—Estaba segura, Excelencia. No me separé de ella un solo instante —dijo.
—Eso tengo entendido. ¿Creyó realmente que no serían vistos? Giulio la vio salir por la puerta posterior del jardín.
Miguel Ángel, profundamente apenado, dijo:
—Ha sido una indiscreción. ¡Era tan hermoso allá arriba! Florencia era como una cantera de mármol, con sus iglesias y torres cortadas de una sola capa de piedra.
—No estoy poniendo en tela de juicio su conducta, Miguel Ángel. Pero ser Piero duda de su sensatez. Sabe usted que Florencia es una ciudad de lenguas malignas.
—¡Pero no osarán hablar mal de una criatura como ella!
—Contessina ya no puede ser considerada como una «
criatura
» —dijo Lorenzo—. Está creciendo rápidamente. Hasta ahora no me había dado cuenta… Eso es todo, Miguel Ángel. Puede volver a su trabajo, pues sé que estará impaciente por hacerlo.
—¿No hay algo que yo pueda hacer para corregir ese error?
—Ya lo hice yo. —Lorenzo se levantó y puso ambos brazos sobre los hombros del muchacho, que temblaban—. No quiero que se sienta triste por esto —dijo—. Lo hizo inocentemente. Cámbiese para la cena. Hoy viene alguien que deseo que conozca.
Lo último que deseaba Miguel Ángel en el estado en que se encontraba era cenar con sesenta invitados, pero no era posible desobedecer. Se lavó y vistió sus ropas de gala. Luego se dirigió al comedor, donde uno de los servidores lo guió hasta un lugar que Lorenzo le había reservado, al lado de Gianfrancesco Aldrovandi, perteneciente a una de las más encumbradas familias de Boloña. Lorenzo lo había designado
Podestá
de Florencia para el año 1488.
—Su Excelencia tuvo la amabilidad de mostrarme sus dibujos y el mármol
Madonna
y Niño. Sus trabajos me han servido de admirable estimulo —dijo Aldrovandi.
—Muchas gracias —respondió Miguel Ángel.
—No intento hacerle un elogio vacuo. He dicho eso porque soy un entusiasta de la cultura y me he criado entre las magníficas obras de Jacopo della Quercia.
Miguel Ángel preguntó tímidamente quién era.
—¡Ah! Ese es el motivo por el que he pedido a
Il Magnifico
que me brindase la oportunidad de hablar con usted. Jacopo della Quercia no es conocido en Florencia, a pesar de que es uno de los escultores más grandes que ha producido Italia. Era un dramático del mármol, como Donatello fue el poeta. Tengo la esperanza de que venga a Boloña y me permita mostrarle su obra. Estoy seguro de que habrá de ejercer una gran influencia sobre usted.
Miguel Ángel quería responder que esas profundas influencias eran precisamente lo que él deseaba evitar, pero Aldrovandi habría de resultar un verdadero profeta.
Durante los días que siguieron, Miguel Ángel se enteró de que Piero y Alfonsina habían protestado varias veces porque «
se permitía a un plebeyo tratarse tan íntimamente con una Medici
». Y Ser Piero de Bibbiena había escrito a Lorenzo, que estaba en Bignone, una nota velada pero fuerte en la que decía: «
Si no se adopta alguna decisión respecto a Contessina, es posible que tengamos que lamentarlo
».
Sólo unas noches después, se enteró Miguel Ángel de lo que Lorenzo había querido decir cuando le informó de que ya había tomado las medidas necesarias para corregir el error cometido por los dos jóvenes. Contessina había sido enviada a la villa de los Ridolfi, en la campiña.
Recibió un mensaje de su padre. La familia estaba preocupada por Leonardo, de quien se había dicho que estaba enfermo en el monasterio de San Marco. «
¿Podrías hacer uso de la influencia de los Medici para ir a verlo?
», preguntaba Ludovico.
Miguel Ángel fue a su casa, y allí le repitió la pregunta.
—No se permite a ningún extraño en las dependencias de los monjes —contestó.
—San Marco es iglesia y monasterio de los Medici —le dijo su abuela—. Fue construida por Cosimo, y Lorenzo sufraga los gastos de su mantenimiento.
Después de unos cuantos días, se dio cuenta de que sus peticiones no eran escuchadas. Luego se enteró de que Savonarola predicaría en San Marco el domingo siguiente.
—Todos los monjes tendrán que estar allí —le dijo Bertoldo—. Así podrás ver a tu hermano, y hasta posiblemente hablar unas palabras con él.
Su plan de colocarse al lado de la puerta lateral, cerca del claustro, a fin de que Leonardo tuviera que pasar junto a él, fue desbaratado por la presencia del apretado grupo de monjes cubiertos con sus hábitos negros que oraban y cantaban en el coro desde antes del amanecer. Sus capuchas estaban tan caladas que era imposible ver sus rostros. Por lo tanto, Miguel Ángel no pudo ver si Leonardo estaba en el grupo.
Cuando un apagado murmullo anunció la entrada de Savonarola, Miguel Ángel se deslizó en un banco, cerca del púlpito.
No había mucho que diferenciase a Savonarola de los otros cincuenta monjes cuando ascendió lentamente las escaleras del púlpito. Su cabeza y su rostro estaban hundidos en la capucha dominicana, y su cuerpo parecía pequeño y delgado bajo el hábito. Su voz adquirió un tono imperioso al exponer su tesis sobre la corrupción del clero. Jamás, ni siquiera en los más acalorados ataques de las discusiones en el palacio, había oído Miguel Ángel ni una mínima parte de las acusaciones que Savonarola formulaba ahora contra los sacerdotes: éstos eran políticos, más que hombres de fe, llevados a la Iglesia por sus familias con fines de lucro mundano; eran oportunistas que sólo buscaban la riqueza y el poder; se habían hecho culpables de simonía, nepotismo, sobornos, venta de reliquias y acumulación de beneficios. «
Los adulterios de la Iglesia
», dijo, «
han llenado el mundo
».
Ya en pleno sermón, el monje se echó hacia atrás la capucha, y Miguel Ángel pudo ver por primera vez su rostro. Resultaba tan emocionalmente perturbador como las palabras que brotaban, aceleradas y secas, de su boca contradictoria: el labio superior, delgado y ascético, el inferior, más carnoso y voluptuoso todavía que el de Poliziano. Sus negros ojos brillaban y escrutaban hasta los más lejanos rincones de la iglesia. Aparecían hundidos sobre los altos pómulos y las delgadas mejillas, evidente resultado de severos ayunos. Su nariz se proyectaba hacia afuera y tenía anchas ventanas. Era un rostro dramático. La estructura ósea fascinó a Miguel Ángel como escultor.
Apartó los ojos de aquella cara para poder oír mejor las palabras que ahora brotaban como bronce derretido. La voz llenaba la iglesia y reverberaba en los huecos de las capillas.
Denunció con terrible energía al pueblo de Florencia y dijo que Dante había utilizado la ciudad como modelo para la de Dios. Miguel Ángel concentró toda su voluntad, pues la voz de Savonarola era como un agente paralizante, para mirar a su alrededor. Y pudo ver que toda la gente que llenaba el templo estaba sentada como un solo individuo, inmóvil, como soldada en un único cuerpo.
—¡Toda Italia habrá de sentir la ira de Dios! —clamó el monje—. ¡Sus ciudades caerán en manos de enemigos! ¡La sangre correrá por las calles! ¡La muerte será la orden del día! ¡Todo eso sucederá, a no ser que os arrepintáis! ¡Arrepentíos! … ¡Arrepentíos!
El monje bajó lentamente la escalera del púlpito y salió por la puerta que daba al claustro. Miguel Ángel quedó profundamente emocionado, un poco exaltado y no poco confundido. Una vez que hubo salido de nuevo al sol de la plaza, se quedó un rato encandilado por la intensa luz, sin saber qué decir. Finalmente avisó a su padre de que no le había sido posible ver a su hermano Leonardo.
Había desaparecido su perturbación emocional cuando recibió una nota de Leonardo en la que le pedía que fuera a San Marco a la hora del rosario.
Su hermano le pareció tan cadavérico como Savonarola.
—La familia ha estado preocupada por ti —dijo Miguel Ángel.
La cabeza de Leonardo se hundió aún más en la capucha.
—Mi familia —dijo— es la familia de Dios.
—No seas tan santurrón —exclamó Miguel Ángel.
Cuando Leonardo respondió, su hermano percibió en su voz un dejo de afecto:
—Te he llamado porque sé que no eres malo. El palacio no ha conseguido corromperte todavía. Aun en medio de esa atmósfera de Sodoma y Gomorra, no has sido pervertido, pues has vivido como un anacoreta.
—¿Y cómo sabes tú todas esas cosas? —preguntó Miguel Ángel, risueño.
—Sabemos cuanto ocurre en Florencia —respondió Leonardo. Dio un paso y extendió sus huesudas manos—: Fra Savonarola ha tenido una visión. Los Medici, el palacio, todas las obscenas e impías obras de arte que hay dentro de sus muros serán destruidas. No podrán salvarse, pero tú sí, porque tu alma no se ha perdido todavía. Arrepiéntete y aléjate de todo eso, mientras todavía es tiempo de hacerlo.
—Savonarola —dijo Miguel Ángel— atacó al clero. He oído su sermón. Pero no atacó a Lorenzo de Medici.
—Pronunciará diecinueve sermones, a partir del día de Todos los Santos hasta la Epifanía. Cuando terminen, Florencia y los Medici estarán en llamas.
Miguel Ángel calló, asustado.
—¿No quieres salvarte, hermano mío? —preguntó Leonardo.
—Tenemos ideas distintas. Todos no podemos ser iguales —replicó Miguel Ángel.
—Podemos. El mundo tiene que ser un monasterio como éste, en el que todas las almas estén a salvo.
—Si mi alma ha de salvarse, ello sólo podrá ocurrir por medio de la escultura. Ésa es mi fe y mi disciplina. Has dicho que yo vivo como un anacoreta; es mi trabajo el que me hace vivir así. Entonces, ¿cómo es posible que ese trabajo sea malo?
Leonardo miró a su hermano con ojos que centelleaban. Luego se fue por una puerta que daba a una escalera.
A Miguel Ángel le pareció que debía asistir al sermón de Todos los Santos, como tributo a Lorenzo. La iglesia estaba abarrotada. Savonarola comenzó su perorata con tono tranquilo, expositivo. Explicó los misterios de la misa y la divinidad de la palabra de Dios. Los fieles que no habían asistido al sermón anterior parecían desilusionados. Pero el monje sólo estaba entrando en materia, y poco después su poderosa voz fustigaba a la concurrencia con sus elocuentes palabras, que eran como latigazos.
Atacó al clero: «
Se oye decir: “¡Bendita sea la casa en la que hay un cura gordo!”, pero pronto llegará el día en que se dirá más bien: "¡Maldita sea esa casa!"
».
—Sentiréis el filo de la espada en vuestras carnes. La aflicción os atacará. Esta ciudad ya no será llamada Florencia, sino una cueva de ladrones, de corrupción y de sangre. Había jurado no profetizar, pero una voz en la noche me dijo: "¡Loco! ¿No has comprendido, acaso, que es la voluntad de Dios que continúes?". A eso se debe que no pueda dejar de profetizar. Y os digo que habrán de llegar días infaustos para todos vosotros.
Un sordo rumor recorrió la iglesia. Muchas de las mujeres lloraban.
Miguel Ángel se levantó y se fue por una de las naves laterales. La irritada voz del predicador lo siguió, hasta después de haber traspasado la puerta. Cruzó la Piazza San Marco, entró en el jardín y se fue a su cobertizo. Temblaba y tenía escalofríos. Y resolvió no volver a la iglesia.
Contessina lo encontró en la biblioteca. Dibujaba. Ella había estado ausente varias semanas y su rostro estaba palidísimo. Miguel Ángel se levantó de un salto.
—¡Contessina! —exclamó—. ¿Ha estado enferma? Siéntese aquí.
—Tengo algo que decirle… Se han firmado los contratos.
—¿Qué contratos?
—Los de mi matrimonio…, con Piero Ridolfi. No he querido que se enterara por los chismes de palacio.
—Y ese matrimonio… ¿cuándo se celebrará? —preguntó él, angustiado.
—Dentro de algún tiempo. Todavía soy demasiado joven. Les he pedido que me concedan el plazo de un año.
—¡Ahora todo ha cambiado!
—Para nosotros no. Seguimos siendo amigos.
Después de un silencio, Miguel Ángel preguntó:
—¿No la hará desgraciada Piero Ridolfi? ¿La quiere?
Contessina lo miró, pero sin levantar la cabeza.
—No hablemos de esas cosas. Yo haré lo que tengo que hacer. Pero mis sentimientos son míos, y de nadie más.
Se levantó y dio un paso, acercándose a él. Miguel Ángel bajó la cabeza. Cuando por fin la alzó otra vez para mirarla, vio que Contessina tenía los ojos cuajados de lágrimas. Extendió una mano, y ella puso la suya sobre la de él. Los dedos de ambas manos se entrelazaron fuertemente. Y un segundo después Contessina se retiró, dejando tras de sí un delicado aroma.
En el transcurso de su segundo sermón contra el vicio en Florencia, Savonarola atacó de pronto a los Medici y culpó a Lorenzo de todos los males que padecía la ciudad, para pronosticar la caída de la familia gobernante y, como culminación, la del Papa en el Vaticano.
La Academia Platón se reunió apresuradamente en el
studiolo
. Miguel Ángel informó sobre los dos primeros sermones y luego sobre la advertencia que le había hecho su hermano Leonardo. Aunque Lorenzo había librado monumentales batallas contra el Vaticano, en aquellos momentos deseaba conservar la paz existente con el Papa Inocencio VII, debido a Giovanni, que sólo debía esperar unos meses para ser ungido cardenal y salir hacia Roma para representar a los Medici. El Papa podía muy bien imaginar que, puesto que Lorenzo había llamado a Savonarola a Florencia y el monje estaba predicando en una iglesia de los Medici, atacaba al papado con el conocimiento y la anuencia de
Il Magnifico
.
—Menos mal que me está atacando también a mí —dijo Lorenzo.
—¡Tendremos que hacerle callar! —gruñó Poliziano.
—Lo único que necesitamos es poner fin a sus profecías —replicó Lorenzo—. No forman parte de nuestra religión ni de su cometido. Pico, tendrá que encargarse de eso.
Las primeras defecciones correspondieron al jardín de escultura. Baccio entró en un mutismo que se prolongaba horas enteras. Comenzó a formular observaciones despectivas sobre los Medici; luego exaltó las virtudes de Savonarola y la vida espiritual dcl claustro. Y por fin, un día desertó, ingresando en la orden dominicana.
Los sermones de Savonarola en San Marco atraían ya a tan enormes multitudes que a fines de marzo transfirió sus actividades a la catedral. Diez mil florentinos concurrieron, pero aquella gran masa humana resultó empequeñecida por la enormidad del espacio que la rodeaba. En los pocos meses transcurridos desde que Miguel Ángel lo había oído predicar en San Marco, se observaron varios cambios en el severo monje. Debido a sus rígidos ayunos y a sus penitencias de rodillas en las celdas de San Marco, apenas podía reunir las fuerzas necesarias para subir la escalera del púlpito.