Nora tiene veinticuatro años, mucho carácter y arrojo, más sentido del humor y, sobre todo, unas ganas infinitas de disfrutar de lo que la vida le pone por delante.
Durante los inicios de su carrera en el cine en la Barcelona más cool, se debatirá entre dos hombre muy diferentes: Xabier, un joven productor ambicioso y sofisticado, y Matías, un creativo apasionado, atractivo y misterioso.
Con Erika Lust, reconocida y galardonada directora de cine «porno para mujeres», por fin llega una auténtica profesional a la narrativa erótica contemporánea.
Erika Lust
La canción de Nora
ePUB v1.0
05.06.13
Título original:
La canción de Nora
Erika Lust, 2013.
Diseño de cubierta: María Jesús Gutierrez
ePub base v2.1
A Barcelona, sin ella no sería quien soy.
Y al cine, que es mi pasión.
S
EXX
L
AWS
Fundido desde negro que lentamente va mostrando la figura desnuda de una mujer de piel blanca como la leche y pelo rojo como el fuego, tendida en una enorme cama redonda… Referencia:
Blue Velvet
de David Lynch, pero en tonos negros y rojos, un poco daliniano también. La habitación está muy, muy oscura, pero sin embargo, su cuerpo se ve muy claro y luminoso, y junto a ella, el de un hombre. «¿Eh? ¿Quién es este tío?», los pensamientos de Nora son como la voz en
off
. «Está muy, pero que muy bueno, mira qué abdominales y qué brazos… ¿Qué hago yo aquí, dónde diablos estoy…?». Las dudas se evaporan en su mente cuando se da cuenta de que el adonis ahora está despierto y se abre paso con su cabeza hacia la entrepierna de Nora. Planos a cámara lenta de un cunnilingus magistral, ¿eso son sus labios, o una pluma?, porque más que un beso sienta como la caricia más suave, excitante y cosquilleante que nunca haya recibido. Era una pluma y era una boca, era simplemente maravilloso, cuando algo es tan extremadamente bueno no te preguntas qué es, solo disfrutas…, pensó Nora otra vez en
off
. De pronto, por corte, Nora está sentada encima de ese magnífico ejemplar de ser humano, cabalgando encima de su polla, loca de placer, sentándose cada vez con más profundidad sobre una polla perfecta, grande, dura, tierna, suave… Y otra vez por corte, de pronto estalla en un orgasmo perfecto, largo, intenso, lleno de calor y color, de fuerza y ternura. La habitación se ilumina con luz ultravioleta y flashes estroboscópicos. Nora cae rendida junto a su amante desconocido y, tras un suspiro simultáneo de ambos, que se oye en sonido
stereo surround
, empiezan a llover plumas rojas del techo, ¿o no había techo y estaban cayendo del cielo? Banda sonora aquí: música
house
con volumen creciente… No paran de caer cientos, miles, millones de plumas y también confeti dorado. Nora busca a su amante, pero no lo encuentra bajo el manto de plumas rojas. Busca delirantemente y sus manos tocan algo peludo, algo que no es su amante, sino un gato grande como un ser humano. Corte a primer plano de la boca de Nora en un grito desesperado; además del sonido agudo de su grito, salen de su boca plumas rojas.
Y entonces Nora se despertó, y efectivamente tenía plumas en la boca, y en el pelo y en la cama, pero las plumas no eran del sueño, sino de la fiesta de fin de año de anoche, el final de 1999, el final de un siglo. Y el exaltante erotismo de su sueño se desvaneció en su cabeza, y en su lugar se sentía como si se la estuvieran machacando con una docena de martillos hidráulicos, la boca como si acabara de chupar un perro callejero mojado, la vejiga a punto de estallar, y un ardor demasiado familiar en la boca del estómago. Los síntomas típicos de una resaca de las buenas, que —su extensa experiencia en el tema se lo decía— no haría más que empeorar en cuanto se levantara y tuviera que enfrentarse a la vida tal y como la conocemos. «Bravo, Nora, ya lo has vuelto a hacer», se dijo a sí misma, mientras recordaba con un asomo de náusea algunos de los, calculó, cientos de miles de chupitos de tequila-vodka-lo-que-fuera que había tomado alegremente la noche anterior. «Es lo que tienen las noches de fin de año, que bebes como si no hubiera un mañana, pero inevitablemente lo hay», reflexionó Nora, usando el tercio de cerebro, extremadamente dolorido y machacado por los excesos, que en ese momento tenía activo. «Aunque digamos que hoy medio planeta debe de estar exactamente igual, así que como decía mi abuela: mal de muchos, consuelo de tontos».
La cabeza de una mujer, en la que también había un par de plumas rojas, estaba apoyada en la pierna de Nora, que estaba dolorida y con calambres… Nora pensó por un momento que quería volver con aquel hombre de la lluvia de plumas, la realidad del primer día del 2000 era bastante desagradable comparada con aquel sueño.
Cuando se frotó los ojos con fuerza —haciendo que un cerco de rímel, sombra de ojos, corrector y demás potingues convirtiera sus ojos verdes en los de un oso panda o un pariente cercano de los mapaches—, descubrió al instante el nombre de la culpable de su pierna dormida. De hecho, el nombre y el apellido: la dolencia en cuestión se llamaba Carlota Soler, su mejor amiga y compañera de piso, que casualmente se había quedado dormida en su cama y sobre su pierna derecha, ahora insensible, mientras ya bien entrada la mañana comentaban entre risas los sucesos de la noche anterior y mordisqueaban los obligatorios churros con chocolate —acompañados de una cerveza tibia y repugnante, acaba de recordar Nora con una arcada— que hacen que la noche de fin de año sea la noche de fin de año y no cualquier otra. A su vez, Mazinger Zeta, una gata peluda, feroz y de unos nueve kilos de peso —a la que apodaban cariñosamente «albondiguita», por motivos más que evidentes—, dormía sobre las piernas de Carlota, que seguro que a esas alturas de la película tampoco debía de tener la circulación muy allá.
Apartó a Carlota con cariño (o eso intentó, aunque la respuesta de su amiga fue un bufido en sueños, un ronquido y un par de vueltas sobre sí misma) y se dirigió al cuarto de baño. Hizo un pis que duró una eternidad, de esos que parece que no se van a acabar nunca, y se sintió de repente y por un segundo un poco —solo un poquito— más persona y menos zombi resacosa. Se lavó la cara y se miró al espejo, haciendo una primera evaluación rápida de daños. Ojeras, ojos hinchados, los labios bastante resecos y ligeramente teñidos de morado. «¿Labios morados? Espero que sean de beber vino tinto y no de alguna enfermedad circulatoria… ¿Pero en qué momento bebí ayer vino tinto?», se preguntó Nora, temiendo que la noche anterior, le depararía muchas más preguntas que no podría responder por sí misma.
Su frondosa melena pelirroja, de un rojo salvaje, con todo tipo de matices naranjas, cobrizos, caobas e incluso rosados, según le diera la luz, en aquel momento estaba bastante enredada, formando casi una rasta única. Nora intentaba, sin éxito, desenredarse el pelo con los dedos cuando cayeron sobre el lavamanos unos cuantos confetis dorados en forma de número dos mil y un par más de las famosas plumas rojas de su sueño. Ahora su cerebro le permitía entender que el sueño estaba conectado con la lluvia de plumas del día anterior, y el chico protagonista de la escena se correspondía con uno de los gogós de la disco al que había estado admirando como una adolescente, hasta que Carlota se lo presentó y la obligó a bailar con él.
Mientras buscaba algo de ibuprofeno, paracetamol, aspirina o cualquier cosa que le quitara ese horrible dolor de cabeza en el botiquín y algo frío de beber en la nevera, y se debatía entre darse una ducha reparadora —que le daba mucha pereza, pero sin duda le sentaría muy bien— o comerse un plato de cualquier cosa grasienta y recalentada —que le apetecía mucho, pero seguro que caería como una piedra en un estómago que había conocido días mucho más alegres—, oyó una mezcla de grito, quejido y gruñido infrahumano que provenía de la habitación de al lado, pero que podría haber sido generado por un habitante del mismísimo abismo de Mordor.
—¡Maaaaaziiiingeeeer, gato, foca! ¡Sal de aquí, no puedo moverme contigo encima, te voy a poner a dieta mañana mismo!
Carlota —o lo que en algún momento pasado de su existencia fue conocido como Carlota— salió de la habitación vestida con unas braguitas de algodón, calcetines estampados con osos panda y la misma camiseta XL de The Ramones con la que había salido la noche anterior. Los convencionalismos navideños y la etiqueta no iban con su amiga, pensó Nora. Mientras la pasada Nochevieja el noventa por ciento de las mujeres con las que se cruzaron sufría llevando unos tacones que harían que la mismísima Barbie se rompiera la clavícula, Carlota llevaba las mismas Doc Martens que cuando Nora la conoció, hacía ya cinco años. No sabría decir si llevaba la misma parka y los mismos pantalones, pero perfectamente podría haber sido así y nadie se habría dado cuenta. Era una tía con estilo, sin duda; pero con su propio estilo. Tenía esa gracia natural de las personas a las que realmente les da igual su aspecto, y por eso siempre están guapas, y de ahí que pudiera permitirse su sempiterno estilismo, consistente en pantalón sencillo-botas-camiseta-jersey (más una parka con un parche de Sex Pistols en invierno que en cualquier momento de desintegraría) y que lucía en ella más que en cualquier otra un
total look
de Miu Miu. Hubiera estado igual de guapa con un saco puesto por la cabeza, pensó Nora. Tenía las piernas largas y esbeltas, el pecho pequeño y perfectamente moldeado y un culo sorprendentemente redondito para lo delgada que era. Si fuera un poco más consciente de su propia belleza, podría ser modelo de pasarela sin ninguna duda.
Aunque ahora mismo tenía el pelo oscuro completamente revuelto y despeinado —y con restos de serpentinas—, los ojos inyectados en sangre (al menos el que se podía ver, porque el otro lo tenía cerrado) y pinta de haber pasado la peor noche de su vida, a Nora le siguió pareciendo que su amiga era una tía de armas tomar. Pero cuando esta se rascó a la vez la cabeza y la barriga, con un aire claramente simiesco, y bostezó, dejando ver el
piercing
que llevaba en la lengua, no pudo reprimir una carcajada.
—¡Buenos díiiiias, Carlota! ¿Cómo está hoy la princesa de la plaza del Sol? ¿Desea la señorita el desayuno continental o tal vez algo más completo? ¿Huevos, beicon? —canturreó mientras acariciaba a Batman, un gato negro, estilizado y mimoso, que le daba a su vez los buenos días como de costumbre, frotando la cabeza contra su mano tan fuerte que parecía que quisiera arrancársela.
—¿Buenos días? ¿Buenos? Cualquier cosa menos buenos, pava. Menudo dolor de cabeza tengo, no sé si tomarme algo para el dolor o amputármela directamente y acabar con esto de una vez por todas. Y no me llames princesa, que soy republicana. ¿Qué me diste ayer de beber, asesina? Buffffff, qué horror, en serio.
—Ya te dije que no era buena idea lo de mezclar la celebración de mi llegada con la del cambio de siglo. Creo que las dos por separado habrían sido mucho menos demoledoras.
Nora, que era una mujer práctica ante todo —«los suecos lo llevamos en los genes, y yo lo soy al cincuenta por ciento», decía a modo de disculpa cuando la acusaban de ser demasiado pragmática—, no se lo pensó un momento cuando encontró un vuelo «casi gratis» el día de fin de año de 1999. Le pareció incluso una buena serial, un mensaje de que ese era el momento en el que debía dejar Estocolmo y empezar una nueva vida en Barcelona, el lugar «donde iba a dejar de estudiar cine para empezar a hacer cine», como les dijo a sus odiados compañeros de clase.