—¿Y qué hay de los mármoles de la tumba del Pontífice, en Roma?
—Ya he escrito a Sangallo, quien le ha informado al Papa de que sólo volveré a Roma para modificar el contrato y traerme a Florencia los bloques. Los trabajaré todos a la vez: Moisés, Hércules, San Mateo, los Cautivos…
—Ha llegado el momento de que consiga liberarlo de la tutela paterna, Miguel Ángel —dijo Soderini—. Quiero que él lo acompañe a un notario para firmar su emancipación legal. Hasta ahora, el dinero que ha ganado ha sido legalmente de su padre. Después de la emancipación, será suyo y podrá manejarlo. Lo que dé entonces a su padre será un regalo, no una obligación.
Miguel Ángel conocía todos los defectos de Ludovico, pero lo amaba y compartía con él el orgullo del apellido familiar, el deseo de reconquistar su antiguo lugar en la sociedad de Toscana. Movió la cabeza lentamente, en un gesto negativo.
—No servirá de nada,
gonfaloniere
. De todas maneras, tendría que darle el dinero, aunque fuese mío.
—Obtendré una audiencia con el notario —insistió Soderini—. Ahora, respecto del mármol para el Hércules, le escribiré a Cuccarello, el dueño de la cantera, informándole de que debe entregarle el bloque mayor y más puro que sea posible conseguir en todas las canteras.
Cuando regresaron del notario, Ludovico dijo con lágrimas:
—Miguel Ángel, ¿nos abandonarás ahora? Prometiste a Buonarroto y Giovansimone que les instalarías una casa de comercio. Necesitamos comprar más granjas para aumentar nuestros ingresos…
—Haré siempre cuanto pueda por la familia, padre. ¿Qué otra cosa tengo? Mi trabajo y mi familia.
Reanudó sus amistades en la Compañía del Crisol. Rosselli había muerto, Botticelli estaba demasiado enfermo para asistir a las reuniones, por lo cual se habían elegido nuevos miembros jóvenes, entre ellos Ridolfo Ghirlandaio, Sebastiano da Sangallo, Iranciabigio, Jacopo Sansovino y Andrea del Sano, un brillante pintor. Granacci había terminado dos trabajos que le ocuparon varios años:
Madonna
Con San Juan niño y San Juan evangelista en Patmos.
Se enteró de que la suerte de Contessina había mejorado considerablemente. Con la creciente popularidad e importancia del cardenal Giovanni en Roma, la Signoria permitió a la familia Ridolfi que se trasladase a una villa mucho más amplia, donde tenía más comodidades. El cardenal Giovanni enviaba todo el dinero y provisiones que necesitaban. Se permitía a Contessina que bajase a Florencia cuando lo deseara, pero no a Ridolfi.
Lo sorprendió mirando su David y preguntó:
—¿Todavía le parece bueno? ¿No se ha agotado aún el placer que le produce verlo?
Miguel Ángel se volvió rápidamente al oír la voz. Contessina estaba sonrosada por la caminata al fresco aire de marzo. Su cuerpo había engordado un poco y le daba un aspecto más sano.
—¡Contessina!— exclamó él—. ¡Qué bien está! ¡Qué alegría verla!
—¿Qué tal dejó Bolonia?
—Para mí, fue el Infierno de Dante.
—¿Todo él? —al oír la pregunta, Miguel Ángel se sonrojó y ella añadió—: ¿Cómo se llamaba ella?
—Clarissa.
—Entonces, ¿ha conocido el amor, o parte de él?
—Plenamente.
—Permítame que lo envidie —replicó Contessina, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
Soderini le adelantó doscientos florines a cuenta de futuros trabajos. Miguel Ángel fue a ver a Lorenzo Strozzi, a quien conocía desde que su familia había adquirido el Hércules. Strozzi se había casado con Lucrezia Rucellai, hija de Nannina, hermana de
Il Magnifico
, y de Bernardo Rucellai, primo de Miguel Ángel. Le dijo que podía invertir una pequeña suma a nombre de sus hermanos, para que pudieran empezar a compartir los beneficios del negocio.
—Perfectamente, Buonarroti —respondió Strozzi—. Y si en cualquier momento desea que sus hermanos abran una casa comercial propia, nosotros les proveeremos de lana de nuestros establecimientos de Prato.
Se dirigió al taller del Duomo y fue recibido ruidosamente por Beppe y sus canteros.
—Quisiera que me ayudasen a mover el San Mateo —les pidió.
Sus primeros bocetos del santo lo habían representado como un tranquilo estudioso, con un libro en una mano y apoyada en la otra la reflexiva barbilla. Aunque había penetrado ya en la pared frontal del bloque, la incertidumbre le impidió ahondar más. Y ahora comprendía por qué. No podía encontrar un Mateo histórico. El suyo no había sido el primer Evangelio escrito, pues había absorbido mucho de Marcos; se decía que había estado muy allegado a Jesús, a pesar de lo cual no escribió su Evangelio hasta cincuenta años después de la muerte del Maestro…
Fue con su problema al prior Bichiellini. Los profundos ojos azules del monje se habían agrandado tras los gruesos cristales de sus gafas y su rostro estaba consumido por la edad.
—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó.
—Tiene que crear su propio Mateo, tal como creó el David y la Piedad. Aléjese de los libros: la sabiduría está en usted. Lo que esculpa sobre Mateo será la verdad.
Comenzó de nuevo, buscando un «
Mateo
» que simbolizase al hombre en su tortuosa búsqueda de Dios. ¿Podría esculpirlo en un movimiento espiral ascendente, tratando de abrirse paso fuera del mármol, de la misma manera que el hombre luchó para liberarse de la montaña de piedra del politeísmo en la que había yacido encadenado? Diseñó la rodilla izquierda de Mateo empujando enérgicamente contra la piedra, como si intentase liberar al torso de su prisión, los brazos arrimados al cuerpo, la cabeza vuelta en agonía hacia un costado, en busca de una vía de huida.
Por fin se hallaba de nuevo ante el bloque y se sentía otra vez completo. La fiereza de su júbilo impulsaba el cincel contra el mármol como un rayo a través de densas nubes. Esculpía con una fiebre tan ardiente como la de la fragua en la que templaba sus herramientas. El mármol y la carne de Mateo se tornaron una sola cosa, y el santo se proyectaba fuera del bloque por la pura fuerza de su voluntad, para lograr un alma con la que elevarse basta Dios.
Sediento de un estado de animo más lírico, volvió a la Nuestra Señora que destinaba a Taddei y esculpió el redondo marco, el sereno y encantador rostro de María y el niño Jesús tendido sobre su regazo. Y un día llegó la noticia de que el Papa Julio II deseaba que Florencia celebrase un jubileo de Culpa y Castigo, a fin de reunir fondos para la construcción de la nueva iglesia de San Pedro.
—Me han encargado las decoraciones —anunció Granacci alegremente.
Un jubileo para pagar la iglesia que construiría Bramante no podía ser agradable a Miguel Ángel. Estaba anunciado para abril, y él juró huir de la ciudad y pasar aquellos días con los Topolino. Pero el Papa intervino de nuevo para malograr sus planes.
—Acabamos de recibir una nota del Pontífice —dijo Soderini—. Está sellado, como ve, con el anillo del Pescador. Pide que vaya a Roma, pues tiene buenas noticias que darle.
—Eso sólo puede significar que me permitirá esculpir de nuevo.
—¿Irá?
—Mañana. Sangallo me ha escrito para decirme que el segundo cargamento de mármoles está en la Piazza San Pietro, expuesto a los elementos. Quiero sacarlo de allá cuanto antes.
Sus ojos se desorbitaron al ver los bloques de mármol tirados en la plaza, descoloridos por la lluvia y la tierra.
—El Santo Padre lo espera —dijo Sangallo, tomándolo de un brazo.
Una vez en el gran salón del trono, avanzó hacia el Pontífice, y al pasar saludó con ligeras inclinaciones de cabeza a los cardenales. El Papa lo vio y dijo:
—¡Ah! Buonarroti, habéis vuelto a nosotros. ¿Estáis satisfecho con la estatua de Bolonia?
—Nos traerá honor —dijo Miguel Ángel.
—Cuando yo os brindé esa espléndida oportunidad, exclamasteis: «
¡Ésa no es mi profesión!
». Ahora ya veis cómo la habéis convertido en vuestra profesión, al crear una hermosa estatua de bronce.
—Sois generoso, Santo Padre…
—Y tengo la intención de seguir siéndolo. Voy a honraros por encima de todos los maestros de pintura de Italia. He decidido que sois el mejor artista para completar la obra empezada por vuestros coterráneos Botticelli, Ghirlandaio y Rosselli, a quien yo mismo contraté para pintar el friso de la Capilla Sixtina. Os confío ahora el encargo de completar la capilla de mi tío Sixto, pintando su techo.
Miguel Ángel se quedó aturdido. Había pedido a Sangallo que aclarase ante el Papa que sólo regresaría a Roma para esculpir las esculturas de la tumba.
—¡Pero yo soy escultor! —exclamó con pasión.
—¡Me ha costado menos conquistar Perugia y Bolonia que someteros a vos! —clamó el Santo Padre moviendo la cabeza con desesperación.
—Yo no soy un Estado Papal, Santo Padre. ¿Por qué perdéis vuestro precioso tiempo en tratar de dominarme?
—¿Dónde habéis recibido vuestra educación religiosa, que osáis poner en duda el juicio de vuestro Pontífice? —dijo Julio II mirándolo iracundo.
—Como dijo en Bolonia el obispo, Santidad, no soy más que un pobre artista ignorante, sin educación.
—Entonces, podréis esculpir vuestra obra maestra en un calabozo de Sant'Ángelo.
—Eso os aportaría muy pocos honores, Santo Padre —dijo Miguel Ángel apretando los dientes—. El mármol es mi profesión. Permitidme que esculpa. Muchos serían los que vendrían a ver mis estatuas y bendecirían a Vuestra Santidad por haberlas hecho posibles.
—Oídme, Miguel Ángel —dijo el Pontífice con un gesto de impaciencia mal reprimida—. Mis informantes de Florencia describen vuestro panel para la Signoria como «
la escuela del mundo
»…
—¡Fue un accidente, nada más que un accidente! —exclamó Miguel Ángel, desesperado—. ¡Estoy seguro de que jamás podría repetirse! ¡Fue sólo una diversión para mí!
—
Bene
. Entonces, divertíos ahora para la Sixtina. ¿O debo creer que estáis dispuesto a pintar para un salón florentino y no para la capilla papal?
—Santidad —exclamó entonces uno de los cortesanos armados—. Decid una sola palabra y colgaremos a este presuntuoso florentino de la torre di Nona.
El Papa miró furiosamente a Miguel Ángel, que estaba de pie ante él, desafiante. Los ojos se encontraron y los dos sostuvieron la mirada, inmóviles. Luego, una levísima sonrisa apuntó en los severos labios del Pontífice.
—Este presuntuoso florentino, como lo llamáis —dijo Julio II—, fue descrito hace diez años por Jacopo Galli como el más grande de los escultores de Italia. Y lo es. Si yo hubiera deseado arrojarle como alimento a los buitres, ya lo habría hecho hace mucho. —Se volvió hacia Miguel Ángel—. Buonarroti —agregó con el tono de un exasperado, pero amante, padre—, pintaréis los doce apóstoles en el techo de la Sixtina y decoraréis la bóveda con los diseños tradicionales. Por ese trabajo os pagaremos tres mil ducados grandes de oro. Además, pagaremos, con agrado, los gastos y salarios de los cinco ayudantes que vos mismo elegiréis. Cuando hayáis terminado, tenéis desde ahora mismo la promesa de vuestro Pontífice de que volveréis a esculpir mármoles. Y ahora, hijo mío, retiraos.
Miguel Ángel se arrodilló y besó el anillo papal. Luego dijo:
—Será como lo deseáis, Santo Padre.
Más tarde, llegó a la entrada principal de la Capilla Sixtina. Sangallo iba con él, triste y cabizbajo.
—¡Todo esto es culpa mía! —exclamó—. Persuadí al Papa de que se hiciese construir una tumba monumental y de que lo llamara para esculpirla. ¡Y lo único que ha sacado de todo esto es dolor!
—¡Intentó ayudarme!
Sangallo no pudo reprimir el llanto y Miguel Ángel le puso un brazo sobre los hombros, mientras decía:
—¡
Pazienza, caro
! De alguna manera saldremos de esta situación. Y ahora, explíqueme este edificio. ¿Por qué fue construido así?
Sangallo le explicó que cuando fue terminado, originalmente, el edificio se parecía más a una fortaleza que a una capilla. Como el Papa Sixto había tenido la intención de usarlo como defensa del Vaticano en caso de guerra, la parte superior se coronó con un bastión abierto desde el que los soldados podrían disparar cañones y dejar caer grandes piedras sobre los atacantes. Cuando el vecino Sant'Ángelo fue reforzado como fortaleza, adonde podía llegarse por un pasadizo de altos muros desde el palacio papal, Julio II ordenó a Sangallo que extendiese el techo de la Capilla Sixtina para que cubriese el almenado parapeto. Las dependencias destinadas a los soldados, sobre la bóveda que Miguel Ángel tenía que pintar, estaban ahora abandonadas. Una intensa luz solar se filtraba por las tres altas ventanas e iluminaba los magníficos frescos de Botticelli y Rosselli. Las paredes laterales, de cuarenta metros de longitud, estaban divididas en tres zonas en su extensión hacia la bóveda, que se veía veinte metros y cuarenta centímetros más arriba. La parte inferior estaba cubierta de tapices. El friso de frescos llenaba las partes intermedias. Sobre los frescos había una cornisa modelada horizontalmente que sobresalía unos sesenta centímetros de la pared. En la parte superior estaban las espaciadas ventanas; y a ambos lados de cada una, los retratos de los papas.
Miguel Ángel echó la cabeza hacia atrás, para mirar el área que debía decorar. Varias pechinas emergían del tercer plano de la pared y ascendían a la bóveda curvada. Estaban apoyadas en pilares cuyos extremos se hundían en el tercer piso. Aquellas pechinas, cinco en cada pared y una en cada extremo, constituían las zonas en las que tenía que pintar los doce apóstoles. Sobre cada ventana había un
luneto
semicircular.
De inmediato comprendió, con horror, el motivo del encargo que se le había hecho. No era pintar magnánimamente el techo para complementar los primitivos frescos, sino más bien ocultar, disimular los soportes estructurales que significaban una brusca transición entre la tercera parte superior de la pared y la bóveda barrilada. Los apóstoles no debían ser creados por ellos mismos, sino para que la mirada de la gente fuese atrapada por ellos y, de esa manera, desviada de aquellas horribles divisiones arquitectónicas. Como artista, él se había convertido, no sólo en un simple decorador, sino en eliminador de las torpezas de otros hombres.
Volvió a casa de Sangallo y pasó el resto del día escribiendo cartas: a Argiento, pidiéndole que partiese cuanto antes para Roma; a Granacci, rogándole que se uniese a él para hacerse cargo de organizarle una
bottega
; a los Topolino, preguntándoles si conocían algún buen cantero dispuesto a ayudarlo con los bloques de mármol. A la mañana siguiente llegó un paje del Papa informándole de que la casa en la que habían estado depositados dos años sus primeros bloques de mármol estaba todavía a su disposición. Algunos de los bloques más chicos habían sido robados.