La biblia de los caidos (38 page)

Read La biblia de los caidos Online

Authors: Fernando Trujillo

—¡Es el abogado! —chilló Diego señalando la cabeza que estaba en el suelo—. Ha sido la niña. ¡Estamos perdidos! ¡Nos va a matar! Maldita perra asquerosa. Sabía que nos pillaría a nosotros. Asco de suerte...

Sara le dio una bofetada. El rostro del niño giró a la derecha violentamente, dejando ver cuatro huellas coloradas en la mejilla izquierda. Diego parpadeó varias veces.

—Bastante mejor, gracias.

La cama que cubría los restos del anterior cuerpo de Plata ascendió bruscamente hasta estrellarse con el techo y allí quedó encajada. Debajo se encontraba Silvia, en cuclillas sobre el cadáver, babeando, mirándoles con la cabeza ladeada y cubierta de sangre desde la nariz hacia abajo.

Sara pateó la cabeza del abogado, tiró del brazo de Diego y se precipitó fuera de la habitación. Tenían que llegar a la estancia de enfrente o la niña les devoraría. El terror invadió todo su ser. No podía escuchar nada, salvo el frenético latir de su corazón. Tampoco era consciente de controlar su cuerpo. Avanzaba en la dirección que quería, pero no daba órdenes a sus piernas, sino que parecía que estas se movían por sí mismas. Lo único que pensaba, la única idea que llenaba su mente, era no mirar atrás bajo ninguna circunstancia.

Alcanzó el pasillo, pero algo la derribó por la espalda y cayó al suelo. Su corazón se aceleró aún más, debía de estar al máximo. No podía ser posible tener más miedo. Diego pasó sobre ella, pisó su cabeza, y cuando llegó a la puerta de enfrente, la abrió. La rastreadora le observó atónita, no podía creer que huyera sin socorrerla. Pero entonces el niño retrocedió un paso y la ayudó a levantarse.

—¡Deprisa, maldita sea!

Sara quería obedecerle más que nada en el mundo, pero no acertaba a coordinar los movimientos. El demonio rugió.

Sara no entendió cómo lo lograron. Las siguientes imágenes se mezclaron de manera confusa en su mente. Vio al niño agarrándola por un brazo, tirando. Luego el sonido desapareció, se dio cuenta de que su cuerpo se desplazaba, y por último se encontró una vez más tirada en el suelo, dentro de la otra habitación.

Consiguió sentarse y darse la vuelta. Diego terminó de grabar un símbolo sobre la puerta cerrada y se desplomó arrastrando la espalda contra la pared.

Se miraron. Pasaron varios minutos así, hasta que sus respiraciones se normalizaron.

—No nos persigue a nosotros —jadeó el niño—. Quería examinar el cadáver de Plata.

—Podías haberlo dicho antes.

—¿Preferías haber venido más despacio y arriesgarte a que me hubiese equivocado?

Buena observación. Sara no replicó. Por ahora le bastaba con seguir respirando. Si Silvia no les perseguía, tanto mejor.

El niño se levantó, empezó a dar vueltas. Debían de estar en el cuarto de Silvia, a juzgar por la cantidad de peluches que se amontonaban en la cama del fondo. También había un escritorio con muchas figuras de animales. Sobre la pared, colgaba una foto bastante grande en la que ella posaba inclinada sobre una tarta con seis velas, acompañada por sus padres.

—¡La hostia! —exclamó Diego—. ¿Es que esta niña nunca ha sido guapa?

Desde luego no había salido favorecida en la foto, pero Sara no vio necesario comentarlo. Le preocupaba más la idea de que pudiera devorarles a todos.

—¡Largo de aquí! —gritó una voz.

El niño cruzó con Sara una mirada de alarma. Había sonado dentro de la habitación, pero no se veía a nadie.

—Juraría que ha venido de ese lado —dijo ella.

—¡Marchaos! Me va a descubrir por vuestra culpa.

La voz sonaba amortiguada, como si algo cubriera la boca de quien estuviera hablando. Pero esta vez, supieron de dónde provenía.

—La cama —señaló Diego—. Se ha movido. Otra vez hay alguien debajo.

Sara se agachó y levantó el edredón. Estaba razonablemente segura de haber reconocido la voz.

—Sal de ahí.

Tardó un poco, y se dio un golpe en la cabeza, pero al final Mario se arrastró fuera de su patético escondite.

—Sí que te lo has currado, ¿eh, tío? —dijo el niño—. Tú sí que sabes esconderte bien.

—¡Imbéciles! —ladró Mario. Sara reparó en su mortal palidez, en el temblor de sus manos. Parecía a punto de tener un brote psicótico—. Me iba muy bien hasta que habéis venido.

—Salta a la vista, macho. —Diego se volvió hacia Sara—. ¿Puedes creer que este menda dirija operaciones corruptas por todo el mundo? ¡Pero si está a punto de mearse encima! Hasta yo le echo más huevos. A su lado me siento valiente y todo.

La verdad es que la estampa de Mario era bastante penosa. Llevaba la camisa sucia, por fuera, arrugada, con enormes chorretones de sudor rodeando las axilas y cayendo por el pecho. Los pantalones se habían rasgado a la altura de la rodilla derecha. Estaba despeinado, tenía la cara mugrienta y la mandíbula palpitaba descontrolada. Nadie habría pensado que se trataba de un importante hombre de negocios.

Claro que eso era lo que menos le importaba a Sara en aquel momento.

—Mario, tienes que acompañarnos. El Gris quiere hablar contigo.

—¿Qué? ¿Salir ahí fuera? Estás completamente chiflada. —Mario hablaba muy alto, escupiendo saliva—. Y el Gris me tiene sin cuidado. Ha resultado el peor exorcista que he visto. Sois todos escoria, una panda de...

Diego le cruzó la cara con el revés de la mano. El millonario no reaccionó, siguió berreando y soltando improperios, hasta que el niño le arreó otro guantazo.

—Cómo mola —sonrió el niño—. Es eficaz el método.

—Si vuelves a tocarme...

—Tranquilízate, Mario —se apresuró a intervenir Sara—. Solo queremos ayudarte. No tienes que abandonar esta habitación si no quieres. El Gris puede venir a verte. Es que tiene que saber algo del hermano de Silvia.

—¿Qué quiere saber? ¿Piensa justificar su fracaso con la excusa de que no le conté que tenía un hermano? Es irrelevante. ¿Qué más da eso para que expulse al demonio de mi hija?

—Importa bastante, mamarracho —contestó el niño—. ¿Te preguntamos nosotros cómo estafar a la gente o cómo traficar con drogas? No, ¿verdad? Pues esto es algo parecido. No deberías meter tus narices en nuestros asuntos. Deja trabajar a los profesionales, anormal.

—No veo qué tiene que ver su hermano con todo esto —insistió Mario—. Sois una panda de ignorantes. Y la culpa es mía por contrataros. ¿En serio crees que lo habríais logrado si os lo hubiera dicho desde el principio?

—Al menos tendríamos una pista de cómo resiste el demonio al exorcismo —gruñó Diego—. Las almas de los hermanos son muy parecidas, sobre todo si provienen de los mismos padres, y viendo lo fea que es la criatura, seguro que es tuya. Cuanto más tiempo pasan en un cuerpo, más resistentes se hacen. Si poseyó al hermano, puede haberse hecho muy fuerte dentro de Silvia. Algo así como si jugara con ventaja. Por eso se cree que los demonios suelen escoger familias numerosas para las posesiones. Hay casos en que ese vínculo ha saltado incluso entre generaciones.

—¿Y cuánto tiempo tendría que haber ocupado el demonio el cuerpo de su hermano para volverse tan poderoso?

Diego guiñó un ojo y torció la boca, mientras se acariciaba el lunar.

—Hombre, no soy un experto, tío, pero yo diría que tres años como poco... Aunque la verdad es que la bicha sacude bastante fuerte. Seguramente más, cuatro o así.

—Pues ya podéis ir buscando otra pista —dijo el millonario.

—¿Y eso por qué?

—Porque su hermano murió cuando tenía seis meses.

VERSÍCULO 27

El Gris derribó la puerta de una patada. Miriam estaba justo detrás, un poco a la derecha, con el martillo fuertemente sujeto con las dos manos y preparada para cubrirle la espalda o ayudarle si la niña estaba dentro del baño.

No se dio ninguna de las dos circunstancias.

Era un baño pequeño, sin ventanas, con los grifos dorados, tal vez de oro. El suelo, las paredes y el techo estaban completamente cubiertos de sangre, con pedazos de carne aquí y allí, pegotes coagulados resbalando por las paredes, pedazos de intestino por el suelo y toda clase de vísceras esparcidas al azar. Un verdadero asco.

—Ya sabemos de dónde venía el goteo de sangre —dijo Miriam relajándose.

El Gris entró en el baño. Las botas dejaron huellas teñidas de rojo. En la bañera encontró los pedazos más grandes y casi la totalidad del esqueleto.

—Falta la calavera —le dijo a la centinela—. Es de un hombre. No del niño, ni de Sara.

—¿Podría ser de Álex? —preguntó ella—. Hace tiempo que no le vemos.

—Es posible —afirmó el Gris—. Resulta difícil asegurarlo, porque los huesos están astillados y llenos de mordiscos. Pero son de un hombre, de eso no hay duda.

Salió del baño y cerró la puerta.

—Mira, Gris. —La centinela señaló la ventana. La luz del alba se asomaba lentamente, iluminando el pasillo—. Está amaneciendo.

—No puedo preocuparme por eso ahora. De todos modos, aquí no va a verme mucha gente.

Miriam encogió los hombros y dijo:

—Busquemos a los demás.

El Gris asintió. Continuó avanzando por el pasillo, pero ahora sin correr, andando en silencio, atento a cualquier señal que indicara dónde se encontraban Sara y Diego, o el demonio.

Escucharon una voz. El pasillo torcía a la derecha un poco más adelante. La voz provenía de allí, de alguien que estaba a la vuelta de la esquina.

—¡Abre de una vez! Te digo que no hay peligro. Ya he matado al demonio.

El Gris sacó el cuchillo. La centinela no comprendió qué estaba sucediendo.

—¿Me he vuelto loca o esa voz era igual que la tuya?

No obtuvo respuesta.

El Gris corría a toda velocidad con el cuchillo por delante.

—Los médicos no pudieron determinar la causa de la muerte —terminó de explicar Mario—. Le falló el corazón. Dijeron algo de una nueva enfermedad o un virus desconocido.

Diego bufó, le dio una patada a la mesa. Una muñeca casi tan grande como él cayó al suelo. El niño también la pateó y le arrancó la cabeza.

—¡Tranquilízate! —Sara le sujetó por los hombros—. ¿Por qué te has alterado tanto?

El niño maldijo, meneó la cabeza, se revolvió en los brazos de la rastreadora.

—Era la mejor pista que teníamos —explicó con tono desesperado—. Si el hermano era solo un bebé, no se explica la fuerza y resistencia de Silvia. Volvemos al punto de partida. ¡Y sin saber qué mierdas está pasando en esta familia asquerosa! —Diego se liberó del abrazo de Sara y se plantó frente a Mario, que retrocedió hasta la cama de su hija. Era la primera vez que la rastreadora veía al niño enfurecido—. A menos que nos estés mintiendo...

—Te he dicho la verdad, lo juro.

A Sara le pareció sincero y a punto de sucumbir al pánico, aunque no reflejaba el dolor que se esperaría ver en un padre que ha perdido un bebé de seis meses.

—La verdad, la verdad... ¿Qué sabrás tú de la verdad? —Diego cada vez mostraba más desprecio—. A ti te vendría bien una maldición como la mía. Así ibas a aprender lo que es decir la verdad.

—Niño, esto no lleva a ninguna parte —dijo Sara.

—Pues claro que no, eso intento decirte. El delincuente nos la ha jugado bien. No me digas que te fías de este tío. No para de mentir y embaucar. Oculta algo, estoy convencido. Necesitamos un nigromante.

—¿Un qué? —preguntó Sara.

—Un nigromante —contestó el niño con decisión—. ¿Por qué no lo he pensado antes? Verás, los nigromantes están muy mal vistos, sobre todo porque emplean runas prohibidas. Ya sabes, los ángeles siempre metiendo sus asquerosas alas en todas partes. Pero son los mejores forenses del mundo. Pueden averiguar un montón estudiando un cadáver. Si conseguimos que uno examine a ese bebé muerto, averiguaríamos algo interesante.

—¿Conocéis a alguno?

—Yo no. Suelen ocultarse. No revelan su condición de nigromantes porque se les echarían encima.

—¿Por qué? Esa habilidad forense me parece muy útil.

—Y lo es. Pero no es lo único que hacen. Se rumorea que persiguen el secreto de la resurrección y otras guarradas de ese tipo. Los magos les odian, aseguran que cuando alguien muere de manera inexplicable es porque los nigromantes están haciendo experimentos. El caso es que sus habilidades son útiles, pero casi nadie quiere que anden cerca por si te enredan en sus chanchullos. La gente teme lo que no entiende y más si está relacionado con la muerte.

—Entonces no podremos averiguar nada, me temo.

—Ya veremos. No toda la nigromancia está prohibida. Hay niveles...

Other books

The Greystoke Legacy by Andy Briggs
consumed by Sandra Sookoo
Forsaken Skies by D. Nolan Clark
Seas of Crisis by Joe Buff
Crewel Lye by Anthony, Piers
A Nearly Perfect Copy by Allison Amend
Hostage by Cheryl Headford