La agonía y el éxtasis (67 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Dejaron de hablar y se amaron nuevamente. Clarissa murmuró a su oído, mientras apretaba el rostro de él contra su pecho y pasaba una mano por los bien desarrollados hombros, los duros y musculosos brazos, como los que él había dibujado tantas veces entre los canteros de Maiano:

—¡Amar por amar! ¡Qué maravilloso! Yo sentí cierto afecto hacia Marco. Bentivoglio sólo deseaba ser entretenido… Mañana iré a la iglesia para confesar mi pecado, pero no creo que este amor sea pecado.

Llegó al campamento militar de Julio II, a orillas del Reno. Nevaba copiosamente. El Papa estaba revisando sus tropas, envuelto en un abrigo forrado de piel, cubierta la cabeza por una capucha de lana que le cubría la frente, las orejas y la boca. Por lo visto no le agradaba el estado en que se hallaban sus soldados, pues increpaba duramente a los oficiales, a quienes calificaba de «
ladrones y villanos
».

Aldrovandi le había contado anécdotas del Papa: cómo sus admiradores lo aclamaban porque pasaba largas horas con sus tropas desafiando los elementos e igualándolos en la resistencia a todas las penurias, a la vez que los superaba en los juramentos e imprecaciones.

Julio II lo precedió hasta su tienda, y una vez allí dijo:

—Buonarroti, he estado pensando que me agradaría que esculpierais una estatua para mí, una enorme estatua de bronce, retrato mío, con los ropajes ceremoniales y con la triple corona…

—¡Bronce! —exclamó Miguel Ángel—. ¡No es mi profesión, Santo Padre!

Aquel silencio total que había escuchado en el banquete del palacio se reprodujo ahora entre los militares y prelados que llenaban la tienda de campaña. El rostro del Pontífice enrojeció de ira.

—Se nos ha informado de que habéis creado un bronce del David para el mariscal francés de Gié. ¿Es vuestra profesión para él y no para vuestro Pontífice?

—Pero hice esa pieza porque se me urgió a que la hiciese como un gran servicio a Florencia —protestó Miguel Ángel.

—¡
Ecco
! Entonces haréis ésta como un gran servicio a vuestro Papa.

—Santo Padre… ¡no sé nada de fundir y pulir el bronce!

—¡Basta! —El rostro del Papa estaba lívido, al gritar violentamente—: ¿No es bastante que me hayáis desafiado durante siete meses, negándoos a regresar a mi servicio para que ahora continuéis oponiendo vuestra voluntad a la mía? ¡Sois incorregible!

—Como escultor, no, Santo Padre. Permitidme que vuelva a mis bloques de mármol y me veréis el trabajador más obediente de cuantos están a vuestro servicio.

—¡Os ordeno, Buonarroti, que ceséis inmediatamente esos ultimátum! Crearéis una estatua de bronce para mí, que colocaremos en la iglesia de San Petronio para que toda Bolonia ore ante ella cuando yo regrese a Roma. Ahora idos, y estudiad el espacio sobre el portal principal de esa iglesia.

A media tarde, estaba ya de regreso en el campamento.

—¿De qué tamaño podéis hacer esa estatua? —preguntó Julio II.

—Para una figura sentada, de tres metros noventa a cuatro metros.

—¿Cuánto costará?

—Creo que podré fundirla por mil ducados, pero ésta no es mi profesión, y, en verdad, no deseo asumir la responsabilidad.

—La fundiréis una y otra vez, hasta que salga bien, y yo os daré el dinero suficiente para haceros feliz.

—¡Santo Padre, solamente podréis hacerme feliz si me prometéis que si la estatua os satisface me permitiréis que vuelva a esculpir mármol!

—El Pontífice no hace promesas —exclamó Julio II—. Traedme vuestros dibujos dentro de una semana a esta misma hora.

Humillado, se retiró, encaminándose a la residencia de Clarissa. Ésta lo miró un instante, vio su rostro pálido, vencido, y lo besó, cariñosa. Con aquel beso Miguel Ángel sintió que la sangre volvía a circular normalmente por sus venas.

—¿Ha comido hoy? —preguntó ella.

—Sólo mi orgullo.

—Tengo agua caliente en el fuego. ¿Le gustaría bañarse para relajar los nervios? Puede hacerlo en la cocina, mientras busco algo para que coma. Le frotaré la espalda. Está deprimido. ¿Qué mala noticia ha recibido del Papa?

Le contó que el Pontífice exigía una estatua de bronce casi tan grande como la ecuestre que Leonardo había hecho en Milán, y que era imposible fundir.

—¿Cuánto tiempo tardará en hacer los dibujos?

—¿Para que le agraden al Papa? Una hora.

—Entonces tiene toda la semana libre.

Echó el agua caliente en una larga tina ovalada y le dio un jabón perfumado. Él dejó caer sus ropas sobre el suelo de la cocina y se metió en la tina, donde estiró las piernas con un suspiro de alivio.

—¿Por qué no pasa esta semana aquí, conmigo? —preguntó Clarissa—. Los dos solos. Nadie sabrá que está aquí y nadie podrá molestarle.

—¡Una semana entera para pensar solamente en el amor! ¿Es posible eso?

Tendió los brazos enjabonados hacia ella, que se inclinó. Luego dijo, extasiado:

—¡Tiene el cuerpo más maravilloso del mundo!

Ella emitió una pequeña risa musical, que disipó el último rastro de la humillación de aquel día.

—Bueno. Séquese con esta toalla delante de la chimenea.

Se frotó el cuerpo vigorosamente, y luego Clarissa lo envolvió en otra toalla gruesa y de gran tamaño, llevándolo hasta la mesa donde ya humeaba un plato de ternera, con guisantes.

Se sentó frente a él, descansando el rostro en sus dos manos, muy abiertos los ojos, mientras lo contemplaba arrobada. Miguel Ángel comió con enorme apetito. Luego, satisfecho, retiró la silla de la mesa y se volvió hacia la chimenea para que las llamas calentasen su rostro y sus manos. Clarissa se sentó a sus pies. El contacto de su carne, a través de la fina tela, lo quemó más que el calor de los leños.

—Ninguna otra mujer me ha hecho desearla como usted. ¿Cómo puede explicarse eso? —dijo.

—El amor no se explica —dijo ella. Se volvió y, arrodillada, lo envolvió con sus brazos—. Se goza —agregó.

—¡Qué maravilla! —murmuró él. De pronto rompió a reír—. Estoy seguro de que el Papa no ha querido hacerme un favor, pero me lo ha hecho… por esta vez.

En la última tarde de la semana, lleno de deliciosa laxitud, incapaz de mover parte alguna de su cuerpo sin un decidido esfuerzo, olvidado de todas las preocupaciones del mundo, tomó papel de dibujo, un pedazo de carboncillo y se rió al comprobar que apenas podía moverlo sobre el papel.

Esforzó su mente para ver a Julio II sentado en el gran trono, con sus blancas vestimentas. Sus dedos comenzaron a moverse rápidamente. Por espacio de varias horas dibujó al Papa en una docena de posturas distintas, hasta captar una que le agradó. La figura aparecía con la pierna izquierda extendida y la mano derecha doblada hacia atrás, descansando en una base que se alzaba desde el suelo. Uno de los brazos se tendía hacia adelante, quizás en posición de bendecir. Los ropajes cubrirían los pies, por lo cual tendría que fundir casi cuatro metros de sólidas telas de bronce.

A la hora fijada se presentó ante el Pontífice, con sus dibujos. Julio II los contempló y dio muestras de entusiasmo.

—Como veis, Buonarroti, yo tenía razón. Podéis hacer estatuas de bronce.

—Con vuestro perdón, Santo Padre, esto no es bronce, sino dibujo. Pero haré la estatua lo mejor que me sea posible, para poder volver a mis mármoles. Y ahora, si tenéis la bondad de ordenar a vuestro tesorero que me dé algún dinero, compraré lo necesario para ponerme a trabajar.

El Papa se volvió a
messer
Carlino, el tesorero papal, y dijo:

—Entregaréis a Buonarroti todo lo que necesite.

Carlino le dio cien ducados que extrajo de un cofre. Miguel Ángel envió un mensaje en busca de Argiento, que se hallaba a pocos kilómetros de distancia, en las cercanías de Ferrara, y escribió a Mandifi, el nuevo heraldo de la Signoria de Florencia, pidiéndole que le enviara dos fundidores de bronce, Lapo y Lotti, empleados por el Duomo, para que lo ayudasen a fundir la estatua del Papa en Bolonia.

Alquiló una cochera que encontró desocupada en la Vía de Toschi. Tenía techo alto, paredes de piedra y el suelo de ladrillo anaranjado. Al fondo había un jardín al que se salía por una puerta, y una chimenea para cocinar. Las paredes no tenían ni rastro de pintura, pero estaban secas. Luego fue a una casa de muebles de segunda mano donde encontró una enorme cama Prato de matrimonio, de casi tres metros de ancho, y por fin compró una mesa para la cocina y algunas sillas de asiento de paja.

Argiento llegó a Ferrara y le explicó que no había podido dejar la granja de su hermano cuando Miguel Ángel lo llamó desde Roma. Inmediatamente estableció la cocina en la chimenea.

—Quiero aprender a fundir el bronce —dijo, mientras fregaba el suelo vigorosamente.

Lapo y Lotti llegaron dos días después, atraídos por la oferta de un salario mayor que el que ganaban en Florencia. Lapo tenía una cara tan honesta que Miguel Ángel le encargó la compra de todas las provisiones: cera, arcilla, yeso, telas y ladrillos para el horno de fundición. Lotti era un hombre de mediana edad, delgado, consciente artesano, que trabajaba como maestro fundidor de la artillería florentina.

La cama Prato resultó un verdadero regalo del cielo. Después de que Lapo compró las provisiones y Argiento recorrió las tiendas en busca de alimentos y utensilios de cocina, los cien ducados habían desaparecido. Los cuatro hombres dormían juntos en la misma cama, que por su enorme ancho los cobijaba cómodamente. Sólo Argiento se quejaba de que los precios de todo estaban por las nubes.

—Paciencia —dijo Miguel Ángel—. Le pediré más dinero a
messer
Carlino.

El tesorero escuchó el pedido y miró a Miguel Ángel seriamente.

—Como todos los plebeyos, Buonarroti, tiene usted un concepto equivocado del papel del tesorero papal. Mi misión no es dar dinero, sino arbitrar los medios para negarlo.

—Yo no he pedido hacer esa estatua. El Papa le ha ordenado que me proporcione cuanto necesite.

—¿Qué ha hecho con los cien ducados?

—¡Eso no es cosa suya! A no ser que me entregue otros cien, iré al Papa y le diré que usted me obliga a abandonar la estatua.

—Tráigame la lista de los gastos de los primeros cien y otra de lo que piensa comprar con éstos. Y no me mire así. Mi trabajo consiste en hacerme odiar por la gente. Así no vuelven.

—Yo volveré, pierda cuidado.

Lapo lo tranquilizó:

—Recuerdo todas las compras que hice y las detallaré hasta el último escudo.

Miguel Ángel se fue a la iglesia de San Domenico. Entró en el templo y se dirigió al sarcófago de mármol de Dell'Arca, sonriendo para sí al contemplar su propio fornido
contadino
con las alas de águila. Pasó las manos amorosamente por la estatua del anciano San Petronio, con la reproducción de Bolonia en sus manos. Luego se inclinó para ver de cerca el San Próculo y, de pronto, se quedó rígido. La estatua había sido rota en dos partes y torpemente reparada.

Sintió que alguien se acercaba a su espalda y al darse vuelta vio a Vincenzo.

—¡Bienvenido de regreso a Bolonia! —dijo irónicamente el ladrillero.

—¡Canalla! ¡Ha cumplido su promesa de romper uno de mis mármoles!

—El día que cayó yo estaba en el campo haciendo ladrillos. Puedo probarlo.

—¡Ha mandado a alguien que la rompiese!

—Y podría volver a ocurrir. ¡Hay gente maligna que dice que la estatua del Papa será derretida el mismo día que los soldados papales se retiren de Emilia!

VI

Empezó a trabajar impulsado por un furioso deseo de terminar casi antes de empezar. Lapo y Lotti sabían lo que podía fundirse y le aconsejaron sobre la estructura técnica del armazón para el modelo de cera y la composición del modelo ampliado de arcilla. Trabajaron juntos en la fría habitación, que el fuego de Argiento calentaba sólo en un radio de poco más de un metro. Cuando llegase el buen tiempo volvería al patio cerrado de San Petronio. Necesitaría ese espacio abierto cuando Lapo y Lotti empezasen a construir el gigantesco horno para fundir la figura de bronce de cuatro metros.

Aldrovandi le envió modelos e hizo correr la voz de que los que más se pareciesen al Papa Julio II recibirían un salario especial. Dibujó desde el amanecer hasta la noche. Argiento hacía la limpieza de la casa y cocinaba.

Lotti construyó un pequeño horno de ladrillo para probar cómo se fundían los metales locales. Y Lapo hacia las compras de provisiones y pagaba a los modelos.

Aunque no consideraba que modelar en arcilla fuese escultura auténtica, pues era el arte de agregar, estaba aprendiendo también que su carácter no le permitía realizar un trabajo mediocre. Aunque detestaba el bronce, sabia que tendría que hacer la estatua del Papa tan buena como se lo permitiesen su talento y habilidad, aunque para ello tuviese que emplear el doble de tiempo. Era una víctima de su propia integridad, que le imponía la obligación de hacer siempre lo mejor, incluso en aquellos casos en que hubiese preferido no hacer nada.

Su único gozo era Clarissa. A pesar de que a menudo trabajaba hasta ya entrada la noche, siempre se las arreglaba para ir a pasar dos noches por semana con ella. Llegase a la hora que llegase, siempre encontraba algo que comer junto a la chimenea, listo para ser calentado.

—No come casi nada —dijo ella un día, al ver que empezaban a notársele los huesos de las costillas—. ¿Es que Argiento no cocina bien?

—Más que eso es que el tesorero del Papa me ha negado dinero tres de las veces que se lo he pedido. Dice que mis listas de compra contienen precios que no son reales; sin embargo, Lapo detalla todo lo que compra.

—¿No podría venir aquí todas las noches a cenar? Así, por lo menos comería bien una vez al día.

La abrazó, y besó sus labios húmedos. Ella devolvió el beso. Y agregó:

—Bueno, ahora basta de hablar de cosas serias. En mi casa, quiero que se sienta completamente feliz.

—Usted cumple sus promesas mucho mejor que el Papa. Espero que él, cuando se vea reproducido en una estatua de bronce de cuatro metros, quedará tan satisfecho que me amará también. Sólo de esa manera podré volver a esculpir mis bloques de mármol.

—¿Tan exquisitos son?

—No tanto como usted…

El correo llegaba irregularmente por el paso Futa. Miguel Ángel esperaba siempre con interés noticias de su familia, pero casi lo único que recibía eran solicitudes de dinero. Ludovico había encontrado una granja en Pozzolático, una propiedad de buena renta, pero había que pagar una cantidad inmediatamente para tener opción a ella. Si Miguel Ángel pudiera enviarle quinientos florines…, o aunque sólo fueran trescientos… De Buonarroto y Giovansimone, que trabajaban juntos en el negocio de lanas de la familia Strozzi, apenas le llegaba una carta sin una línea que dijese: «
Nos has prometido comprarnos un negocio. Estamos cansados de trabajar para extraños. Queremos ganar mucho dinero…
».

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