La agonía y el éxtasis (7 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

—Tengo que elegir piedra en la caverna Maiano. ¿Quieres ayudarme a cargar?

—Con mucho gusto.
A rivederci, nonno. A rivederci
, Bruno.
Addio
, Gilberto.
Addio
, Enrico.


Addio
, Michelangelo.

Se sentaron uno junto al otro en el elevado asiento, detrás de los dos bueyes blancos. En el olivar, los peones estaban subidos a escaleras de madera. Tenían unos cestos atados a sus cinturas. Agarraban las ramas con la mano izquierda y arrancaban con la derecha las pequeñas aceitunas negras con movimientos como los que realizaban los ordenadores, los recolectores de aceitunas son conversadores. Trabajan dos en cada árbol y se habla a través del ramaje, porque para el
contadino
no hablar es morir un poco.

El camino ascendía por el monte Ceceri hasta la cantera. Cuando dejaron tras ellos la curva de Maiano, Miguel Ángel vio el barranco en la montaña, con su
pietra serena
azulada o gris y las vetas teñidas de hierro. La piedra se extendía en capas horizontales. De aquella cantera había elegido Brunelleschi las piedras para sus exquisitas iglesias de San Lorenzo y Santo Spirito. Allá arriba, en el acantilado que formaba la cantera, algunos hombres marcaban un bloque que debía ser trabajado. Miguel Ángel vio las capas sucesivas en la formación pétrea.

La zona plana de trabajo donde caía el estrato después de haber sido separado, reverberaba de calor y polvillo de la piedra. Los hombres que la cortaban, partían y daban forma estaban empapados de sudor. Eran pequeños, delgados pero fuertes, y trabajaban la piedra desde el amanecer hasta la puesta del sol sin fatigarse. Eran capaces de trazar surcos tan derechos en la piedra con su martillo y cincel como los que traza el dibujante con su regla y su pluma. Conocía a todos aquellos hombres desde los seis años. Lo saludaron, preguntándole que tal andaban sus cosas. Era gente primitiva que dedicaba su vida a la fuerza más simple y rudimentaria de la tierra: la piedra de las montañas.

Topolino inspeccionó los bloques recién separados de la piedra madre con aquel fluido comentario que Miguel Ángel conocía tan bien:

—Ésa tiene nudos. Demasiado hierro en ésta. Esta estará hueca. —Hasta que por fin, subiendo por las rocas y dirigiéndose hacia el acantilado, exclamó de pronto—: ¡Ah! ¡Aquí tenemos un hermoso pedazo de carne!

Abrió la primera brecha entre el suelo y el bloque de piedra con una palanca de hierro. Entre los dos, llevaron la pesada piedra hasta un lugar apropiado, y allí, con la ayuda de los canteros, el bloque fue alzado hasta el carro. Miguel Ángel se limpió el sudor con la manga de la camisa. Nubes que anunciaban lluvia bajaron hacia el Arno desde las montañas del norte. Y Miguel Ángel se despidió de Topolino.


A domani
.


A domani
—respondió Topolino.

El muchacho emprendió la marcha monte abajo. Se sentía grande como un gigante.

XI

Después de haberse tomado aquel día libre sin permiso, Miguel Ángel llegó temprano al estudio. Ghirlandaio había pasado toda la noche dibujando a la luz de unas velas. Sin afeitar, su barba azulada y las hundidas mejillas le daban el aspecto de un anacoreta.

Miguel Ángel se dirigió a un lado del estrado sobre el que se hallaba la mesa de trabajo del maestro, esperó a que éste levantara los ojos hacia él, y luego preguntó:

—¿Ocurre algo?

Ghirlandaio se puso en pie, alzó las manos lentamente hasta el pecho y luego movió los dedos, como si tratase de ahuyentar sus preocupaciones. El muchacho subió al estrado y contempló las docenas de bosquejos incompletos del Cristo a quien Juan iba a bautizar. Las figuras eran sumamente delicadas.

—Me intimida el tema —gruñó Ghirlandaio como para sí—. He tenido miedo de utilizar a un florentino que pueda ser reconocido…

Tomó una pluma y la movió rápidamente sobre una hoja de papel. Lo que emergió de aquellos trazos fue una figura imprecisa, empequeñecida por el audaz Juan que el pintor había completado ya y que esperaba, con el cuenco en las manos. Ghirlandaio arrojó la pluma sobre la mesa con un gesto de disgusto y murmuró que se iba a dormir. Miguel Ángel salió al fresco y comenzó a dibujar a la clara luz de la estival mañana florentina.

Durante una semana dibujó experimentalmente. Por fin tomó una hoja de papel y trazó una figura de poderosos hombros, pecho musculoso, amplias caderas, estómago ligeramente convexo y robustas piernas asentadas con firmeza sobre grandes y sólidos pies: un hombre capaz de partir un bloque de
pietra serena
con un golpe de martillo.

Ghirlandaio se sobresaltó cuando Miguel Ángel le enseñó su Cristo.

—¿Has utilizado un modelo? —preguntó.

—El cantero de Settignano que colaboró en mi crianza.

—Florencia jamás aceptará un Cristo de la clase trabajadora, Miguel Ángel. Está acostumbrada a verlo siempre representado como a un gentil.

Miguel Ángel reprimió una ligera sonrisa.

—Cuando me aceptaste como aprendiz, me dijiste: «
La verdadera pintura eterna es mosaica
», y me enviaste a San Miniato, para que viera el Cristo que Baldovinetti restauró. Ese Cristo, del siglo X, no es un comerciante de lanas de Prato.

—Es una cuestión de tosquedad, de crudeza, no de potencia —replicó Ghirlandaio—. Los jóvenes lo confunden fácilmente.

Miguel Ángel explicó que prefería el campesino de Donatello al Cristo etéreo de Brunelleschi, tan delicado que parecía haber sido creado únicamente para la Crucifixión. Con la figura de Donatello, la crucifixión había llegado como una aterradora sorpresa, igual que para María y los demás que se veían al pie de la cruz. Y sugirió que quizá la espiritualidad de Cristo no dependía de su delicadeza corporal, sino más bien de la indestructibilidad de su mensaje.

Ghirlandaio reanudó su trabajo, lo cual era indicación de que el aprendiz debía retirarse. Miguel Ángel salió al patio y se sentó al sol, con el mentón hundido en el pecho.

Unos días después el taller era una colmena excitada. Ghirlandaio había acabado su Cristo. Cuando se permitió a Miguel Ángel que contemplase la figura terminada, se quedó inmóvil de asombro: ¡era su Cristo! Las piernas aparecían dobladas en una posición angular; el pecho, los hombros y los brazos eran los de un hombre acostumbrado a cargar objetos pesados, a construir casas; el estómago, ligeramente convexo, había absorbido sólidas cantidades de alimentos. En general, la figura, por su poder y realismo, superaba en mucho a cuantas Ghirlandaio había pintado hasta entonces, todas ellas a modo de naturalezas muertas.

Si Miguel Ángel esperaba que Ghirlandaio reconociese su colaboración, experimentó un desengaño. El maestro había olvidado, aparentemente, la discusión y el dibujo de su aprendiz.

A la semana siguiente el taller entero se trasladó a Santa María Novella para dar comienzo a la Muerte de la Virgen en la luneta que culminaba el lado izquierdo del coro. Granacci estaba satisfecho porque Ghirlandaio le había confiado la ejecución de un número de apóstoles, y se encaramó en el andamio cantando alegremente. Mainardi lo siguió para pintar la figura arrodillada a la izquierda de la reclinada María, mientras David, en el extremo derecho, ejecutaba su tema favorito: un camino toscano que serpenteaba por una ladera montañosa hasta una blanca villa.

Santa María Novella estaba vacía. Solamente algunas ancianas oraban ante las
Madonnas
. El tabique de lona había sido bajado para permitir que el aire fresco penetrase en el coro. Miguel Ángel se hallaba indeciso bajo el andamiaje. Poco después comenzó a caminar por la larga nave central hacia la brillante luz solar. Se volvió para lanzar una última mirada al andamiaje, que se alzaba piso sobre piso frente a las ventanas de vidrios coloreados, a los brillantes colores de varios paneles ya terminados y a los ayudantes de Ghirlandaio, que aparecían como diminutas figuras.

En el centro de la iglesia había unos cuantos bancos de madera. Colocó uno en posición conveniente, tomó papel y carboncillo de dibujo y empezó a bosquejar la escena que tenía ante sí. De pronto se sorprendió al ver que unas sombras bajaban por el andamiaje.

—Es hora de almorzar —anunció Granacci—. Es raro ver cómo la pintura de temas espirituales le abre a uno el apetito carnal.

Miguel Ángel comentó:

—Hoy es viernes y comerás pescado en lugar de
bistecca
. ¡Vete, vete! Yo no tengo apetito.

La iglesia vacía le brindó la oportunidad de dibujar la arquitectura del coro. Mucho antes de lo que había imaginado, sus camaradas volvían a subir por el andamiaje. El sol pasó al oeste y llenó el coro de brillantes colores. Sintió que alguien miraba a su espalda, se volvió y vio a Ghirlandaio. El muchacho no dijo una palabra. Pero el maestro murmuró con voz agitada.

¡No puedo creer que un niño de tan pocos años haya recibido semejante don! Hay cosas sobre las que ya sabes más que yo, que llevo más de treinta anos trabajando en la pintura. Ven al estudio mañana temprano, es posible que de hoy en adelante podamos hacer que tu vida sea más interesante.

Miguel Ángel se fue a su casa con el rostro transfigurado de jubiloso éxtasis.

A la mañana siguiente esperó con enorme impaciencia las primeras luces del amanecer. Se vistió rápida y nerviosamente y corrió a la
bottega
. Ghirlandaio estaba ya sentado ante su mesa de trabajo.

—Dormir es el fastidio más grande que conozco —dijo—. Acerca una silla.

El muchacho se sentó ante el pintor, que corrió la cortina que había detrás de él para que entrase la luz del norte.

—Vuelve la cabeza… un poco más. Voy a dibujarte. Serás el joven Juan que parte de la ciudad para el desierto. No me fue posible encontrar un modelo satisfactorio hasta que te vi trabajando ayer en Santa María Novella…

Miguel Ángel se entristeció… ¡Aquello, después de toda una noche de insomnio, soñando despierto con la creación de temas que habrían de llenar los paneles todavía vacíos de la iglesia!

No había sido intención de Ghirlandaio engañar a su aprendiz. Ahora llamó a Miguel Ángel, le enseñó el plan general de la Muerte de la Virgen y dijo como de pasada:

—Quiero que colabores con Granacci en esta escena de los apóstoles. Después te dejaremos que pruebes tu mano en las figuras de la izquierda, juntamente con el pequeño ángel que va al lado de ellas.

Granacci no sabía qué eran los celos. Entre los dos bosquejaron las figuras de los apóstoles.

—Mañana, después de la misa —dijo Granacci—, te haré comenzar desde abajo.

Y en efecto, a la mañana siguiente lo puso a trabajar en el muro de piedra, en el fondo del patio del taller.

—La pared en la que trabajes —dijo— tiene que ser sólida; si se desmorona, tu fresco se desmoronará con ella. Observa si contiene salitre; basta una pequeña porción para comerse tu pintura. Evita emplear arena que haya sido sacada de lugares demasiado cercanos al mar. La cal tiene que ser vieja, estacionada. Yo te enseñaré cómo debes utilizar la paleta para conseguir una superficie perfectamente lisa. Recuerda que el revoque tiene que ser mezclado con la menor cantidad de agua posible hasta darle la consistencia de la manteca.

Miguel Ángel hizo lo que se le había enseñado. Cuando la mezcla estuvo en su debido punto, Granacci le entregó una tabla cuadrada que debía sostener en una mano y una paleta flexible, de unos doce centímetros, para aplicar la mezcla. El muchacho no tardó en cogerle el aire a la tarea, y cuando la mezcla se hubo secado suficientemente, Granacci colocó una hoja de papel que contenía un dibujo y la aplicó sobre el muro revocado, mientras Miguel Ángel utilizaba el punzón de marfil para pasarlo sobre las líneas de varias figuras. Luego, mientras Granacci sostenía todavía el papel, cogió una pequeña bolsa de carbonilla y cubrió los agujeros. Granacci retiró entonces el papel y Miguel Ángel marcó las líneas que unían agujeros con ocre rojo; una vez seco, sacó la carbonilla con suaves golpecitos aplicados con unas plumas.

Mainardi entró en el estudio, vio lo que estaban haciendo Granacci y Miguel Ángel, y llamó al segundo, a quien le dijo:

—Tienes que recordar que la mezcla fresca cambia su consistencia. Por la mañana tienes que mantener líquidos tus colores para que no taponen los poros. Hacia la puesta del sol tienen que seguir líquidos, porque la mezcla absorberá menos. La mejor hora para pintar es alrededor del mediodía. Pero antes que puedas aplicar los colores tendrás que aprender a molerlos. Como sabrás, sólo hay siete colores naturales. Vamos a empezar por el negro.

Los colores se adquirían en la botica y venían en pedazos como nueces. Se utilizaba como base un trozo de pórfido y una mano de almirez también de pórfido para molerlos. Aunque el mínimo de tiempo que se necesitaba para esa operación era media hora, ninguna pintura de las empleadas para los paneles pintados por Ghirlandaio se molía en menos de un par de horas.

El maestro había entrado en el estudio.

—¡Un momento! —exclamó—. Miguel Ángel, si deseas un verdadero negro mineral, usa esta tiza negra; si quieres un negro poco firme será necesario que mezcles un poco de verde mineral, más o menos esta cantidad, en un cuchillo. —Ya entusiasmado con el tema, se desprendió de su capa—. Para el color de la carne humana tienes que mezclar dos partes del más fino almagre con una parte de cal blanca bien remojada. Déjame que te enseñe las proporciones.

Cuando el fresco de Granacci estuvo listo, Miguel Ángel subió al andamio para actuar como ayudante. Ghirlandaio no le había dado permiso todavía para manejar el pincel, pero trabajó durante una semana aplicando el revoque y mezclando los colores.

Había llegado ya el otoño cuando completó sus propios dibujos para la Muerte de la Virgen y estaba en condiciones de crear su primer fresco. El aire otoñal era cortante. Los
contadini
estaban talando los árboles y se llevaban las ramas para emplearlas como leña para el invierno.

Los dos amigos subieron al andamio cargados de baldes de mezcla con agua, pinceles, cucharas para mezclar los colores, papeles con los dibujos del panel y bosquejos coloreados. Miguel Ángel cubrió una pequeña zona de revoque. Luego colocó sobre ella el dibujo del santo de blanca barba y larga cabellera. Empleó la varita de marfil, la bolsa de carbonilla, el ocre rojo para los agujeros y el tosco plumero. Luego mezcló los colores para
l'erdacelo
, que aplicó con un pincel blando, hasta obtener una base delgada. Tomó el pincel fino y con
terra
verde diseñó las características principales del rostro: la enérgica nariz romana, los ojos profundamente hundidos en sus cuencas, la cabellera blanca hasta los hombros y el largo bigote que bajaba graciosamente hasta la espesa barba. Libremente, con solo una mirada a su bosquejo, trazó el cuello, el hombro y el brazo del anciano.

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