vivacidad. Era un petimetre, que se engalanaba con camisas de seda de vivos colores y ancho cinturón con hebilla de oro. Todas las mañanas se detenía en la barbería antes de entrar a trabajar, para hacerse afeitar y peinar. En cambio, Miguel Ángel era descuidado en el trabajo. Se manchaba las manos de carbonilla, que después embadurnaba su cara, dejaba caer pintura en su camisa y tinta en sus medias…

Torrigiani realizaba una buena jornada de trabajo; a pesar de lo cual conseguía terminarla con sus ropas inmaculadas. Miguel Ángel lo admiraba, y se sentía halagado cuando Torrigiani ponía uno de sus poderosos brazos sobre sus hombros, acercaba su rostro al de él y exclamaba, refiriéndose a uno de los últimos dibujos de Miguel Ángel:

—Michelangelo mío, haces el trabajo más limpio que he visto en mi vida, pero para hacerlo te ensucias mas que cualquier otro dibujante.

Estaba siempre en movimiento; reía, hablaba, pero nunca quieto. Su robusta voz resonaba, al cantar, por todo el jardín y era oída con evidente agrado por los
scalpellini
que estaban construyendo una biblioteca en el rincón más lejano del jardín, que albergaría los manuscritos y libros de Lorenzo de Medici.

Cuando los aprendices paseaban por la mañana para estudiar cómo caía el sol temprano sobre los Giotti de Santa Croce, Torrigiani enlazaba su brazo al de Miguel Ángel y conversaba cariñosamente con él, manteniéndolo cautivo y encantado.

—¡Oh, Miguel Ángel, tienes que ser soldado! —decía—. ¡Ésa es vida: librar mortales combates, matar al enemigo con la espada o la lanza, conquistar nuevas tierras y cautivar a todas las mujeres! ¿Artista? ¡Bah! ¡Ese es un trabajo digno solamente de los eunucos del sultán! ¡Tú y yo tenemos que recorrer el mundo juntos,
amico
mío, para buscar conflictos, peligros y tesoros!

Miguel Ángel sentía un profundo afecto, casi amor, hacia Torrigiani. Y se consideraba dichoso porque, a pesar de su insignificancia, había conquistado la admiración de un joven tan apuesto y agradable. Aquello era como un vino fuerte para quien jamás bebía.

IV

Ahora tenía que aprender a olvidar mucho de lo que se le había enseñado en el taller de Ghirlandaio, debido a la diferencia que existía entre el dibujo para la pintura al fresco y la escultura.

—Esto es un dibujo por el dibujo mismo —le advirtió Bertoldo, precisamente con las mismas palabras que había empleado Ghirlandaio para aconsejarle lo contrario—. Dibujo para lograr maestría en la vista y en la mano.

El maestro machacaba sobre las diferencias, tratando de inculcárselas. El escultor persigue las figuras tridimensionales, no sólo la altura y el ancho, sino la profundidad. El pintor dibujaba para ocupar espacio, y el escultor para desplazarlo. El pintor dibujaba la vida dentro de un marco, mientras el escultor la dibuja para sorprender el movimiento, para descubrir las tensiones y torsiones latentes dentro de la figura humana.

—El pintor —decía— dibuja para revelar lo particular, pero el escultor lo hace para desenterrar lo universal. ¿Comprendes? Pero lo más importante es que el pintor dibuja para exteriorizar, para arrancar una forma de sí misma y fijarla en el papel; el escultor dibuja para interiorizar, para arrancar una forma del mundo y solidificaría dentro de sí mismo.

Miguel Ángel había intuido ya algo, pero buena parte de aquello lo reconocía como la dura sabiduría de la experiencia.

—Soy una persona aburrida —se disculpaba Bertoldo—. Todo cuanto han creído durante dos siglos los escultores de Toscana ha sido inculcado en mi cerebro. Tienes que perdonar si se me escapa
obiter dicta
. Escúchame, Miguel Ángel. Tú dibujas bien, pero también es importante saber por qué uno tiene que dibujar bien. El dibujo es una vela que puede ser encendida para que el escultor no tenga que andar a tientas en la oscuridad, un plan para comprender la estructura que uno está contemplando. Tratar de comprender a otro ser humano, luchar en busca de sus profundidades, es la más peligrosa de las empresas humanas. Y todo eso es acometido por el artista sin otra arma que su pluma o su carboncillo de dibujo. Ese romántico de Torrigiani habla de irse a guerrear. ¡Juego de niños! No hay emoción de peligro mortal que supere a la de un hombre solo que intenta crear algo que antes no existía. El dibujo es la forma suprema de borrar tu ignorancia sobre un tema y establecer la sabiduría en su lugar, como hizo Dante cuando escribió los versos del Purgatorio. Si, sí, el dibujo es como la lectura, igual que leer a Homero para enterarse de lo que les pasó a Príamo y Helena de Troya. O leer a Suetonio, para enterarse de las cosas de los césares.

Miguel Ángel bajó la cabeza y dijo:

—Soy un ignorante. No leo latín ni griego. Urbino trató, durante tres años, de enseñarme esas cosas, pero fui terco y no quise aprender. Sólo quería dibujar.

—¡Estúpido! No me has comprendido. No me extraña que Urbino no pudiera enseñarte. Dibujar es aprender. Es una disciplina, una vara de medir para averiguar si hay honestidad en ti. Revelará todo cuanto eres, mientras tú imaginas que estás revelando a otro. Dibujar es la línea escrita del poeta, fijada para ver si hay una historia digna de ser relatada, una verdad digna de ser revelada. Recuerda eso,
figlio
mío: dibujar es ser como Dios cuando le dio aliento a nuestro padre Adán; es la respiración exterior del artista y la interior del modelo la que crea una tercera vida en el papel.

Sí, el dibujo era el aliento de la vida, eso ya lo sabía, aunque para él no era un fin, sino un medio.

Comenzó a quedarse por las noches, sin que nadie lo supiera. Recogía pedazos de piedra que yacían por el suelo y herramientas. Aquellas piedras eran distintas: blanco-amarillentas, de las canteras de Roma;
pietra forte
, de Lombrellino;
breccia
, de Impruneta; mármol verde oscuro, de Prato; mármol con motas de un rojo amarillento, de Siena; mármol rosa, de Gavorrano;
cipollino
, mármol transparente; y
bardiglio
, azul y blanco. Pero su mayor gozo se producía cuando alguien dejaba algún fragmento de mármol blanco puro de Carrara. Años antes, se quedaba absorto junto a las canteras de mármol, ansioso de poner sus manos armadas de herramientas sobre aquella preciosa piedra. Nunca le había sido posible: el mármol blanco era raro y costoso. Sólo se traía de Carrara y Seravezza el suficiente para ejecutar los pedidos.

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