La agonía y el éxtasis (4 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Al volver a casa por una ruta indirecta, Miguel Ángel y Granacci entraron en la Piaza della Signoria, donde se hallaba congregada una gran multitud, y subieron por las escaleras de la Loggia della Signoria. Desde allí podían ver la verja del jardín del palacio, donde un embajador del sultán de Turquía, vestido con suelto manto verde y turbante, hacía entrega de una jirafa a los consejeros de la Signoria. Miguel Ángel hubiera querido dibujar la escena, pero, sabedor de que sólo le sería posible captar una pequeña parte de su complejidad, se quejó a Granacci de que se sentía como un tablero de ajedrez, con cuadrados blancos y negros de información e ignorancia.

Al mediodía siguiente, comió con frugalidad el almuerzo que Lucrezia le sirvió, y regresó al taller, vacío ahora porque los demás estaban entregados al reposo. Había decidido que tenía que estudiar el dibujo de su maestro. Bajo la mesa de Ghirlandaio descubrió un rollo titulado Degollación de los Inocentes, e inmediatamente extendió docenas de bocetos para el fresco del mismo nombre. Le parecía, al estudiar el boceto del fresco ya terminado, que Ghirlandaio no era capaz de reproducir el movimiento, puesto que los soldados, con sus espadas en alto, y las madres y los niños que corrían le produjeron confusión y un caos emocional. Sin embargo, aquellos toscos bocetos tenían simplicidad y autoridad. Comenzó a copiar los dibujos, e hizo una media docena de bosquejos en rápida sucesión, cuando de pronto advirtió que alguien estaba detrás de él. Se volvió y vio el rostro severo de Ghirlandaio, que inquiría:

—¿Por qué has desatado ese rollo de dibujos? ¿Quién te ha dado permiso?

Miguel Ángel bajó la cabeza, asustado.

—No creía que esto fuera un secreto —dijo—. Cuanto antes aprenda, antes podré ayudarlo. Quiero ganarme esos florines que me da.

—Muy bien. Te dedicaré un rato ahora.

—Entonces enséñeme a usar la pluma.

Ghirlandaio llevó al flamante aprendiz a su mesa, la desocupó y puso sobre ella dos hojas de papel. Entregó a Miguel Ángel una pluma de punta gruesa, cogió otra para sí y empezó a trazar líneas. Miguel Ángel lo imitó con rápidos movimientos de la mano, observando cómo Ghirlandaio podía colocar, con algunos rápidos trazos, convincentes pliegues de ropa sobre una figura desnuda, logrando una lírica fluidez en las líneas del cuerpo y, al mismo tiempo, confiriendo individualidad y carácter a la figura.

El rostro del aprendiz se iluminó de éxtasis. Con aquella pluma en la mano se sentía artista, pensaba en voz alta, sondeaba su mente y estudiaba su corazón en busca de lo que sentía, y su mano, por lo que ésta discernía del sujeto que tenía ante sí. Deseaba pasar horas enteras en aquella mesa de trabajo dibujando los modelos desde cien ángulos distintos.

Al ver lo bien que su discípulo lo seguía, Ghirlandaio cogió otros dos dibujos de su mesa: un estudio casi de tamaño natural de la cabeza de un hombre de rellenas mejillas, ancho rostro, grandes ojos y expresión pensativa, de menos de treinta años de edad, dibujado con robustos trazos. El cabello estaba delicadamente diseñado. El otro dibujo era el bautismo de un hombre en el coro de una basílica romana, ejecutado con una hermosa composición.

—¡Magnifico! —dijo Miguel Ángel en voz baja, extendiendo una mano hacia las dos hojas—. ¡Ha aprendido todo cuanto Masaccio tiene que enseñar!

Ghirlandaio palideció. Había sido insultado y calificado de simple copista. Pero la voz del muchacho temblaba de orgullo, y el pintor sonrió. ¡El más nuevo de sus aprendices cumplimentaba al maestro! Tomó los dos dibujos y dijo:

—Estos bosquejos no significan nada. Únicamente cuenta el fresco terminado. Voy a destruirlos.

Cerrado en el cajón más grande de su mesa, Ghirlandaio guardaba un cartapacio del cual estudiaba y bosquejaba mientras concebía un nuevo panel. Granacci informó a Miguel Ángel que el pintor había necesitado años para reunir aquellos dibujos originales de hombres a quienes consideraba maestros: Taddeo Gaddi, Lorenzo Monaco, Fra Angelico, Paolo Uccello Pollaiuolo, Fra Filippo Lippi y muchos otros. Miguel Ángel había pasado horas de inigualado deleite contemplando sus altares y frescos, tan abundantes en la ciudad, pero jamás había visto los bosquejos preliminares.

—¡De ninguna manera! —exclamó Ghirlandaio, cuando el muchacho le preguntó si podía ver aquella carpeta.

—Pero ¿por qué? —exclamó Miguel Ángel con desesperación. Aquella era una oportunidad maravillosa de estudiar el pensamiento y la técnica de los mejores dibujantes de Florencia.

—Cada artista reúne su propio cartapacio —dijo Ghirlandaio— según su propio gusto y juicio. Yo he acumulado mi colección a lo largo de veinticinco años de paciente selección. Tú tendrás que formar la tuya.

Unos días después, Ghirlandaio estudiaba un dibujo de Benozzo Gozzoli. Era un joven desnudo armado con una lanza. En aquel momento, una comitiva de tres hombres lo visitó para pedirle que los acompañase a una localidad vecina. Y se olvidó de guardar el dibujo en el cajón, que siempre cerraba con llave.

Miguel Ángel esperó a que los demás se retiraran para almorzar, se dirigió a la mesa y cogió el dibujo de Gozzoli. Después de una docena de tentativas, terminó lo que le pareció una copia fiel. Y de pronto una idea iluminó su cerebro. ¿Podría engañar a Ghirlandaio con aquella copia? El original tenía alrededor de treinta años y el papel estaba algo amarillento y gastado. Llevó algunos pedazos de papel al patio, pasó los dedos sobre la tierra y experimentó frotándola con el papel. Al cabo de un rato llevó su dibujo al patio y comenzó a decolorar la copia. Regresó al taller y acercó la copia al humo del fuego que estaba encendido en la chimenea. Luego la puso sobre la mesa de Ghirlandaio y guardó el original.

Durante varias semanas, observó todos los movimientos del pintor. Cada vez que éste dejaba de guardar un dibujo en la carpeta, un Castagno, un Signorelli o un Verrocchio, Miguel Ángel se quedaba para dibujar una reproducción. Si era por la tarde, se llevaba el original a su casa y, cuando la familia dormía, encendía la chimenea del piso inferior y teñía el papel de la reproducción hasta darle el colorido apropiado. Al cabo de un mes había conseguido reunir una carpeta de una docena de bellos dibujos. A ese paso, su colección de hermosos originales sería pronto tan copiosa como la de Ghirlandaio.

El pintor, después del almuerzo, volvía a menudo para dar a sus aprendices una hora de instrucción antes de comenzar el trabajo. Miguel Ángel le preguntó un día si no les sería posible dibujar desnudos con modelos reales.

—¿Por qué quieres dibujar desnudos, cuando siempre tenemos que pintar los cuerpos vestidos? —preguntó Ghirlandaio—. En la Biblia no hay bastantes desnudos para que eso resulte provechoso.

—Tenemos a los santos —replicó Miguel Ángel—, que tienen que estar desnudos, o casi desnudos, cuando los acribillan a lanzazos o flechazos, o los queman vivos en una parrilla.

—Cierto, pero ¿quién busca anatomía en los santos? Eso es un obstáculo para el espíritu.

—¿No ayudaría a retratar el espíritu?

—No. Todo el carácter que se necesita mostrar puede aparecer en el rostro… y tal vez en las manos. Nadie ha trabajado el desnudo desde los griegos. Nosotros tenemos que pintar para los cristianos.

—Pero a mí me gustaría pintarlos como Dios hizo a Adán.

VII

Al llegar junio, el calor del verano se precipitó sobre Florencia. Las puertas traseras del taller fueron abiertas y las mesas trasladadas al patio, bajo los verdes y frondosos árboles.

Para la fiesta de San Giovanni, la
bottega
se cerró herméticamente. Miguel Ángel se levantó temprano y, con sus hermanos, caminó hasta el Arno, el río que atravesaba la ciudad, para nadar y jugar en las barrosas aguas, antes de reunirse con sus compañeros de taller detrás del Duomo.

La plaza estaba cubierta por toldos de seda azul bordados con lirios dorados, como representando el cielo. Cada gremio había armado su propia nube, en cuya cima estaba su santo patrón sobre una estructura de madera cubierta por una espesa capa de lana y rodeada de luces, y querubines y estrellas. En planos inferiores había niños vestidos de ángeles.

A la cabeza de la procesión iba la cruz de Santa María del Fiore, y tras ella, grupos de cantantes y esquiladores, zapateros, bandas de niños vestidos de blanco, gigantes sobre zancos y cubiertos con fantásticas caretas. A continuación iban veintidós torres montadas sobre carros con actores que formaban cuadros vivos de la Biblia. La Torre de San Miguel representaba la Batalla de los Ángeles, en la que Lucifer era arrojado del cielo; la Torre de Adán presentaba a Dios en la creación de Adán y Eva, junto a quienes aparecía la serpiente; la Torre de Moisés hacía aparecer con las Tablas de la Ley.

A Miguel Ángel aquel desfile de cuadros vivos le pareció interminable. Nunca le habían gustado aquellas escenas bíblicas, y quería irse. Granacci insistió en que se quedasen hasta el final. Cuando comenzaba la misa mayor en el Duomo, un boloñés fue sorprendido mientras robaba a uno de los fieles. La multitud en la iglesia y la plaza se convirtió en una furiosa turba que aullaba: «
¡A la horca! ¡Ahorquémoslo!
». Y en efecto, el ladrón fue colgado inmediatamente de una ventana de la sede del capitán de la guardia.

Más tarde, un viento huracanado y una tormenta de granizo sacudieron la ciudad y destruyeron las pintorescas tiendas; la pista de carreras para el palio quedó convertida en una ciénaga.

—¡Esta tormenta se ha desatado por culpa de ese maldito boloñés, que se dedicó a robar en el Duomo un día santo! —exclamó Cieco.

—No, no; ¡es todo lo contrario! —protestó Bugiardini—. Dios ha enviado la tormenta como castigo porque hemos ahorcado a un hombre en un día santo.

Se volvieron hacia Miguel Ángel, que estaba absorto en el estudio de las esculturas de oro puro, originales de Ghiberti, de la maravillosa segunda serie de puertas.

—¿Qué opino? —preguntó Miguel Ángel—. ¡Creo que éstas son las puertas del Paraíso!

En el taller de Ghirlandaio el Nacimiento de San Juan estaba ya terminado para ser transferido al muro de Santa María Novella. Aunque llegó temprano a la
bottega
, Miguel Ángel vio que era el último. Se sorprendió ante la excitación que reinaba allí. Todos corrían de un lado a otro, mientras reunían cartones, rollos de bosquejos, pinceles, tarros y frascos de pinturas, baldes, bolsas de arena y cal. Los materiales se cargaron en un pequeño carro que arrastraba un burro. Y todo el taller, con Ghirlandaio a la cabeza como un general al frente de su ejército, partió para su destino. Miguel Ángel, como el más novel de los aprendices, llevaba las riendas del burro. Atravesaron la Vía del Sole hasta la Señal del Sol, lo que significaba que entraban ya en la parroquia de Santa María Novella. Miguel Ángel condujo el carro hacia la derecha y entró en la Piaza di Santa María Novella. Detuvo el vehículo. Frente a él se alzaba la iglesia, que estuvo incompleta desde 1348 hasta que Giovanni Rucellai, a quien Miguel Ángel consideraba tío suyo, tuvo la excelente idea de elegir a León Batista Alberti para diseñar la fachada que ahora tenía, en magnífico mármol blanco y negro. El muchacho sintió una gran emoción al pensar en la familia Rucellai, más aún porque en su casa no se permitía a nadie que mencionase aquel nombre. Aunque jamás había estado dentro del palacio de los Rucellai, en la Vía della Vigna Nuova, cada vez que pasaba ante él se detenía para contemplar los espaciosos jardines, con sus antiguas esculturas griegas y romanas, y estudiar la arquitectura de Alberti autor de la fachada.

Traspasó las puertas de bronce con un rollo de bosquejos bajo el brazo y se detuvo para aspirar el aire fresco, aromatizado de incienso. La iglesia, de estilo egipcio, se erigía ante él con sus más de noventa metros de longitud. Sus tres arcadas ojivales y las hileras de majestuosos pilares iban decreciendo gradualmente en la distancia, conforme se acercaban al altar mayor tras el cual la
bottega
de Ghirlandaio había estado trabajando durante tres años. Sus muros laterales estaban cubiertos de brillantes frescos murales. Justo encima de la cabeza de Miguel Ángel estaba el crucifijo de madera de Giotto.

Avanzó lentamente por la nave central, saboreando cada paso que daba, pues era como un viaje a través del arte de Italia: Giotto, pintor, escultor y arquitecto que, según la leyenda, había sido descubierto por Cimabue cuando era un pequeño pastor que dibujaba en la superficie de las rocas, y lo llevó a su taller. Más tarde se convertiría en el liberador de la pintura, sumida hasta entonces en la oscuridad inanimada de la época bizantina. Después de Giotto siguieron noventa años de imitadores hasta que -y allí, en la parte izquierda de la iglesia, Miguel Ángel vio la vigorosa y esplendorosa magnificencia de su Trinidad- Masaccio, surgido sólo Dios sabía de dónde, comenzó a pintar, y con él resucitó, magnífico, el arte pictórico de Florencia. A través de la nave, a la izquierda, vio un crucifijo de Brunelleschi; la capilla de la familia Strozzi, con frescos y esculturas de los hermanos Orcagna; el frente del altar mayor, con sus bronces de Ghiberti; y luego, como epitome de toda aquella magnificencia, la capilla Rucellai, construida por la familia de su madre a mediados del siglo XIII, cuando había entrado en posesión de su fortuna por mediación de uno de sus miembros, que había descubierto, en Oriente, el secreto para producir un hermoso tinte rojo.

Miguel Ángel jamás se había atrevido a subir los pocos escalones de la capilla Rucellai, a pesar de que contenía los tesoros del arte supremo de Santa María Novella. Una lealtad familiar se lo había impedido. Ahora que se había independizado en cierto modo de la familia e iba a trabajar allí, pensó si no habría ganado ya el derecho a entrar. Dejó el rollo que llevaba y subió los peldaños lentamente. Una vez dentro de la capilla, con su
Madonna
, de Cimabue, y la Virgen con el Niño, de Nino Pisano, cayó de rodillas, pues ésta era la capilla donde la madre de su madre había orado durante toda su juventud y donde su madre había elevado sus oraciones en los días de fiesta.

Sintió que las lágrimas hacían arder sus ojos y luego se desbordaban. Le habían enseñado varias oraciones, pero las repetía sin pensar. Y ahora subieron a sus labios inconscientemente. ¿Rezaba a las hermosas
Madonnas
, o a su madre? ¿Existía en verdad una diferencia? ¿Acaso su madre no estaba sobre él, como una verdadera
Madonna
, allá arriba, en el cielo?

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