La agonía y el éxtasis (22 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Recordó una línea de las que había leído y volvió a buscarla:

«
Afareos alzó un gran trozo de roca arrancada de la ladera de la montaña…
».

La imagen era vívida para él. Lo invadió de pronto una gran excitación. Aquella podía ser la fuerza unificadora, el tema. ¡Su tema! Puesto que era imposible reproducir todas las armas, utilizaría solamente una: la más primitiva y universal, la piedra.

Se quitó la camisa y las calzas. Se tendió sobre la cama, bajo la colcha roja, con las manos entrelazadas bajo la nuca. Se dio cuenta de que había estado viajando casi todo el día, entre la gente, sin pensar una sola vez en su desfigurada nariz. Igualmente importante fue que en su mente comenzaran a presentarse imágenes no del camposanto o el Baptisterio de Pisano, sino de la Batalla de los Centauros.

—¡Dios sea loado! —exclamó satisfecho—. ¡Estoy curado!

Rustici estaba lleno de júbilo.

—¿No te he dicho muchas veces que dibujaras caballos y más caballos? —exclamó.

Miguel Ángel respondió, riendo:

—Si, pero ahora te agradeceré que me encuentres algunos centauros.

Había desaparecido la tensión en el jardín. Nadie mencionaba el nombre de Torrigiani ni se refería al incidente. Torrigiani no había sido capturado y probablemente no lo sería nunca. Excitado por su nuevo proyecto, Miguel Ángel concentró toda su atención en resolver su tema. Poliziano se entusiasmó y le brindó un resumen del papel del centauro en la mitología, mientras Miguel Ángel dibujaba rápidamente la figura que, a su juicio, debía representar al personaje: todo caballo, menos los hombros, cuello y cabeza, que emergían del pecho del animal: el torso y la cabeza de un hombre.

Comenzó a buscar en sí mismo un diseño general en el que pudiese incluir unas veinte figuras. ¿Cuántas escenas de acción separadas podía reproducir? ¿Cuál sería el foco central, desde el cual la mirada se movería de una manera ordenada, perceptiva, tal como lo deseaba él, el escultor?

En el sarcófago de Pisa y en la obra de Bertoldo sobre la batalla, los guerreros y las mujeres estaban vestidos. Puesto que iba a retroceder a la leyenda griega, consideró que tenía derecho a esculpir desnudos, sin las trabas de los yelmos, mantos y demás objetos que, a su juicio, desordenaban y embarullaban el bronce de Bertoldo. Con la esperanza de lograr simplicidad y control, eliminó los ropajes, como lo había hecho con los caballos y la multiplicidad de centauros y armas.

Pero aquella decisión no le llevó a ningún resultado satisfactorio. Ni siquiera Granacci pudo ayudarle.

—Nunca ha sido posible conseguir modelos dispuestos a posar desnudos —dijo.

—¿No podría alquilar algún pequeño taller en alguna parte para trabajar solo? —preguntó.

Granacci negó, irritado:

—Eres el protegido de Lorenzo, y todo cuanto hagas en ese sentido sería un menosprecio para él.

—Entonces, sólo hay una solución: trabajaré en la caverna Maiano.

Se dirigió a Settignano con el fresco del anochecer. Los Topolino lo saludaron cordiales. Les agradaba que pasara allí la noche. Y si observaron los daños causados a su rostro por Torrigiani, él no se dio cuenta.

Se lavó en el arroyo al amanecer y luego se fue por los caminos de carretas a las canteras, donde los picapedreros y canteros comenzaban a trabajar una hora después de la salida del sol. En la cantera, la
pietra serena
cortada la tarde anterior tenía un color azul turquesa, mientras los bloques más viejos estaban adquiriendo un tinte marrón. Habían sido completadas diez columnas y arrancada de la cantera una enorme piedra, la que estaba rodeada de montones de trozos pequeños y polvillo. Los canteros y picapedreros estaban forjando y templando sus herramientas: cada uno de ellos usaba veinticinco punzones diarios, tan rápidamente se los «
comía
» la piedra.

Todos aquellos hombres saludaron jovialmente a Miguel Ángel.

—Has venido a realizar una jornada de trabajo honrado, ¿eh?

—¿Con este tiempo? —respondió Miguel Ángel—. No, voy a sentarme bajo un árbol que me dé sombra y no empuñaré nada que pese más que un carboncillo de dibujo.

Los obreros no necesitaron más explicación.

La
pietra serena
irradiaba un tremendo calor. Los canteros se quitaron las ropas, quedando cubiertos solamente con unos taparrabos, sombreros de paja de anchas alas y sandalias. Miguel Ángel los observó. No podían posar, pues tenían que cortar una determinada cantidad de piedra al día. Sus pequeños cuerpos, delgados y nervudos, distaban mucho de ser el ideal de la belleza griega que él había visto en las estatuas antiguas. Pero bajo el calor del sol, la transpiración los hacía brillar como si fueran de mármol pulido. Trabajaban inconscientes de que Miguel Ángel los estaba dibujando en busca de la fuerza oculta en cada músculo de los indestructibles cuerpos de aquellos hábiles artesanos.

Hacia la mitad de la mañana, los canteros se reunieron en una pequeña caverna abierta en la
pietra serena
, en la base de la montaña. Allí la temperatura era igual todo el año. Consumieron su desayuno de arenques y cebolla, pan y vino
Chianti
. Miguel Ángel les informó sobre su proyecto de esculpir la Batalla de los Centauros.

—Ya es hora de que esta zona del monte Ceceni produzca otro escultor —dijo un joven cantero, fuerte como un roble—. Siempre hemos tenido uno: Mino da Fiesole, Desiderio da Settignano, Benedetto da Maiano…

Unos minutos después volvieron al trabajo, y Miguel Ángel a sus dibujos, que ahora diseñaba de cerca. ¡Cuánto había que aprender en el cuerpo humano! ¡Cuántas partes complicadas, cada una diferente de las demás, cada una con sus fascinantes detalles! Un artista podría dibujar la figura humana toda su vida y captar sin embargo solamente una fracción de sus cambiantes formas.

Cuando el sol estaba ya alto, aparecieron varios muchachos llevando largas pértigas colgadas de los hombros. En cada una se veía una larga fila de clavos y, pendiente de cada uno de ellos, una cesta con la comida de los canteros. Una vez más se reunieron en la cueva. Miguel Ángel compartió con algunos la sopa de verduras, carne cocida, pan, queso y vino. Luego, todos se tendieron para una hora de siesta.

Mientras dormían, Miguel Ángel los dibujó: acostados en el suelo, cubiertos los rostros por los sombreros, los cuerpos en descanso para recuperar fuerzas, tranquilas las formas.

A la mañana siguiente, cuando salía del palacio, se sorprendió al ver que un monje lo detenía, le preguntaba su nombre y, después de entregarle una carta que había sacado de su amplio hábito, desaparecía tan repentinamente como se le había presentado. Miguel Ángel desdobló el papel, vio la firma de su hermano y empezó a leer. Era un ruego para que él abandonase lo pagano, el tema ateo que únicamente condenaría su alma; pero si tenía que persistir en esculpir imágenes, que reprodujese únicamente las santificadas por la Iglesia.

Volvió a leer la carta, mientras movía la cabeza, incrédulo. ¿Cómo era posible que Leonardo, sepultado entre los muros del monasterio, estuviese enterado del tema que él estaba esculpiendo… y que le había sido inspirado por Poliziano? Sintió un leve temor al comprobar que los monjes encerrados en San Marco conocían detalles de la vida de todos los demás.

Llevó la carta al
studiolo
y se la enseñó a Lorenzo.

—Si le causo algún daño al esculpir este tema —dijo gravemente—, será mejor que lo cambie.

Lorenzo parecía disgustado. El hecho de llevar a Savonarola a Florencia había sido un error y una desilusión.

—Eso es precisamente lo que Fra Savonarola intenta —dijo—, acobardarnos e imponer su rígida censura. Si cedemos en el menor detalle, le será mucho más fácil ganar el siguiente. Continúe su trabajo, Miguel Ángel.

Y Miguel Ángel arrojó la carta de su hermano a una vasija etrusca que había bajo el escritorio de Lorenzo.

XI

Utilizó cera de abejas, que venía en grandes panes. Desmenuzó uno de ellos y lo echó en un recipiente colocado en la chimenea. Una vez que se hubo enfriado, comenzó a amasarla con los dedos, cortándola luego en tiras. Por la mañana, derramó un poco de trementina sobre sus dedos y amasó la cera de nuevo para darle mayor blandura. Puesto que su escultura iba a ser un altorrelieve, la mitad exterior de las figuras emergía directamente del fondo del mármol.

Bugiardini, que ya odiaba el tallado de la piedra con una ferocidad tan intensa como la de Granacci, empezó a pasar sus días en el cobertizo, donde gradualmente fue haciéndose cargo de ciertas tareas manuales que lo convertían en ayudante de Miguel Ángel. Éste hizo que su amigo cortase un tronco de árbol del tamaño del bloque de mármol que tenía la intención de usar y lo atravesase con alambres para darle mayor armadura. Luego, comenzó a modelar figuras de cera basándose en sus dibujos experimentales, adosándolas al armazón, mientras equilibraba los brazos entrelazados, los torsos, piernas, cabezas y piedras tal como tendrían que aparecer en la escultura de mármol.

Encontró el bloque que deseaba en el patio del palacio. Bugiardini le ayudó a trasladarlo al cobertizo y lo colocaron sobre rollos de madera para proteger sus esquinas. Cuando comenzó a aplicar el martillo y el cincel, trabajó con todo su cuerpo, apoyándose firmemente en sus pies, bien separados uno del otro, y lanzando todo su peso sobre el brazo que empuñaba el martillo. La fuerza empleada para eliminar tenía que ser igual al mármol eliminado.

En su formación, el bloque, de un metro veinte, tenía vetas parecidas a las de la madera. Buscó la dirección este y colocó el bloque en la misma posición que había tenido en la ladera de la montaña. Tendría que cortar de norte a sur, pues de lo contrario aquel mármol se pelaría en capas fragmentadas.

Aspiró profundamente, y alzó martillo y cincel para el asalto inicial. El polvillo del mármol comenzó a cubrirle las manos y la cara y a penetrar en sus ropas. Era agradable tocarse el rostro y sentirlo lleno de aquel polvillo. Le resultaba igual que tocar el mármol que estaba trabajando.

Los sábados por la noche, el palacio se vaciaba. Piero y Alfonsina iban de visita a los palacios de las familias más nobles de Florencia; Giovanni y Giulio hacían también vida social; Lorenzo buscaba el placer en su grupo de aristocráticos jóvenes y, según los rumores que circulaban, intervenía en orgías carnales. Miguel Ángel no supo jamás si aquellos rumores tenían verdadero fundamento, pero al día siguiente Lorenzo aparecía siempre desanimado y débil. Su gota, heredada de su padre, lo retenía en la cama, o deambulaba por el palacio apoyándose pesadamente en un bastón.

En tales noches, Miguel Ángel quedaba en libertad para cenar con Contessina y Giuliano en la galería abierta del piso superior, al fresco de la suave brisa nocturna. Una noche, mientras cenaba, Contessina le dijo que había leído los comentarios de Boccaccio sobre los centauros.

—¡Ah! —exclamó él—. ¡Hace tiempo que he abandonado la idea de esculpir la batalla original!

Cogió un trozo de papel y un carboncillo de dibujo que llevaba siempre en su bolsita de raso y explicó a Contessina lo que perseguía, mientras su mano derecha volaba sobre el papel. El hombre vivía y moría por la piedra. Para sugerir la unidad del hombre y el mármol, los veinte hombres, mujeres y centauros no serían sino un todo, cada figura, una faceta del carácter múltiple del hombre, animal y humano, hembra y macho, cada una de cuyas partes trata de destruir a las demás. Con rápidos trazos indicó algunos de los objetivos esculturales que trataba de alcanzar.

—Una vez oí decir que tras cada talla debe haber adoración. ¿Qué contendrá su versión de la batalla del hombre que merezca adoración? —preguntó ella.

—La suprema obra de arte: el cuerpo masculino, infinito en su expresión y belleza.

Contessina miró inconscientemente sus delgadas piernas, el pecho, que apenas apuntaba, y luego alzó los ojos para mirarlo, risueña.

—Puedo delatarle por su pagana adoración hacia el cuerpo masculino —dijo—. Es posible que Platón estuviera de acuerdo con usted, pero Savonarola le haría arder en una pira, por hereje.

—No, Contessina —respondió él—. Admiro al hombre, pero adoro a Dios, porque ha podido crearlo.

Rieron ambos, muy próximas una a otra sus cabezas. Como viera que los ojos de Contessina miraban hacia la puerta y su cabeza se enderezaba bruscamente, mientras sus mejillas se teñían de rojo, Miguel Ángel volvió la cabeza y adivinó, por la postura de Lorenzo, que éste había estado allí bastante tiempo, mirándolos. Su rostro era imperturbable, pero tenía apretados los labios.

—Estábamos…, discutiendo… He hecho algunos dibujos…

La aspereza desapareció del ceño de Lorenzo, que avanzó para mirar los dibujos.

—Giulio me ha informado de las charlas de ustedes —dijo—. Esa amistad me parece excelente y no podrá perjudicar a ninguno de los dos. Es muy importante que los artistas tengan amigos. Y los Medici también.

Unas noches después, con luna llena y el aire cargado de aromas silvestres, se sentaron juntos ante una ventana de la biblioteca que daba a la Vía Larga y las colinas circundantes.

—Florencia está envuelta en la magia de la luz lunar —suspiró Contessina—. Desearía subir a una gran altura y desde allí contemplar la ciudad.

—Yo conozco un lugar —exclamó él— al otro lado del río. Es como si uno pudiera extender los brazos y abrazar a la ciudad.

—¿Podríamos ir? Quiero decir… ahora. Nos deslizaremos por la puerta trasera del jardín, separadamente. Voy a ponerme un manto con capucha.

Recorrieron el camino que Miguel Ángel seguía siempre. En ángulo agudo hacia el Ponte alle Grazie, cruzaron el Arno y ascendieron hasta el antiguo fuerte. Sentados en el parapeto de piedra, era como si tuviesen sus pies colgados sobre la ciudad. Miguel Ángel le mostró la villa de Lorenzo en Fiesole, el muro de ocho torres que rodeaba la ciudad al pie de las colinas de Fiesole, la brillante masa blanca del Baptisterio, el Duomo y el inclinado Campanile; la alta torre de la Signoria; la apretada ciudad oval, encerrada entre sus muros y el río; y al lado del Arno en que ellos se hallaban, el palacio Pitti, iluminado por la luna, construido con piedra de su propia cantera.

Sus dedos fueron acercándose lentamente sobre la tosca superficie de la piedra, se tocaron y por fin se entrelazaron.

La repercusión fue inmediata. Lorenzo, que había estado en Vignone varios días tomando baños, lo hizo llamar. Cuando Miguel Ángel entró,
Il Magnifico
estaba sentado ante su escritorio. De pie, a su lado, se hallaba su secretario, Piero da Bibbiena. Miguel Ángel no necesitó que se le dijese el motivo de aquel llamamiento.

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