La biblioteca del cartógrafo (52 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

Le di las gracias con un gesto y abrí el sobre. Aun antes de ver la caligrafía inclinada y ejecutada a bolígrafo ya supe de quién era.

Querido Paul:

Si estás leyendo esto significa que has hablado con Tonu, y si has hablado con él, te habrá dicho que me he marchado de Lincoln. De hecho, mientras escribo esta carta, un coche me espera fuera con las pocas pertenencias que me permito llevarme a mi nueva vida. Es curioso observar qué elegimos llevarnos cuando nos vamos. Toda mi música, por ejemplo, una colección reunida pieza a pieza a lo largo de casi veinte años, se ha quedado en la sala de música de Talcott, pero prefiero que te la quedes tú a que permanezca en la escuela. Supongo que echaré de menos algunas cosas que dejo atrás, al menos al principio, pero de hecho dejo pocas cosas que me importan, salvo tú, a quien no había previsto conocer y por quien desde luego no debía sentir lo que siento.

Jamás me había parado a pensar en las necrológicas. Nunca había pensado en el hecho de escribir una, y al hacer lo que hice, lo último en ocurrírseme habría sido conocer al autor de la de Jaan. Pero lo conocí, y me pasé la semana entera intentando apartarte de mí y al mismo tiempo incapaz de hacerlo. Tal vez porque vi tu afecto evidente, y te aseguro que fue evidente desde el principio, Paul, claro como el cristal, como una señal de que lo que había hecho no era tan terrible en realidad. Recuerda que yo creo en las señales, aunque sospecho que tú no. El tiempo que pasamos juntos se resume en esta frase.

Yo me decanto por unas miras más amplias, como Tonu, y creo en lo que me contó… lo que nos contó sobre Jaan, la Tabla y lo que Jaan pretendía hacer. Me dijo que tú no creías en ello, y es que te imagino, Paul, te veo discutiendo con él, negándote a escucharle y rehusando aun la posibilidad de que el mundo pueda ser más amplio y profundo, más enigmático y misterioso de lo que parece. Si te sirve de consuelo, no puedo ni quiero echártelo en cara, y al mismo tiempo te pido que no me eches en cara mis creencias.

Lo que le sucedió a Jaan habría ocurrido de todos modos. Aun si crees que Tonu y él eran ladrones corrientes y no guardianes de algo extraordinario, sabes que es cierto; sabes que les ocultaba algo. Una persona de moralidad estrecha diría probablemente que no importa, que en definitiva somos responsables tan solo y sobre todo de nuestros propios actos. Pero a mí se me ha brindado la posibilidad de hacerme responsable de algo que va más allá de mí misma, y te pido que al menos intentes comprenderlo y tal vez acabes por perdonarme antes de olvidarme.

Solo te pido dos favores. En primer lugar, no pretendía halagarte al decir que me gustaban tus artículos del Carrier y consideraría un gran regalo que escribieras tus recuerdos de la pasada semana y los enviaras a la dirección que te adjunto. Quiero saber qué piensa de mis actos alguien que carece de mi fe en ellos. Sé que supone una carga para ti y quizá te parezca vanidoso, pero espero que lo hagas de todos modos. En segundo lugar, quiero que me prometas que no intentarás localizarme a través de esta dirección. No tengo intención de quedarme aquí mucho tiempo, desde luego no el suficiente para que puedas seguir una pista que te lleve hasta mí, y cuanto más te acercaras a mí, más me preocuparía yo por tu seguridad. Debemos acordar alegrarnos de habernos conocido, por breve (demasiado breve) que haya sido nuestro encuentro, y debes prometerme que no irás más lejos.

Tal como te dijo él mismo, Tonu no es Tonu, y Jaan no era Jaan, pero yo sí era Hannah Elizabeth Rowe. Mientras te escribo estas líneas sigo siéndolo, y siempre te recordaré con profundo afecto, dondequiera que esté y dondequiera que vaya.

>Con todo mi amor,

H.

Vaya, la última frase era un auténtico consuelo, muchísimas gracias. Ayudé a matar a un anciano; lo hice por razones demasiado elevadas para que las entiendas; he desaparecido con el asesino; pero escribes de narices, quiero que plasmes nuestra historia sobre papel y te recordaré con afecto. ¿Qué se suponía que debía decir o hacer? Movido por un sentido desencaminado de la caballerosidad o bien por un sentido certero de egocentrismo escritor, he escrito este relato de nuestra semana juntos, de cuya autoría reniego. Espero que no te importe leer sobre ti en tercera persona; me ha resultado más fácil hablar y pensar de esta forma. Asimismo, a decir verdad espero que leas esto y luego lo quemes, pero si quieres conservarlo, no puedo impedírtelo. Joder, si ni siquiera creo que pudiera llegar a encontrarte.

Supongo que lo único que me queda por hacer es contarte qué ha sido de algunos de los personajes auxiliares, algunos de los simples mortales de esta historia, que ante todo es tu historia. Tras leer tu carta mecanografié para Art el siguiente texto, que apareció publicado en el siguiente número del Carrier.

Jaan Pühapäev, profesor de historia báltica en la Universidad de Wickenden y natural de Estonia, falleció a primera hora del miércoles en su residencia de Orchard Street. Vivía en Lincoln desde su llegada a Estados Unidos en 1991. Se desconocen su edad, la hora exacta de la muerte y la causa precisa del fallecimiento. No deja familia.

Menos de un minuto después de guardar el texto en el archivo de edición, oí crujir la silla de Art.

—¿Y ya está? —exclamó mientras se acercaba a mi mesa con expresión perpleja—. Tantos días paseándote entre Lincoln y Wickenden, una semana entera hurgando en fuentes policiales, ¿y lo único que sacas es esto?

—No he conseguido fundamentar nada —me excusé.

—¿Cómo que no has conseguido fundamentar nada? —espetó—. ¿Y qué me dices de los archivos policiales? ¿Y de… bueno, de… ya sabes…? —Entornó los ojos y agitó las manos en círculos como si intentara conjurar más palabras—. Conoces el asunto mejor que yo. ¿Qué hay de lo demás?

—No hay nada más, por desgracia. Mucha conjetura y poca chicha.

—Pues espera una semana más. Si quieres publicar esto de momento, de acuerdo, pero no archives la historia. Sigue indagando; hazlo por Leenie y por tu carrera si no quieres hacerlo por el periódico.

—Mira, no creo que averigüe nada más y quiero dedicarme a otra cosa.

—¿Hay algo que quieras decirme?

—¿Como qué?

—No sé… ¿Estás protegiendo a alguna fuente? —Alcé la mirada hacia él—. Mi hija siempre me miraba así en lugar de decirme que me metiera en mis propios asuntos. —Sonreí, pero Art no—. Pero a ella no podía obligarla a contestar, porque no trabajaba para mí. —Cogió la copia impresa de la necrológica de la bandeja de la impresora y la tiró a la papelera—. ¿Vas a contarme lo que pasa? ¿Cómo es que no tienes nada más?

Permanecí sentado en silencio y con la mirada clavada en mi mesa.

—Me gustaría poder contártelo, Art, de verdad —musité—, pero no puedo, ¿vale? Puedes publicar esta mierda, puedes no publicarla, puedes despedirme, puedes…

—Joder, Paul, ya te dije una vez que nadie quiere despedirte —me atajó—. Es que… Mira, llevas una semana investigando esta noticia, te emocionaste mucho, incluso conseguiste que una editora de Boston se interesara por el asunto, y ahora es como si alguien hubiera apagado la tele. Si no quieres contármelo, de acuerdo, pero si quieres mi opinión, creo que te equivocas.

Calló y me miró con la cabeza ladeada, como si me sopesara.

Me encogí de hombros y miré por la ventana en dirección al lago y la escasa actividad. Era una población de fin de semana, porque ahí nunca pasaba nada. Me gustaba Lincoln, me gustaba mucho, y tal vez pasados unos años volviera de visita, pero la ciudad me había expulsado. Tal como había dicho Tonu, a veces hay que asumir las derrotas y seguir adelante.

Cuando le anuncié a Art que quería dejar el periódico, no reaccionó ni con total ecuanimidad ni, por desgracia para mi ego, con absoluta consternación. Al principio no dijo nada y regresó a su despacho, mientras yo intentaba mantenerme ocupado en mi puesto, procurando no dar la impresión de que estaba recogiendo mis cosas. Pero hacia mediodía me invitó a comer al Colonial para sostener lo que denominó «la conversación de las alternativas». Me preguntó adónde pensaba ir, y puesto que no me había detenido a considerarlo hasta ese preciso instante, le contesté que iría a Brooklyn hasta decidir qué quería hacer con mi vida. Diseñamos una estrategia acerca de las personas a las que debía conocer y a quién debía enviar sus cartas, prometiéndome «una carta de recomendación que te abrirá las puertas del cielo». Era una de las pocas personas a las que conocía que nunca me había guiado en la dirección equivocada, simplemente porque nunca intentaba guiar. Se limitaba a tomarse las cosas tal como venían, calibrarlas y reaccionar a lo que tenía delante en lugar de lo que debería haber tenido delante. No intentó convencerme de que me quedara, por lo cual aún le estoy agradecido, sino que al acabarnos las cervezas me preguntó cuándo me marchaba.

—En cuanto haya cargado mis trastos en el coche, creo.

—¿Vendrás a cenar el viernes? —propuso, mirándome por el rabillo del ojo como si temiera que me negara—. A Donna le gustará poder despedirse de ti.

—Me parece genial.

Y lo fue… genial, quiero decir. Me trataron como a un hijo, y la cena de despedida me hizo sentir como si me fuera de casa. Donna lloró, Art bebió demasiado y Austell recreó la única batalla de la guerra de la Independencia librada en Lincoln con ayuda de huesos de olivas y granos de maíz. La hija de los Rolen, Dana, había viajado desde Nueva York para pasar el fin de semana en casa de sus padres, y comprobé que había heredado el rostro alargado de su padre, su encanto sosegado y su capacidad natural e inefable de ver y sacar lo mejor de los demás, una cualidad infrecuente y envidiable.

Dana y yo hemos salido juntos un par de veces desde que regresé a Brooklyn y me encerré en mi antiguo dormitorio de la infancia. Desde mi ventana se ve la misma panorámica de hierba áspera, el mismo tramo de calle y la misma esquina de Grand Army Plaza. Tendido de espaldas en mi cama y con la cabeza ladeada en el ángulo preciso, distingo el borde superior del arco, al igual que mi tío Sean cuando era pequeño y ocupaba aquella habitación. Mi madre y yo hemos recaído casi de inmediato en los hábitos de cuando yo tenía decisiéis años. Ella me pregunta adónde voy, yo me limito a gruñir; yo le pregunto cuándo estará lista la cena, y ella se limita a gruñir. Lo hacemos porque es más fácil y porque de algún modo nos resulta reconfortante, porque cada vez que voy a casa, pienso que quizá sea la última vez que realmente «voy a casa».

Mi cuñada, Anna, parece preocupada por la posibilidad de que contagie a mi sobrino el mal del ex periodista holgazán por el mero hecho de jugar con él como no toca. Si ese crío llega a los dieciocho años sin sufrir un colapso nervioso o depender gravemente de todas las sustancias químicas habidas y por haber, será un ser absolutamente inaguantable.

Art y yo hemos hablado varias veces sobre los próximos pasos que debo dar, aunque lo cierto es que no tengo ninguna prisa. Puede que estas sean las últimas vacaciones de Navidad alargadas de mi vida. Las vacaciones intersemestrales de Wickenden duraban más de seis semanas, un vestigio aún no corregido de la crisis energética de finales de los setenta, cuando las residencias de estudiantes quedaban vacías y sin calefacción durante todo el invierno, y recuerdo que aquellas vacaciones siempre se me antojaban una especie de hibernación, un período en el que almacenar energía para el siguiente semestre. Quizá se debía a que nunca hacía gran cosa. En cualquier caso, teóricamente tengo que reunirme con sendos editores en Hartford, Wickenden, Manchester y Concord después de Año Nuevo. Ya veremos qué pasa.

Unos días después de abandonar Lincoln, llamé a Joe Jadid para saber qué había sido de él. Resultó que, tal como ya me contara Tonu, el asesino había fotografiado a Joe al forzar la cerradura de casa de Jaan y enviado las fotos a Sickle, quien a su vez las había remitido a Joe junto con una nota en la que le advertía que dejara la investigación si no quería perder el empleo. Joe lo hizo (es decir, dejar la investigación), ordenó a Sal que no respondiera a las llamadas de sus colegas del FBI y permaneció el resto del período de suspensión más o menos encadenado a su escritorio, resuelto a no meterse en líos. Teniendo en cuenta que podía atribuirme directamente todos sus problemas, se mostró muy amable conmigo por teléfono. Cuando le dije que buscaba trabajo, me respondió que mejor yo que él, y también me dijo que esperaba que no acabara en un periódico de Wickenden porque no volvería a dirigirme la palabra.

Habló a su tío de las fotografías, y Anton accedió de inmediato a no volver a hablar con nadie de Jaan ni sus peculiares aficiones. Con gran discreción, un fin de semana mandó retirar todas las modificaciones que Jaan había introducido en su despacho, es decir, las cerraduras, las ventanas de plexiglás y la caja de seguridad, a fin de dejarlo listo para el siguiente ocupante antes del inicio del semestre de primavera. Por supuesto, entregó los libros a la biblioteca del departamento tras elegir algunos que se llevó a casa, no sin antes prometer que los devolvería si algún pariente de Jaan los reclamaba. Hablamos brevemente en una ocasión e intercambiamos las habituales promesas de permanecer en contacto. Es posible que esta vez logremos… es decir, que yo logre cumplir esa promesa.

Hace un par de semanas me faltó tiempo para largarme de Lincoln. Pero ahora, tras muchos días de trabajo solitario en el dormitorio de mi infancia, con New York 1 y Ley y orden por único contacto humano (bueno, aparte de mamá, Vic, Anna y Dana), cada madrugada hacia las cuatro me arrancaría el brazo por volver. Pero al poco se me pasa. No es más que una sensación, y se me acaba pasando.

LA MALETA

Bendito sea Él que se ha aparecido a nuestra raza humana bajo tantas metáforas.

SAN EFRAÍN EL SIRIO

Cuando
Al-Idrisi
abandonó Sicilia, su biblioteca contenía quince objetos. Sin embargo, quiero hablar brevemente en mi propia defensa, por lo que necesito un decimosexto objeto. Digamos que era la bolsa de tela de Omar Iblis; digamos que salvo un puñado de excepciones cuidadosamente conservadas, los tejidos no resisten un milenio. Así pues, digamos que esta bolsa representaba la idea de la partida, la necesidad de huir, de modo que en lugar de una bolsa de arpillera, el decimosexto objeto es una maleta Samsonite en la que Tonu y yo guardamos los quince objetos que Jaan tenía en su casa. Y supongamos que el más importante de ellos era el que Tonu acababa de mostrarme cuando Paul llamó a la puerta, un billete de avión. De ida, en primera clase, junto con un sobre que contenía suficiente dinero para llegar aquí con la maleta sin interferencias indeseadas de ningún agente de aduanas.

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