La agonía y el éxtasis (86 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

—Me encuentro en una posición difícil —dijo Miguel Ángel a Spina mientras comían un asado de pichones que les había servido
Monna
Agniola—. Ansío la vuelta de la República, pero estoy trabajando para los Medici. El futuro de la sacristía depende de la buena voluntad del Papa Clemente. Si me pliego a un movimiento tendente a expulsar a los Medici de Florencia, ¿qué será de mis esculturas?

—El arte es la más elevada expresión de la libertad —respondió Giovanni Spina—. Deje que los demás se peleen por la política.

Miguel Ángel se encerró con llave en la sacristía y se sumergió en el trabajo de esculpir sus mármoles.

Pero el cardenal Passerini de Cortona gobernaba Florencia autocráticamente. Extranjero, no sentía el menor amor hacia la ciudad, como tampoco parecía sentirlo el mismo Papa, que rechazó todas las peticiones de la Signoria y de las antiguas familias para que reemplazase al hombre que los florentinos consideraban tosco, avaro y despreciativo de los consejos locales, a la vez que desangraba a la ciudad con excesivos impuestos.

Los florentinos esperaban solamente el momento propicio para levantarse contra el cardenal, apoderarse de las armas necesarias y expulsar una vez más a los Medici de la ciudad. Cuando el ejército del Sacro Imperio Romano avanzó hacia el sur para invadir Roma y castigar al Papa, Clemente marchó a Bolonia con sus treinta mil hombres, después de lo cual tenía la intención de conquistar Florencia. La ciudad se levantó en masa, asaltó el palacio de los Medici y exigió armas para defenderse contra la invasión.

El cardenal de Cortona se asomó a una de las ventanas del piso superior y prometió entregar armas al pueblo, pero cuando se enteró de que el ejército del Papa, al mando del ex enemigo de Miguel Ángel, el duque de Urbino, se aproximaba a Florencia, olvidó su promesa y salió a toda prisa con los dos muchachos Medici para unirse al duque.

Miguel Ángel se reunió con Granacci y sus amigos en el Palazzo della Signoria.

En la plaza, la muchedumbre, furiosa, gritaba:

—¡Popolo, libertá!

Los soldados florentinos que defendían el palacio de la Signoria no se opusieron al paso de una comisión de ciudadanos que deseaba entrar. Se realizó una reunión en el gran salón. Niccolo Capponi, cuyo padre había encabezado el movimiento anterior para expulsar a Piero de Medici, salió poco después a uno de los balcones y dijo:

—¡Ha quedado restablecida la República Florentina! ¡Los Medici son expulsados de la ciudad-estado! ¡Todos los ciudadanos serán armados y deberán congregarse en la Piazza della Signoria!

El cardenal Passerini de Cortona llegó a la ciudad con un millar de soldados de caballería del duque de Urbino. El partido Medici les abrió las puertas. La Comisión popular, reunida en sesión permanente en el palacio, cerró y atrancó las puertas del edificio. De las ventanas de los dos pisos altos y del parapeto almenado, llovieron sobre los soldados del duque cuantos objetos pudieron ser arrojados: mesas, sillas, piezas de armaduras, cacharros, trozos de hierro, maderos…

Un pesado banco de madera fue lanzado desde el parapeto. Miguel Ángel vio que iba a hacer blanco en su David.

—¡Cuidado! —gritó con angustia, como si la estatua pudiese esquivar el impacto.

Era demasiado tarde. El banco se estrelló contra la estatua, y el brazo izquierdo de la misma, que sostenía la honda, se partió por debajo del codo y cayó a la calle, rompiéndose en pedazos sobre las piedras.

La muchedumbre retrocedió. Los soldados se dieron la vuelta para mirar. Cesó todo movimiento en las ventanas y en el parapeto del palacio de la Signoria. Se hizo un enorme silencio. Miguel Ángel avanzó hacia la escultura y la multitud se abrió para dejarlo pasar, mientras se oían algunos murmullos que decían:

—Es Miguel Ángel… Permítanle el paso.

Se detuvo debajo de la gran estatua y contempló el rostro pensativo pero resuelto y hermoso de la figura. Goliat no le había causado ni un rasguño, pero la guerra civil dentro de Florencia había estado a punto de destruirlo por completo. Y Miguel Ángel sintió que su brazo le dolía como si hubiera sido alcanzado por el banco de madera.

Giorgio Vasari, uno de los jóvenes aprendices de Miguel Ángel, y Cecchino Rossi corrieron hacia la estatua, recogieron los tres fragmentos de mármol del brazo y de la mano, y huyeron por una de las callejuelas adyacentes.

En la quietud de la noche, alguien golpeó con los nudillos en la puerta de Miguel Ángel. Abrió. Vasari y Cecchino entraron y empezaron a hablar, agitados:

—¡
Signor
Buonarroti!

—Tenemos escondidos los tres pedazos… en un arcón en casa del padre de Rossi… Están seguros.

Miguel Ángel miró a los dos pequeños y pensó: «
¿Seguros? ¿Qué es lo que está seguro en este mundo de guerras y caos?
».

IV

El Ejército del emperador del Sacro Imperio Romano llegó a Roma y asaltó sus muros, que fueron superados. La horda de mercenarios se desparramó por toda la ciudad y obligó al Papa Clemente a huir por un alto pasadizo a la fortaleza de Sant'Ángelo, donde permaneció encerrado, mientras las tropas alemanas, españolas e italianas saqueaban e incendiaban la ciudad y se dedicaban a los más repudiables excesos. Destruían las más admirables obras de arte, profanaban los altares, violaban mujeres, rompían a golpes de maza maravillosas estatuas religiosas y derretían las de bronce para fundir cañones. Una estatua de Clemente fue arrastrada hasta la calle y reducida a pequeños trozos a fuerza de golpes.

—¿Qué será de mi Piedad, mi bóveda de la Capilla Sixtina, y mi taller? —gemía Miguel Ángel—. ¿Qué suerte correrán mi Moisés y los dos Cautivos? ¡Quedarán rotos en mil pedazos!

Spina llegó a hora avanzada de la noche. Había asistido a una serie de agitadas reuniones en el palacio Medici y en el de la Signoria. A excepción de un pequeño grupo de fanáticos partidarios de Medici, todos los florentinos estaban de acuerdo en que los Medici debían ser despojados del poder. Prisionero el Papa Clemente, era posible proclamar de nuevo la República. Se permitiría a Ippolito, Alessandro y al cardenal de Cortona que viviesen tranquilos en la ciudad.

—Y creo —dijo Spina pensativamente— que esto será el fin de la dominación de los Medici por muchísimo tiempo.

Miguel Ángel guardaba silencio. De pronto, levantó la cabeza y preguntó:

—¿Y la nueva sacristía?

Spina bajó la cabeza como entristecido.

—Debe ser cerrada —dijo.

—¡Los Medici son mi ruina! —exclamó Miguel Ángel, desesperado—. ¡He trabajado numerosos años para ellos y nada tengo que mostrar! Ahora que Clemente está prisionero, los Rovere se lanzarán de nuevo sobre mí como lobos…

Se dejó caer pesadamente en su banco de madera. Spina se acercó a él y le habló dulcemente:

—Le recomendaré para un cargo en la República. Una vez que nuestro gobierno esté consolidado, podemos persuadir a la Signoria de que la capilla se consagre a
Il Magnifico
, a quien reverencian todos los toscanos. Entonces conseguiremos el permiso para abrir sus puertas y podrá recomenzar su trabajo.

Clavó unas tablas en las puertas de la casa situada frente a San Lorenzo, dejando dentro sus dibujos y modelos de arcilla, y volvió a la Vía Mozza, donde se lanzó enérgicamente, martillo y cincel en mano, a uno de los bloques, para definir una Victoria que era uno de sus conceptos originales para la tumba de Julio II. Emergió al fin como un clásico joven griego, de cuerpo bien proporcionado, pero no tan musculoso como otros que él había esculpido.

¿Victoria? ¿Sobre quién? ¿Sobre qué? Si él no sabía quién era el Victorioso, ¿cómo podía determinar quién era el Derrotado? Bajo los pies del Victorioso puso la cabeza, aplastada, vencida, de un hombre viejo… ¿Él mismo, tal como sería dentro de diez o veinte años, larga y blanca la barba? ¿Qué era lo que lo había derrotado? ¿La edad? ¿Era la juventud la victoriosa, puesto que era el único periodo en el cual uno podía imaginarse victorioso? El Derrotado tenía experiencia, una profunda sabiduría y sufrimiento en su rostro. ¿Era eso lo que le ocurría a la experiencia y a la sabiduría? ¿Debían ser aplastadas por el tiempo, disfrazado de juventud?

Fuera de su taller, la República de Florencia triunfaba. Niccolo Capponi fue elegido
gonfaloniere
. Para su protección, la ciudad-estado había adoptado el plan revolucionario de Machiavello: una milicia de ciudadanos adiestrados, armados y equipados para defender la República contra cualquier invasor.

Florencia era gobernada ahora no solamente por la Signoria, sino por un Consejo de Ochenta, que representaba a las familias más antiguas. El comercio se desarrollaba con gran actividad; la ciudad vivía en plena prosperidad; su población se sentía feliz de haber reconquistado la libertad.

El papa Clemente seguía encerrado en la fortaleza de Sant'Ángelo, defendido por unos cuantos partidarios. A Miguel Ángel le interesaba de manera muy especial el Pontífice. Había dedicado cuatro años de amoroso trabajo a la sacristía. Había bloques de mármol parcialmente terminados en la capilla, ahora herméticamente cerrada, y a cuyo futuro él estaba dedicado plenamente.

El Papa se veía amenazado por dos lados. La Iglesia se dividía en unidades nacionales, que suponían una disminución del poder de Roma. No era simplemente que los luteranos estuviesen propagándose con rapidez por Europa central. El cardenal Wolsey, de Inglaterra, propuso la realización de una conferencia de cardenales libres, que se había de realizar en Francia, para establecer un nuevo gobierno de la Iglesia. Los cardenales italianos se reunían en Parma, para establecer su propia jerarquía. Los cardenales franceses estaban designando vicarios papales. Las tropas alemanas y españolas de Carlos V, destacadas en Roma, seguían su saqueo y destrucción de la ciudad y exigían un rescate para abandonarla. Y al correr los meses, se intensificaron las intrigas en todos los países, en favor de una nueva distribución del poder religioso, la designación de un nuevo Papa y la Reforma.

Al finalizar el año 1527, la marea cambió. Una virulenta plaga diezmó los ejércitos del Sacro Imperio Romano. Las tropas alemanas odiaban Roma y estaban desesperadamente ansiosas de volver a su patria. Un ejército francés invadió Italia para luchar contra las fuerzas del Sacro Imperio Romano. Clemente aceptó pagar a los invasores trescientos mil ducados en un plazo de tres meses. El ejército español fue retirado de la base de Sant'Ángelo… y después de siete meses de encarcelamiento, el Papa Clemente, disfrazado de traficante, huyó a Orvieto.

Miguel Ángel recibió prontamente una comunicación del Papa. ¿Estaba trabajando todavía para él? ¿Continuaría esculpiendo la nueva sacristía? En caso afirmativo, el Papa tenía a mano quinientos ducados que podría enviarle por un mensajero para cubrir los gastos más inmediatos.

Miguel Ángel se emocionó profundamente: el Papa, a pesar de verse duramente hostigado, sin fondos, ni partidarios, ni perspectivas de conquistar el poder, le enviaba palabras afectuosas y confiaba en él, como si se tratase de un miembro de su familia.

—No puedo aceptar ese dinero de Giulio —dijo Miguel Ángel a Spina durante una charla en el taller de Vía Mozza—. Sin embargo, ¿no podría seguir mi trabajo en esas esculturas, aunque fuese sólo de vez en cuando? ¿Qué le parece si fuese a la sacristía de noche, sin que nadie me viese? Creo que con eso no causaría daño alguno a Florencia.

—Tenga paciencia… Dentro de uno o dos años… El Consejo de Ochenta se muestra preocupado por lo que el Papa pueda hacer. Consideraría su trabajo en la sacristía como una deslealtad.

Al llegar los primeros calores, se desencadenó sobre Florencia una epidemia. Millares de florentinos perecieron. La ciudad se convirtió en una inmensa morgue. Buonarroto llamó a su hermano a la casa de la Vía Ghibellina.

—Miguel Ángel —dijo—, tengo miedo por Bartolommea y los niños. ¿Me permites que me mude a nuestra casa de Settignano? Allí estaríamos seguros.

—Por supuesto. Y llévate contigo a nuestro padre.

—¡No me iré! —gruñó Ludovico—. Cuando un hombre llega a los ochenta y cinco años, tiene derecho a morir en su propia cama.

El destino parecía acechar a Buonarroto en Settignano, en la misma habitación en que había nacido. Cuando Miguel Ángel, llamado presurosamente, llegó allí, Buonarroto estaba ya delirante. Su lengua se había hinchado enormemente y estaba cubierta de una capa amarillenta. Giovansimone había llevado a Bartolommea y los niños a otro lugar, el día anterior. Los criados y
contadini
habían huido por temor al contagio.

Miguel Ángel acercó una silla al lecho de su hermano, mientras pensaba qué parecidos eran todavía. Buonarroto lo miró alarmado.

—¡Miguel… Ángel!… ¡No… no te… quedes…! ¡La… epidemia!

Mojó los resecos labios del enfermo con un trapo húmedo y murmuro:

—¡No te dejaré! ¡Tú eres el único de toda la familia que me ha amado!

—¡Siempre… te quise!… Pero… he sido…, una carga… Perdón…

—No tengo nada que perdonarte, Buonarroto. Si te hubiera retenido a mi lado siempre, habría sido mucho mejor para mí.

El enflaquecido rostro del enfermo se animó con una leve sonrisa:

—Miguel… Ángel… ¡Siempre… has sido… tan bueno!

Al anochecer, Buonarroto agonizaba ya. Miguel Ángel lo alzó rodeándole el cuerpo con el brazo izquierdo, apoyada la pálida cabeza en su pecho.

Buonarroto sólo despertó una vez, vio a Miguel Ángel cerca de él y una expresión de paz iluminó su rostro. Unos segundos después, expiró.

Miguel Ángel llevó el cadáver de su hermano, envuelto en una manta, al cementerio situado detrás de la pequeña iglesia. No había féretros ni nadie que cavara una fosa. Lo hizo él mismo, bajó el cadáver al hoyo, llamó al sacerdote, esperó que el cuerpo de su hermano fuera rociado con agua bendita y luego comenzó a rellenar la tumba.

Regresó a Vía Mozza, quemó todas las ropas que había llevado puestas, se bañó en su tina de madera con agua bien caliente. Ignoraba si aquello lo inmunizaría contra la epidemia, pero en realidad no le importaba mucho. Le llegó la noticia de que Simone, el mayor de sus sobrinos, había muerto también, víctima de la epidemia. Y pensó: «
Tal vez Buonarroto sea el más afortunado de todos
».

Si estaba atacado ya por el mal, no le quedaban más que unas horas para poner en orden sus asuntos. Tomó un papel y escribió un documento por el que devolvía la dote que la viuda de su hermano había aportado. Puesto que era joven todavía, necesitaría aquel dinero para conseguir un segundo marido. Dispuso que su sobrina Cecca, de once años ya, fuese internada en el convento de Boldrone, a lo cual destinó el producto de dos de sus granjas. Destinó también fondos para la educación de sus sobrinos, Leonardo y el pequeño Buonarrotino. Y cuando Granacci golpeó a su puerta, cerrada con llave, Miguel Ángel le gritó:

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