La agonía y el éxtasis (65 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Salió del Belvedere y llegó hasta el banco que había sido de Galli. ¡Qué diferente le parecía toda Roma sin Galli y cuán desesperadamente necesitaba ahora su amistoso consejo! Baldassare Balducci era el nuevo gerente propietario del Banco. Su familia de Florencia había invertido dinero en Roma y Balducci aprovechó la oportunidad de casarse con la muy poco agraciada hija de una rica familia romana, que le aportó una considerable dote.

—¿Qué haces ahora los domingos, Balducci? —preguntó Miguel Ángel.

—Los paso con la familia de mi esposa —respondió el flamante banquero, sonrojándose.

—¿Y no echas de menos el… ejercicio, como tú lo llamabas?

—¡El dueño de un banco tiene que ser respetable!

—¡Che rigorista! No esperaba encontrarte tan convencional.

—No es posible ser rico y seguir divirtiéndose al mismo tiempo —dijo Balducci con un suspiro—. Uno debe dedicar su juventud a las mujeres, su edad mediana al dinero y su vejez al juego de bolos.

—Veo que te has convertido en todo un filósofo. ¿Podrías prestarme cien ducados?

Estaba parado, bajo la lluvia, mientras observaba la embarcación que llegaba con sus mármoles y luchaba para atracar en uno de los muelles. Parecía que la embarcación y su preciosa carga estaban en peligro de naufragar en las aguas del crecido Tíber, llevándose consigo treinta y cuatro carros de sus mejores mármoles. Mientras miraba, calado hasta los huesos, los marineros realizaron un último y desesperado esfuerzo; arrojaron sogas desde el muelle y la embarcación quedó amarrada. La tarea de descargar bajo la lluvia torrencial parecía casi imposible.

Anocheció antes que fuese completada. Miguel Ángel se acostó, mientras la tormenta arreciaba. Cuando llegó al muelle a la mañana siguiente, se encontró con que el Tíber se había desbordado. La Ripa Grande era una ciénaga. Sus hermosos mármoles estaban cubiertos de barro. Se metió en el agua hasta las rodillas para limpiarlos lo que pudo, recordando los meses que había pasado en las canteras buscando el mármol más puro. ¡Y ahora, después de sólo unas horas en Roma, estaban todos manchados!

Debió esperar tres días, hasta que cesó la lluvia y el Tíber volvió a su cauce normal. Los Guffatti llegaron con el carro para llevar los mármoles al pórtico posterior de la casa. Miguel Ángel les pagó con dinero prestado por Balducci, y luego compró una gran lona para tapar los bloques, y algunos muebles de segunda mano. El último día de enero escribió una carta a su padre, adjuntándole una nota para que la enviase a la granja del hermano de Argiento, en Ferrara.

A la espera de la llegada de Argiento, Sangallo le recomendó un carpintero de cierta edad, llamado Cosimo, que necesitaba albergue. Las comidas que cocinaba tenían gusto a resma y virutas, pero el buen hombre ayudó metódicamente a Miguel Ángel a construir un modelo en madera de los primeros dos planos de la tumba. Dos veces a la semana, el joven Rosselli iba a los mercados de pescado del Pórtico de Octavia para comprar almejas, camarones, calamares y pescado y preparar el tradicional
cacciucco
de Livorio.

Para adquirir una fragua, hierro sueco y madera de castaño, le fue necesario visitar el banco de Balducci y pedirle otros cien ducados.

—No tengo inconveniente en hacerte este segundo préstamo —dijo Balducci—, pero sí me preocupa mucho ver que te estás hundiendo cada vez más en un hoyo. ¿Cuándo crees que conseguirás que este encargo de la tumba te rinda algún beneficio?

—En cuanto tenga alguna escultura para enseñarle al Papa. Primero, tengo que decorar algunos de los bloques de la base y hacer modelos para Argiento; también necesito un tallista de piedra, que pienso traer del taller del Duomo. Entonces podré empezar a esculpir el Moisés.

—¡Pero eso te llevará meses! ¿De qué piensas vivir hasta entonces? Tienes que ser sensato, Miguel Ángel. Ve a ver al Papa: cuando tratas con un hombre que paga mal, debes sacarle cuanto puedas.

Volvió a su casa. Argiento no respondió a su carta. El tallista del Duomo no podía ir. Y Sangallo opinó que no era un momento propicio para pedirle dinero al Pontífice.

—El Santo Padre —dijo— está ocupado ahora juzgando los planos para San Pedro. El ganador del concurso será anunciado el uno de marzo. Ese mismo día, le llevaré a ver al Papa.

Pero el uno de marzo, cuando Miguel Ángel llegó a casa de Sangallo la encontró desierta. Ni siquiera los dibujantes habían ido a trabajar. Sangallo, su esposa e hijo se hallaban sentados juntos en un dormitorio del piso superior. Daba la impresión de que hubiese muerto alguien de la familia.

—Pero ¿cómo puede haber ocurrido eso? —preguntó Miguel Ángel—. Es el arquitecto oficial del Papa, y uno de sus más viejos y fieles amigos.

—Hasta ahora no he oído más que rumores —dijo Sangallo—. Los romanos allegados al Papa odian a los florentinos, pero son amigos de Urbino y, por lo tanto, de Bramante. Otros dicen que Bramante hace reír al Papa, sale de caza con él, lo entretiene…

—Iré a ver a Leo Baglioni, que me dirá la verdad.

Baglioni lo miró con sincero asombro.

—¿La verdad? —exclamó—. ¿No la conoce? Venga conmigo.

Bramante había comprado un antiguo palacio en el Borgo, lo derribó y reconstruyó otro de sencilla elegancia. La casa estaba abarrotada de importantes personajes de Roma. Y Bramante presidía la reunión, centro de todos los ojos y la general admiración. Su rostro resplandecía.

Leo Baglioni llevó a Miguel Ángel al piso superior, a un espacioso taller. Prendidos en las paredes y desparramados por las mesas de trabajo, se hallaban los dibujos de Bramante para la nueva iglesia de San Pedro. Miguel Ángel se quedó mudo de asombro: era un edificio que empequeñecería a la catedral de Florencia, pero de diseño elegante, lírico y noble en su concepción. Comparada con ésta, la concepción de Sangallo, de estilo bizantino, una cúpula sobre un cuadrado, parecía pesada y excesivamente maciza.

Ahora Miguel Ángel sabía la verdad, que no tenía nada que ver con el odio de los romanos a los florentinos ni con que Bramante fuese quien entretenía al Papa. La iglesia de San Pedro planeada por Bramante era mucho más hermosa y moderna en todos los sentidos.

Miguel Ángel bajó a saltos la escalera y salió al Borgo. Si él hubiese sido Julio II, también se habría visto obligado a elegir el plano de Bramante.

Aquella noche, acostado pero insomne, se dio cuenta claramente de que el ganador del concurso, desde el momento en que el Papa lo había enviado con él para buscar un lugar apropiado para la tumba, había trazado sus planes para que la nueva capilla no fuese construida jamás. Había utilizado la idea original de Sangallo de un edificio separado, y el grandioso plan de Miguel Ángel para sus propios fines: conseguir el encargo de construir una nueva catedral. No podía dudarse que ésta seria soberbia y constituiría un lugar maravilloso para la tumba, pero ¿permitiría Bramante que la tumba fuese colocada en su nueva iglesia? ¿Estaría dispuesto a compartir los honores con Miguel Ángel?

II

A mediados de marzo, Miguel Ángel hizo que la familia Guffatti fuese a colocar en posición vertical tres enormes bloques. Pronto estaría listo para eliminar el mármol negativo y empezar a buscar en los bloques su «
Moisés
» y sus «
Cautivos
». El uno de abril se anunció que el Papa y Bramante colocarían la primera piedra de la nueva catedral el día dieciocho del mismo mes. Cuando los obreros comenzaron a excavar el amplio hoyo al que debía descender el Pontífice para bendecir la primera piedra, Miguel Ángel vio que la antigua y sagrada basílica no iba a ser incluida en la nueva estructura, sino demolida para hacer lugar a la nueva iglesia.

Amaba aquellas antiguas columnas y tallas. Pensaba que era un sacrilegio destruir el templo más antiguo del cristianismo en Roma. Habló de ello a cuantos quisieron oírle, hasta que Leo Baglioni le advirtió que algunos adláteres del Papa decían que, a no ser que él dejase de atacar a su amigo, su tumba podría ser construida antes que la del Papa.

Recibió una carta del dueño de las embarcaciones anunciándole que a principios de mayo llegaría a Ripa Grande un nuevo cargamento de mármoles. Tendría que pagar el flete en el muelle, antes de que se le entregasen los bloques. No le alcanzaba el dinero y fue inmediatamente al palacio papal. El Pontífice estaba en su pequeño salón del trono, rodeado de cortesanos. Junto a él se hallaba su joyero favorito, a quien decía en ese momento:

—¡No pienso gastar ni un ducado más en piedras grandes o pequeñas!

Miguel Ángel esperó hasta que le pareció que el Papa estaba más tranquilo. Se acercó a él:

—Santo Padre, está ya en viaje el segundo cargamento de mármol para vuestro mausoleo. Hay que pagar los fletes antes de que entreguen los bloques. Yo no tengo fondos para efectuar el pago. ¿Podría darme alguna suma?

—Volved el lunes —respondió secamente Julio II. Y le dio la espalda.

Caminó ciegamente por las calles, mientras en su cabeza rugía una atormentada tempestad. ¡Había sido despedido como un vulgar obrero!

¿Por qué? Sí, porque eso era un artista, un obrero idóneo. Sin embargo, el Papa lo había llamado el mejor escultor de Italia.

Fue con su queja a Baglioni, preguntándole si sabia la causa de aquel cambio en el Papa.

—Sí, Miguel Ángel. Bramante ha convencido a Su Santidad de que trae mala suerte hacer construir la propia tumba.

—¿Qué haré, entonces?

—Vuelva el lunes, como si nada hubiera ocurrido.

Volvió el lunes y luego el martes, el miércoles y el jueves. Cada vez fue admitido, recibido fríamente y citado para otro día. El viernes, uno de los guardias del palacio le negó la entrada. Por si se trataba de un error, intentó nuevamente, pero también se le cerró el paso. En ese momento, el obispo de Lucca, primo del Pontífice, se acercó.

—¿Qué está haciendo? —increpó al guardia—. ¿No conoce acaso al maestro Buonarroti?

—Lo conozco, Vuestra Gracia.

—Entonces, ¿por qué le niega la entrada?

—Perdóneme, pero cumplo órdenes.

Miguel Ángel se fue a su casa. Le ardían las sienes. Apresuró el paso, entró en su dormitorio y escribió una nota al Pontífice: Vuestra Santidad. Se me ha prohibido la entrada en vuestro palacio hoy, por orden vuestra. Por lo tanto, si deseáis yerme, deberéis buscarme en cualquier otro lugar que no sea Roma.

Alquiló un caballo en la Porta del Popolo y partió con la posta para Florencia. Al llegar a la elevación del norte, desde donde había visto por primera vez Roma, se volvió en la montura para contemplar la ciudad dormida.

A primera hora del segundo día de viaje, desmontó en Poggibonsi. Se estaba lavando en una palangana cuando oyó el furioso galope de varios caballos que se acercaban. Era Baglioni, a la cabeza de cinco hombres cuyos caballos estaban cubiertos de espuma. Miguel Ángel miró sorprendido a los cinco guardias del Papa.

—¡Leo! —exclamó—. ¿Qué lo trae a Poggibonsi?

—¡Usted! El Santo Padre me ha ordenado que venga a buscarlo.

—Voy a Florencia…

—No —replicó Baglioni—. Aquí tiene una carta del Papa. Le ordena que regrese inmediatamente a Roma, so pena de caer en desgracia ante él.

—No merecía que se me negara el acceso al palacio.

—Todo se arreglará. Tengo la palabra del Papa.

—El Papa tiene algunas lagunas en la memoria.

—Miguel Ángel, no es usted el primero a quien el Papa hace esperar. Si Julio II dice: «
Esperad
», se debe esperar, ya sea una semana, un mes o un año.

—Vuelvo a Florencia para siempre.

—Le juro que el Santo Padre siente mucho lo ocurrido. Desea que regrese a reanudar su trabajo.

—¡No permito que ningún hombre me trate como si fuese una basura!

—El Papa no es «
ningún hombre
». —Leo se acercó a él, para que los guardias no pudieran oírlo, y añadió—: ¡Bravo! ¡Parece el Marzocco florentino! Pero ahora que ya ha dejado constancia de su independencia, vuelva conmigo. ¡No me coloque en una posición difícil! ¡No es posible desafiar al Pontífice! Lo comprobará tarde o temprano. ¡Y tarde sería peor! Como amigo suyo, le aconsejo que no oponga su voluntad a la de él. ¿Cómo podría vencer?

Miguel Ángel bajó la cabeza.

—No sé, Leo… Pero si vuelvo ahora, lo pierdo todo. Voy a Florencia para conseguir mi casa y recuperar mi contrato. Si el Papa lo desea, esculpiré su tumba… a la sombra de la torre de la Signoria.

III

Su padre no se alegró al verlo. Había imaginado a Miguel Ángel triunfador en Roma, ganando grandes sumas por sus obras.

La noticia del incidente de Poggibonsi sólo tardó unas horas en llegar a Florencia por el paso de las montañas. Cuando Miguel Ángel y Granacci llegaron al taller de Rustici para cenar con los miembros de la Compañía del Crisol, el primero se encontró convertido en un héroe.

—¡Qué tremendo cumplido le ha hecho el Papa! —exclamó Botticelli, que había pintado frescos en la Capilla Sixtina para el Papa Sixto IV, tío de Julio II—. ¡Eso de enviar un piquete de su guardia tras de usted! ¿Cuándo le ha ocurrido semejante cosa a un artista?

—¡Jamás! —gruñó Il Cronaca—. Un artista es igual a otro; si desaparece, hay una docena para ocupar su lugar.

—Sin embargo, he aquí que el Papa reconoce que un artista es un individuo —dijo Rustici, excitadísimo—, y como tal, dotado de talentos y dones especiales que no se encuentran en la misma combinación exacta en cualquier otro hombre del mundo.

—¿Qué otra cosa podía hacer yo —exclamó Miguel Ángel, mientras Granacci ponía en sus manos un vaso de vino—, puesto que se me había prohibido la entrada en el Vaticano?

A la mañana siguiente Miguel Ángel comprendió que el gobierno florentino no estaba de acuerdo con la Compañía del Crisol respecto de los benéficos efectos de su rebelión. El rostro del
gonfaloniere
Soderini tenía una expresión grave cuando lo recibió en su oficina.

—Estoy preocupado por lo que ha hecho —dijo—. En Roma, como escultor del Papa, podría ser considerablemente útil a Florencia. Al desafiarle, se convierte en una fuente de peligro en potencia para nosotros. Es el primer florentino que desafía al Papa desde los días de Savonarola. Temo que su suerte sea parecida a la de él.

—Pero,
gonfaloniere
, yo lo único que quiero es establecerme en Florencia. Comenzaré a esculpir el San Mateo mañana, para que se me devuelva mi casa.

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