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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (11 page)

Ahora comenzó a experimentar subrepticiamente con el punzón, los cinceles dentado y chato, trabajando contexturas superficiales del mármol como lo había hecho con la
pietra serena
en el patio de los Topolino. Aquella era la hora más hermosa de la jornada para él, solo en el jardín, con la única compañía de las estatuas. Cuando llegaba la oscuridad de la noche, siempre recordaba limpiar los trozos de piedra que había cincelado arrojándolos en un montón en un extremo del jardín para que nadie supiese de aquel secreto trabajo suyo.

Era inevitable que fuese sorprendido, y lo fue, pero por la última persona que él hubiera esperado. Contessina de Medici iba ahora al jardín casi todos los días, si no con Lorenzo, con Poliziano, Fiemo o Pico della Mirandola. Hablaba con Granacci, Sansovino y Rustici, a quienes por lo visto conocía de antes. Pero ninguno de ellos le presentó a Miguel Ángel, y por lo tanto ella no le dirigía la palabra.

Se dio cuenta inmediatamente, sin ver la rápida figura o el rostro todo ojos, cuando ella entró en el jardín. Le pareció de pronto que todo movimiento a su alrededor, incluso el del sol y el aire, habían intensificado su ritmo. Fue Contessina quien liberó a Granacci de la esclavitud de la piedra. El muchacho le había confiado sus sentimientos, ella habló con su padre, y un día Lorenzo llegó al jardín y dijo:

—Granacci, me gustaría tener un gran panel de pintura. ¿Se comprometería a pintarlo?

—¡Me encantaría, Magnifico! —exclamó Granacci.

Cuando Lorenzo se volvió de espaldas, Granacci llevó su mano derecha a la boca y envió un beso con los dedos a Contessina para expresarle su agradecimiento.

Ella jamás se detenía a observar el trabajo de Miguel Ángel. Aunque él la contemplaba fascinado, sus ojos nunca se encontraban.

Cuando por fin la joven se fue, Miguel Ángel se sintió emocionalmente extenuado. No podía comprenderlo. Las mujeres le habían tenido siempre sin cuidado. En su familia no había ninguna muchacha, ni tampoco en su pequeño círculo de amistades. Apenas recordaba haber hablado con alguna en toda su vida. ¡Ni siquiera tuvo nunca el deseo de dibujar a una mujer! En consecuencia, ¿por qué le resultaba doloroso verla reír con Torrigiani, en plena camaradería? ¿Por qué se enfurecía contra Torrigiani y contra ella? ¿Qué podía significar para él aquella princesa de la noble sangre de los Medici?

Era una especie de mal misterioso. Deseaba que ella permaneciese alejada del jardín, que le dejase en paz. Rustici decía que antes ella no iba casi nunca por allí. ¿Por qué iba ahora, todos los días, y se quedaba una hora o más? Cuanto más apasionadamente se lanzaba a las hojas de papel en blanco, mas conscientemente la veía de pie, al lado de la mesa de trabajo de Torrigiani, coqueteando con él.

Pasó mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que estaba celoso. Celoso de Torrigiani, de Contessina, de los dos juntos. Y celoso de ambos, separadamente.

¡Y se aterrorizó!

Ese día, Contessina lo descubrió en el jardín, después de que los demás se hubieron retirado. Iba acompañada de su hermano Giovanni, de unos catorce años, y su primo, hijo ilegítimo del bien amado hermano de Lorenzo, Giuliano, asesinado en el Duomo por los conspiradores de Pazzi.

Miguel Ángel sólo tenía tres años entonces, pero los florentinos seguían hablando todavía de los conspiradores que murieron colgados de las ventanas de la Signoria.

Las primeras palabras surgieron sin previo aviso.


Buona sera
. ¿
Come va
?—dijo Contessina.


Buona sera. Non ce male
—respondió Miguel Ángel.

Había estado tallando un trozo de
pietra serena
, y no dejó de trabajar. Frente al pedazo de mármol, comenzó a martillar sobre el cincel, que levantó una lluvia de diminutos trocitos.

—¿Por qué trabaja tan… tan furiosamente? ¿No se cansa? ¡A mí me agotaría!

Miguel Ángel sabía que ella era una muchacha débil. Padecía el mismo mal de anemia que el año anterior se había llevado a su madre y a su hermana. Esa era la razón de que Lorenzo la rodeara de tantos cuidados y amor, porque sabía que su hija no viviría mucho.

—No, no, este trabajo no agota las fuerzas, sino que las fortalece. Pruebe con este pedazo de mármol. Se sorprenderá al ver cuán vivo se torna en sus manos.

—En las suyas sí, Miguel Ángel. ¿Quiere terminar ese diseño en la
pietra serena
para mí?

—¡Pero esto no vale nada! ¡Es una cosa sin sentido, nada más que para entretenerme y practicar!

—A mí me gusta.

—Entonces lo terminaré.

Ella se quedó inmóvil, a su lado, mientras Miguel Ángel se inclinaba sobre la piedra. Cuando llegó a un lugar duro de la misma, lanzó una mirada a su alrededor en busca de un balde de agua, no vio ninguno y escupió exactamente en el lugar que deseaba ablandar. Luego continuó con los golpes de martillo y el pasar y repasar del cincel sobre la piedra.

—¿Y qué hace cuando se le termina la saliva? —preguntó ella sonriente. Miguel Ángel la miró, sonrojado:

—A ningún buen
scalpellino
se le termina nunca la saliva.

V

Con los primeros calores intensos se produjo la primera baja: Soggi. Su entusiasmo declinaba a ojos vistas. No había ganado ningún premio ni conseguido encargos, y aunque Bertoldo le pagaba algunas monedas, sus ingresos solamente superaban a los de Miguel Ángel, que no existían. Por tal motivo, Soggi creyó en la posibilidad de que Miguel Ángel se uniese a él.

En un atardecer tórrido de fines de agosto, esperó a que todos se fueran y después de dejar sus herramientas se acercó al más nuevo de los aprendices.

—Miguel Ángel —dijo—. ¿Qué te parece si tú y yo nos fuéramos de aquí? Todo esto es tan… tan poco práctico. Salvémonos cuando todavía es tiempo.

—¿Salvarnos, Soggi? ¿De qué?

—¡No seas ciego! ¡Jamás podremos conseguir un encargo! ¡Ni dinero! ¿Quién necesita realmente la escultura para seguir viviendo?

—Yo.

Las expresiones de disgusto, renuncia y hasta miedo que se manifestaban en el rostro de Soggi eran más elocuentes que cuanto el infortunado muchacho había podido dar a sus modelos de arcilla o cera.

—¿Y dónde vas a encontrar trabajo? Si muriera Lorenzo… —dijo.

—¡Es un hombre joven todavía! Sólo tiene cuarenta años.

—Si llegara a morir nos quedaríamos sin mecenas y este jardín desaparecería. ¿Es que vamos a tener que vagar por toda Italia como mendigos, sombrero en mano? ¿Necesita un escultor, señor? ¿Le agradaría tener una bella
Madonna
, o una Piedad? Yo puedo esculpiría si me da casa y comida…

Metió todos sus efectos en una bolsa.

—¡
Ma che
! —añadió—. Yo quiero dedicarme a un trabajo en el cual la gente venga a mí, no yo a la gente. Y quiero comer todos los días, pasta o carne de cerdo, vino… Y comprarme
calzoni
cuando los necesite. La gente no puede vivir sin esas cosas. Tiene que comprarlas a diario. Y yo se las venderé todos los días. Viviré de eso. La escultura es el último de los lujos. Figura al pie de la lista. Y yo quiero comerciar con algo que figure en primer lugar. ¿Qué me contestas, Miguel Ángel? No te han pagado ni un escudo. ¡Fíjate que raída tienes la ropa! ¿Es que quieres vivir como un paria toda tu vida? Vente conmigo ahora mismo, y encontraremos trabajo juntos…

Miguel Ángel sonrió, un poco divertido. Luego respondió:

—La escultura figura en el primer lugar de mi lista, Soggi. Es más, no tengo lista. Digo «
escultura
» y esa palabra abarca toda mi vida.

—Mi padre conoce un carnicero del Ponte Vecchio que está buscando un ayudante. El cincel, al fin y al cabo, es muy parecido al cuchillo.

A la mañana siguiente, Bertoldo se enteró de la desaparición de Soggi y se encogió de hombros.

—Son las bajas de la escultura —dijo—. Todos nacemos con algún talento, pero en la mayoría de los casos la llama se apaga rápidamente.

Se pasó una mano, resignada, por la larga y blanca cabellera.

—Siempre ha pasado lo mismo en los estudios. Uno empieza sabiendo de antemano que una cierta parte de la enseñanza se desperdiciará, pero no es posible abstenerse por esa razón, pues entonces todos los aprendices sufrirían las consecuencias. En los casos como el de Soggi, su impulso inicial no es afinidad hacia la escultura, sino la exuberancia de la juventud. En cuanto empieza a esfumarse su primer entusiasmo, se dicen: «
¡Basta de soñar! Hay que buscar un modo de vida más seguro
». Cuando seas dueño de una
bottega
comprobarás que lo que acabo de decir es completamente cierto. La escultura es un trabajo duro, brutal. Uno no debe convertirse en artista porque puede, sino porque tiene que serlo. La escultura es sólo para aquellos que serían desgraciados sin ella.

A la mañana siguiente, Bugiardini, el de La cara de luna llena, llegó como aprendiz al jardín. Miguel Ángel y Granacci lo abrazaron cariñosamente.

Granacci, que había terminado ya el encargo de pintura que le confiara Lorenzo de Medici, había demostrado tal capacidad para la organización, que
Il Magnifico
le pidió que se hiciera cargo de la administración del jardín. Le agradaba dirigir, pasar sus días cuidando de que llegasen la piedra apropiada y el hierro o el bronce necesario. Casi de inmediato, estableció concursos para los aprendices, obteniéndoles modestos encargos de trabajos para los Gremios.

—Granacci, haces mal en aceptar esa tarea —le dijo Miguel Ángel—. Tú tienes tanto talento como cualquier otro del jardín.

—Hay tiempo para todo,
caro
mío —respondió Granacci—. He pintado y volveré a pintar.

Pero cuando Granacci reanudó sus trabajos de pintura, Miguel Ángel estaba de peor humor que antes, pues Lorenzo le había encargado a su amigo que diseñase las decoraciones para una obra teatral, así como los adornos para una fiesta.

—Granacci, idiota, ¿cómo es posible que estés cantando tan contento, mientras pintas decoraciones carnavalescas que serán arrojadas a la basura al día siguiente de la fiesta?

—Es que me gusta hacer eso que todos llaman trivialidades. No todo ha de ser profundo y eterno. Una fiesta es importante porque produce placer a quien asiste a ella, y el placer es una de las cosas trascendentales de la vida, tan importante como los alimentos o la bebida o el arte.

—¡Tú… tú… florentino!

VI

Conforme avanzaban los días del otoño se intensificaban las amistades de Miguel Ángel. En los días de fiestas cívicas o religiosas, cuando el jardín permanecía cerrado a cal y canto, Rustici le invitaba a comer y luego lo llevaba a la campiña en busca de caballos, y pagaba a los campesinos, cocheros y lacayos por el privilegio de dibujarlos con sus caballerías o en sus campos.

Miguel Ángel sólo se sentía triste en su hogar. Ludovico había conseguido averiguar cuánto recibía cada uno de los aprendices del jardín en dinero correspondiente a premios y comisiones. Sabía que Sansovino, Torrigiani y Granacci estaban ganando apreciables sumas.

—Pero tú no —clamaba—. ¡Ni un solo escudo!

—Todavía no.

—¡Es que ya han pasado ocho meses! ¿Por qué es eso? ¿Por qué los otros sí y tu no?

—No sé.

—Sólo puede concebirse una razón: que no puedes competir con los otros. ¡Ajiaco! Te voy a dar un plazo de otros cuatro meses, para completar el año. Entonces, si Lorenzo cree todavía que eres una fruta seca, te dedicarás a trabajar en otro oficio.

Pero la paciencia de Ludovico duró solamente cuatro semanas. Un día, arrinconó a su hijo en el dormitorio y le preguntó:

—¿Elogia Bertoldo tus trabajos?

—No —respondió Miguel Ángel.

—¿Te ha dicho que tienes talento?

—No.

—¿Elogia a los demás?

—Algunas veces.

—¿Crees que tienes siquiera alguna pequeña probabilidad de llegar a triunfar?

—Podría ser. Dibujo mejor que los otros.

—¡Dibujar! ¿Qué significa eso? Si te están enseñando escultura, ¿por qué no esculpes?

—No me deja Bertoldo. Dice que todavía no estoy preparado.

—¿Pero los demás esculpen?

—Sí.

—Eso significa que tú tienes menos capacidad que ellos.

—Eso se verá cuando yo comience a trabajar la piedra.

—¿,Y cuándo será eso?

—No lo sé.

—¿Hasta ahora no hay indicios de que te lo permitan?

—Ninguno.

—¿Y cuánto tiempo puedes seguir allí en esas condiciones?

—Mientras Bertoldo considere que debo hacerlo.

—¿Qué ha sido de tu orgullo de siempre?

—Nada.

—Tienes ya casi quince años. ¿Vas a seguir sin ganar nada toda la vida?

—Ganaré.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—No lo sé.

—Me has respondido «
no
» y «
no sé
» dos docenas de veces. ¿Cuándo vas a saber?

—No sé.

Extenuado, Ludovico exclamó:

—¡Debería molerte a palos! ¿Cuándo tendrás sentido común?

—Hago lo que debo hacer. Eso es sentido común.

El padre se dejó caer en una silla, desalentado.

—Leonardo quiere ser fraile. ¿Cuándo hubo un fraile entre los Buonarroti? Tú quieres ser artista, y ni un sólo miembro de nuestra familia lo ha sido. Giovanni quiere ser matón callejero, para arrojar piedras a los transeúntes. ¿Cuándo has oído que un Buonarroti se haya convertido en un malandrín? Urbino ha enviado de vuelta a Sigismondo, con una carta en la que dice que estoy malgastando el dinero porque el mocoso no aprende ni el abecedario. En nuestra familia no se ha conocido jamás un analfabeto. ¡Yo no sé para qué me ha dado hijos el buen Dios!

Miguel Ángel se acercó a su padre y le puso suavemente una mano en un hombro.

—Confíe en mí, padre. No estoy buscando lana en un borrico.

Las cosas no mejoraron para él en el jardín: es más, parecían empeorar. Bertoldo le hacía trabajar duramente y exclamaba a cada rato: «
¡No, no, tú eres capaz de hacerlo mejor! ¡Insiste! ¡Insiste!
». Le obligaba a dibujar de nuevo todos los modelos, y al cabo de una semana le hizo volver al jardín un día de fiesta para crear un tema que abarcase todas las figuras que había diseñado durante la semana.

Al regresar esa noche, con Granacci, Miguel Ángel exclamó angustiado:

—¿Por qué sólo a mí se me trata de esta manera?

—No es sólo a ti.

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